— XVIII y último —
Al leer la sigla que encabeza esta última entrega de la serie que consagré a las matemáticas y a los matemáticos, lo más probable es que se pregunte usted, en estos movidos tiempos de apariciones, desapariciones y reapariciones, a qué nuevo funcionario deben corresponder, de acuerdo con esta costumbre, cada vez más generalizada de convertir los encabezados de la prensa en verdaderas adivinanzas.
Hay por lo menos dos hechos significativos en lo que acabo de escribir: el que no haya usted reconocido la sigla en cuestión y que, en cambio, hubiera podido reconocer muchas otras, no es inocuo; y revela hasta qué punto la sociedad del consumo y la política trastoca los valores, haciendo resaltar lo fútil y transitorio, en detrimento de lo valioso y duradero. Y revela también, como ya lo he denunciado aquí mismo, en qué grado la política, entendida en su sentido más superficial y mezquino, ha secuestrado el protagonismo de eso a lo que llamamos “actualidad”.
Las cosas, contrariamente a lo que pudiera parecer, no siempre fueron así; basta echar un vistazo a los periódicos de principios de siglo, y aun más recientes, para darse cuenta de que el peso específico de la vida “civil” en los medios era mucho mayor. Lo que sucede es que el “agandalle de los grillos” en la información —y en muchos otros registros— es hoy tal y se ha ido imponiendo de manera tan subrepticia que resulta incluso difícil descubrirlo. Nos hemos ido acostumbrando y ya no concebimos que las cosas pudieron ser de otra manera.
El otro hecho que resalta de lo que dije al principio es el que la Sociedad Matemática cumple su quincuagésimo aniversario. Tan sólo cincuenta años. Cuando se piensa que las sociedades matemáticas y científicas ya existían en numerosos países europeos en pleno siglo XVII —y es posible que desde mucho tiempo antes—, más de uno estaría tentado a concluir que somos un país atrasado. Yo prefiero decir que somos un país nuevo. Nuevo como país, después de la demolición de la cultura americana precolombina y de los trescientos años del medievo colonial, el ingreso de México a la llamada civilización llamada occidental ha sido —está siendo— lento y penoso.
En 1943, en plena conflagración mundial, con el país en estado de guerra, no por simbólico menos comprometedor, cuando las dos terceras partes de Europa se encuentran bajo la bota nazi y la suerte de esa civilización no está clara, un grupo de mexicanos entusiastas de las matemáticas deciden integrarse en sociedad, con tal de “… Promover la afición por la matemática y difundir los conocimientos matemáticos… Estimular y mantener el interés por la matemática en México… Procurar el acercamiento y la cooperación de todos los profesores e intelectuales en el estudio e investigación de las ciencias exactas y disciplinas afines a ellas… Contribuir al mejoramiento de la enseñanza de las matemáticas en la República mexicana…”
El 30 de junio de 1943 se funda la Sociedad Matemática Mexicana. La tarea se antoja quijotesca. Los caballeros de la Media Luna de la ignorancia y los molinos de viento de la demagogia se alzan amenazadores por doquier. ¿De dónde salen ahora estos locos estrambóticos con sus números y esos garabatos diabólicos que sólo entienden ellos y a lo mejor ni siquiera? No pretenden hallar piedra filosofal alguna ni hacerse ricos o poderosos, y con sus enmarañadas artes no se construyen aviones ni se cura la tosferina. ¿No es mejor, acaso, dejar que sean los países ricos y poderosos los que se dediquen a esas extravagancias, dejar de lado esos lujos y esas exquisiteces superfluas, y dedicarnos a lo nuestro, más útil y terrenal? Que las hagan ellos, sus matemáticas. Total, sumar y multiplicar ya sabemos, y las matemáticas que necesitamos ya nos irán llegando.
