Lo he dicho y repetido. Y lo seguiré diciendo y repitiendo. Lo he hablado en público y en privado. Para públicos reducidos y los multitudinarios. Lo he escrito a mano, en máquina de escribir y en la computadora. Se ha publicado en libros, revistas, periódicos, manifiestos y volantes. Finalmente, me lo he dicho, una y otra vez, en la más estrecha de las intimidades, a mí mismo.

De la mano de Talleyrand sostengo que convertir el 2 de octubre en emblema del 68 es un crimen y una equivocación. Equivocación no siempre ingenua e inocente. Representa, a menudo, el convertir a la matanza en capital político. E ir cobrando los intereses. Hacer que la sangre reditúe. Es un homenaje, no a los muertos sino a los vivos. A los vivos que se erigen en portavoces de los muertos. La estatua propia. Autoensalzarse y autoadularse.

Uno estaría tentado a decir, con un alzamiento de cejas y hombros, que no hay problema. Que muy su bronca. Ahí se ven. Que cada quien diga y actúe como crea conveniente. Que los muertos entierren a sus muertos.

La cuestión es que tal deformación, tal perversión —en el sentido estricto, freudiano, del término—, no va sin un costo. Un costo alto. Y ese es el sacrificio del movimiento mismo. “Dos de octubre no se olvida”. Pero esa falsa memoria hace que se olvide el movimiento en sí. Quiénes éramos, qué queríamos, qué decíamos y cómo lo decíamos. Como si la matanza hubiera tenido lugar porque sí. Sin significación política y social. Todo se reduce a que Fulano y Zutano fueron unos asesinos. Porque sí. Y eso es todo. Así nomás.

La memoria del 2 de octubre secuestra a la de la lucha de los estudiantes mexicanos. No sólo en el 68, sino a lo largo de decenios. Esa sí se olvida y se entierra. Sólo las balas existen y nos interesan. Y nos apasionan.

Dentro de un año habremos llegado al cuadragésimo aniversario, múltiplo de diez. Tirios y troyanos alistan los preparativos para la magna invocación de la muerte. La de hoy habrá sido sólo un abreboca. Que las plañideras oficiales vayan afinando las gargantas. Y que las buenas conciencias vayan calentando motores. Habrá que estar presente en el reparto de tajadas. Herederos legítimos, me temo, habrá pocos. La mayoría pasarán inadvertidos y van a quedar arrinconados.

En este sentido, el triste final de la “Fiscalía Especial para los Movimientos Políticos y Sociales del Pasado” no debería sorprender a nadie. Obviamente, la maltrecha comisión no fue sino una maniobra foxista para segar la hierba bajo los pies del PRI. Maniobra, no por burda, menos eficaz. Se trató simplemente de una artimaña electoral. Esta vez los caídos en Tlatelolco fueron puestos al servicio de los neocristeros. Los hicieron participar en la campaña de Calderón.

Por si alguna duda pudiera quedar, sólo recuerde que el expresidente Echeverría fue condenado a arresto domiciliario precisamente 40 horas antes de iniciarse los comicios. Mi amigo Nacho Carrillo Prieto parece no haber comprendido nunca en qué consistía exactamente su misión. A pesar de que yo se lo advertí personalmente hace años. Y le hice ver que le estaban haciendo jugar el papel de un Garzón mexicano. Cobertura pseudo legal de los más sucios intereses. Una vez cumplida su labor, la Fiscalía fue desguazada.

El único que pensaba ahí en el 68 fue, tal vez, el propio Carrillo Prieto. Todos los demás pensaban en 2006. De hecho, la lamentable operación debió haberse llamado “Fiscalía Especial para los Movimientos Políticos del Futuro”.

Lo terrible del asunto es que ni la Fiscalía ni el “Comité Ciudadano” con el que iba de la manita lograron establecer una sola conclusión. Aunque parcial, que fuera un poco más allá del lugar común y de la demagogia estridente y oportunista, acerca de lo ocurrido en Tlatelolco aquella infausta noche y, más en general, a lo largo de los cuatro meses de movimiento y represión.

Seguimos, a 39 años de distancia, ignorando qué sucedió realmente el dos de octubre. Qué sucedió en el plano de los hechos crudos y qué sucedió en el de su significación. Quién qué. Por qué y para qué. Ninguno de los datos sobre el número de asesinados es confiable y no puede ser establecido ni siquiera con aproximación. La mayoría de las cifras que se manejan son exageraciones groseras y morbosas que debilitan el terrible episodio.

Ya lo dijo el maestro: la mejor manera de destruir un argumento es exagerándolo, caricaturizándolo. De hecho, el primero en exagerar fui yo, en la conferencia de prensa del CNG el 5 de octubre de 1968. Digamos en mi descargo que en aquellas circunstancias no era difícil exagerar. Atenuante del que no gozan versiones posteriores.

El dos de octubre es un acto de represión, qué duda cabe. Pero es también un acto de provocación. Y es esta segunda cara la que Carrillo Prieto, sus padrinos y todos los falsos deudos pretenden ignorar. En las memorias de García Barragán, entonces secretario de la Defensa —no porque sí olvidada—, afirma que elementos del Estado Mayor Presidencial fueron detenidos mientras abrían fuego real sobre el ejército, desde las ventanas de algunos departamentos del edificio Chihuahua que habían sido requisados el día anterior. ¿Qué implica tal aseveración? Los editores y comentaristas de dichas memorias, Scherer y Monsiváis, no consideraron importante ni pensarlo ni decirlo.

De todos modos, el 68 no está ahí. O está, pero no es eso. El dos de octubre le ocurre al sesenta y ocho. Esa generación magnífica es otra cosa. Ese enjambre de jóvenes gozosos, valientes y lúcidos, al que me honro en pertenecer, supo estar donde la historia le hizo estar. Hubo quien estuvo sin estar y ahí estuvieron muchos otros que todavía no sabían que ahí estaban.