Era 1968. Seguro. Y era octubre. Lo que yo no sé es si era el siete o el ocho y no tengo ánimos para irlo a verificar. En aquello que nos compete, no tiene demasiada importancia. El Consejo Nacional de Huelga había citado a su primera conferencia de prensa después de la carnicería. Sería en la mañana, en el auditorio del Centro de Salud de CU, a un lado de la alberca olímpica.
Nos reunimos muy temprano en Economía, para ultimar detalles. Pero resultó que lo que el día anterior parecía muy claro, entonces ya no lo era. Además, de plano no había quorum. Así que decidimos aplazar la rueda de prensa hasta el día siguiente, en la Casa del Lago. Alguien debía ir a avisar a los periodistas que ya debían estar en el Centro de Salud de la postergación. Fui yo.
Encontré ahí, además de los periodistas, un nutrido grupo de estudiantes, que esperaban ansiosos. Les dije que todo lo que deseaban saber, lo sabrían al día siguiente. Sin embargo, se me acercó una joven, mexicana y cuero, que me dijo ser la intérprete guía de un grupo de reporteros de la televisión holandesa. Ellos no podrían estar en la Casa del Lago, y me pidió que si no podrían hacerme una entrevista ahí mismo.
Por supuesto, le respondí. En aquellos tiempos no podíamos darnos el lujo de desperdiciar ninguna tribuna. Me senté en los primeros escalones y ellos instalaron sus cámaras y micrófonos. Casi toda la conversación, en la que no intervino el holandés sino el inglés, versó sobre lo ocurrido el día 2.
En un momento dado, la muchacha, traduciendo, me dijo que el día anterior los reporteros habían filmado a algunos estudiantes con quemaduras producidas por disparos de salva hechos a bocajarro y me pidió una explicación. Era algo que los del CNH ya sabíamos y habíamos discutido, así que no me costó responderle. El ejército, en efecto, habría disparado al principio balas de salva, para sustituirlas poco después por fuego real. Las primeras víctimas debían ser atribuidas a un grupo armado misterioso, dotado de un guante blanco en la mano izquierda, y que ya desde entonces, sabíamos, se llamaba el Batallón Olimpia.
Y tan campante me fui donde me esperaba, fiel, la grilla. No fue sino al día siguiente, en la reunión matutina del CNH, otra vez en Economía, que me enteré que aquel comentario, que yo consideraba técnico e inocuo, había provocado escozor en varios. La prensa lo había deformado y magnificado, de manera que pudiera ser leído como una defensa del ejército.
Particularmente amarillistas y sesgadas fueron las notas de El Sol de México y, curiosamente, Excélsior, en esos días ya dirigido por Julio Scherer. El Día era bastante más ecuánime. Resulta que en la entrevista con los holandeses se juntó en torno una pequeña muchedumbre que yo consideré de estudiantes, pero entre los que había obviamente periodistas de diversos medios, nacionales y extranjeros.
Después de discutirlo un rato, quedamos en que lo más oportuno era el que en la conferencia de prensa de la tarde desmintiera lo desmentible y aclarara lo aclarable. Estuvimos todos de acuerdo y así se hizo. Sin embargo, los desmentidos tuvieron mucho menos relieve, e incluso en Excélsior, aparecieron bajo el título de “Perelló desmiente sus propias declaraciones”.
A todas luces estábamos verdes. A pesar de nuestra sorprendente madurez, aún teníamos mucho que aprender en el manejo de medios, del sesgo y de la manipulación. De todos modos las famosas declaraciones de las “balas de salva” no hubieran ido mucho más allá si no fuera porque un grupo de sesentaiochistas adversarios intransigentes del PCM las aprovecharon para llevar agua a su molino e insistir sobre la consabida “traición” del PCM. Y de pasada, por supuesto, sobre mi propia traición.
La significación de todo aquello, no obstante, fue bastante más sustancial de lo que hubiera podido parecer y, por supuesto, mucho más que la tediosa cantinela de los antipartido. Porque fuera cierto o no la historia de las salvas, representaban un pretexto dorado para que el ejército y las fuerzas gubernamentales afines se montaran en ella y la convirtieran en coartada magnífica.
Pero no. Siguió un silencio pétreo, que cuarenta años después no ha cesado. Por lo visto alguien dio la orden de que nadie abriera la boca, ni en un sentido ni en otro. Orden que fue seguida a rajatabla. No le muevan. No hagan olas.
¿Por qué no debían moverle? ¿Cuáles eran las olas a las que le temían? (¿Y a las que les siguen temiendo?, si me apura). Eso se preguntaba intrigado el chavo de 23 años que andaba diciendo pendejadas por los pasillos del Centro de Salud. Cuarenta años después, el viejo de 65 sigue diciendo pendejadas y sigue preguntándose lo mimo.
Súbitamente la cosa cobró una dimensión inusitada. Dimensión que esperábamos, pero que no dejábamos de sospechar: existía una fractura mucho más seria de lo que hasta entonces había parecido dentro/entre los llamados poderes fácticos.
Yo dije que en efecto había habido disparos de salva en Tlatelolco, porque estaba convencido de ello. No hay mejor razón en el mundo para hacer o para dejar de hacer. Yo no estuve esa noche en la plaza. Nunca fui a Granada. Es algo que algunos nunca me perdonarán. Pero en ese momento, ya había tenido yo tres o cuatro días para convencerme de que la historia de las salvas era verídica. Entre otros muchos, la sostenían —y la sostienen— personajes para mí indiscutibles y que sí estuvieron ahí: Ricardo Ludlow, mi hermana Mercedes, Edgar Morales o el malogrado Miguel Ángel Salvoch.
Cada uno tiene su historia, su propia anécdota, su propio instante de terror, a cuál más verosímil. A los suyos hay que añadir las docenas de testimonios de estudiantes “anónimos” y que esos días desfilaron por CU, y que no parece respetable descartar con un movimiento despectivo de la mano simplemente porque su versión estorba la crónica “oficial” de lo acontecido.
Cuarenta años después, nadie más ha sostenido la existencia de las balas de salva (excepto Gerardo Estrada, miembro entonces del CNH, en su más reciente e interesante libro sobre lo entonces acontecido y, por lo tanto, no tengo más remedio que ponerlo en duda yo mismo. A pesar de todo).
Yo sé que en medio de un tiroteo tupido es realmente muy difícil darse cuenta de que existen disparos de salva. Pero creo que resulta prácticamente igual de difícil darse cuenta de que no los hay.
A inicios de los noventa, es decir, durante el sexenio de Salinas, siendo Ernesto Zedillo secretario de Educación y Gilberto Guevara subsecretario, se editó, en millones de ejemplares, el libro de texto gratuito de historia que, entre otras cosas, tenía como primicia el incorporar el 68 a la histo-
ria de México. Ahí se afirmaba que el ejército había masacrado a los estudiantes. Dicen que fue el ejército el que vetó su circulación. Sea como fuere, ya editado nunca fue distribuido.
Y es que, perspicaz lector, a menudo, culpar a uno es la mejor manera, créame, de exculpar a otro.