Toda una concepción de la cultura subyace en la iniciativa. La cultura nacional, colectiva, no puede ser parcial, incompleta. Como los relojes o los diamantes: si carecen de una rueda denotada o de una faceta ya no son ni relojes ni diamantes. Y uno de los engranes, entre otros, que faltaba al proyecto cultural mexicano, es precisamente el de las matemáticas. Y no es un engrane cualquiera. La inquieta y perspicaz Ikram Antaki me informa que en el frontispicio de la Academia de Platón rezaba la inscripción: “Que no pase el que no sepa matemáticas”.
No es un proyecto fácil. Hay que empezar prácticamente de cero (de un infinitesimal, debería decir, matemáticamente, con más rigor) y, sobre todo, es un proyecto contracorriente. Y el motor, el halador, de ese proyecto, fue sin duda el maestro Sotero Prieto. El solitario de palacio, del palacio del saber matemático. Él fue quien en 1932 reunió a un grupo de discípulos y formó la sección de matemáticas de la Academia Nacional de Ciencias, que se reunía religiosamente todos los viernes a las 7 de la tarde a hablar de matemáticas. El maestro Prieto no pudo ver coronados sus esfuerzos, por otro lado incoronables. Pero la semilla había encontrado terreno fértil y había germinado. A su muerte, acaecida en 1935, el proyecto fue continuado por sus más entusiastas seguidores: entre otros, Alfonso Nápoles Gándara, Francisco José Álvarez, Carlos Graef Fernández y el gran Alberto Barajas, a quien recientemente la Facultad de Ciencias rindió un merecidísimo e insuficiente homenaje con motivo de sus 80 años, y que aún continúa dictando en ella sus memorables cursos de geometría y teoría de números, para goce e ilustración de los nuevos y afortunados grumetes.
La Sociedad Matemática Mexicana, hoy, a sus cincuenta años, ha crecido y se encuentra en pleno vigor (no podía ser de otra manera, después de remar 50 años contra la corriente). Cuenta con unos 450 miembros, distribuidos en todo el país y cumple con dignidad y eficiencia con aquellos objetivos que se fijó hace ya (o sólo) medio siglo. A estos ha añadido otros o, más exactamente, los ha creado mediante toda una serie de iniciativas, como la organización de las Olimpiadas de Matemáticas, la edición y difusión de varias publicaciones, periódicas y no, entre las que destaca, por su importancia y continuidad, el Boletín de la SMM, el otorgamiento del premio anual Sotero Prieto a matemáticos noveles, etc.
Los resultados del esfuerzo de los matemáticos agrupados en la Sociedad tal vez no son espectaculares, pero eso no quiere decir que no sean importantes. A menudo, incluso, quiere decir exactamente lo contrario. No son pocos los obstáculos de toda índole que debe aún vencer, desesperadamente parecidos a aquellos de hace cincuenta años. Si el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones, el de la gloria, sin duda, lo está con pequeñas —y no tan pequeñas— mezquindades.
Cuando fue fundada, en aquel equinoccio del 43, la SMM, se fijó el periodo de 50 años de existencia. Su vida legal acaba de ser prolongada otros diez lustros, hasta el 1° de julio del 2043. ¿Cuáles serán entonces las condiciones de las matemáticas, de la cultura y de la vida sobre la tierra? Es peligroso y absurdo, hacerle al pitoniso, pero no parece muy arriesgado prever que se habrán modificado mucho más de lo que lo han hecho en estos diez que acaban de transcurrir. Sólo habrán permanecido constantes el valor del trabajo serio, sordo, generoso, inteligente, perseverante y en profundidad, y el del amor por la belleza, el saber y la belleza del saber. Y tampoco parece muy arriesgado vaticinar que muchas de las nuevas semillas y de los nuevos frutos habrán germinado y madurado, vuelto a germinar y vuelto a madurar y que, si todavía hay sociedades, matemáticos y mexicanos, la Sociedad Matemática Mexicana seguirá siendo un ejemplo, como lo es hoy, de ese trabajo y ese amor.