La del pañuelo blanco

El pretexto para que me decidiera yo, finalmente, a emprender esta reflexión pública sobre lo que ocurrió hace 40 años, y que se ha prolongado más de lo que yo había anticipado, fue el reciente (al menos reciente cuando la inicié) y lamentable desenlace del juicio a Luis Echeverría.

Su papel, no sólo durante la noche del 2 de octubre, sino a lo largo de todo el movimiento, y más allá, meses antes y meses después, es muy oscuro. Permanece en las sombras. Por lo visto, el entonces secretario de Gobernación se cuidó de no dejar ni testimonios ni huellas demasiado visibles. A pesar de la insistencia de los que defienden la pertinencia de ese juicio extemporáneo, ningún elemento de su responsabilidad directa ha sido hecho público. Por lo visto deberemos reconocer que a lo mejor otras cosas no, pero un político sagaz y cauteloso sí lo fue. Como Fouché, termina sus días con la cabeza sobre los hombros.

Sin duda, la manera más sencilla de explicar su función es la de reducirla a la de un alto, el más alto de todos, y fiel colaborador del presidente Díaz Ordaz. A esta sencillez, como he dicho y repetido, son muchos los que se adhieren. La historia aquella de la ley del mínimo esfuerzo. Pero existen indicios, muy dignos de ser tomados en cuenta, de que ello no fue así. Y de que a partir de un momento dado —vaya usted a saber cuándo— se produce un rompimiento entre los dos políticos. Yo sospecho que fue a partir de la defenestración de Carlos Madrazo como dirigente del PRI en 1965. Pero no lo sé a ciencia cierta, sólo lo sospecho. Y no voy a desmadejar aquí esa sospecha.

Al menos desde 1958, Echeverría es el hombre de confianza de Díaz Ordaz, quien lo nombra subsecretario de Gobernación. Cuando la ruptura se produce, si es que se produjo, habían pasado por lo menos siete años. La relativa inminencia de la sucesión presidencial de 1970 no habría hecho sino ensanchar esa fisura y convertirla en grieta. Que el presidente tenía un candidato distinto para sucederlo es harto probable, pero de momento, y tal vez para nunca jamás, lo ignoramos. Quién quita y algún día se hagan públicas las memorias del político poblano que, aseguran, escribió. Y esperemos que, como tantos otros, no salga con un domingo siete.

En particular las referencias a la actuación de la Secretaría de Gobernación durante la segunda trágica noche de Tlatelolco son escasas. El protagonismo represivo recae mediática y públicamente sobre el ejército y sobre la policía del DF. Algunas cosas, sin embargo, sí han traspasado la bruma de estos cuatro decenios. Dos de ellas especialmente significativas. Una ya la mencioné aquí: fue él personalmente quien ordenó al cineasta Servando González instalar cámaras —de celuloide como se usaba entonces—, en uno de los pisos superiores de la torre de Relaciones Exteriores y en el techo de la iglesia de Santiago, para filmar con todo detalle lo que ocurriría ese día. Por lo visto don Luis, a pesar de su cinefilia, ignoraba que filmar de noche, sin reflectores, está cañón. El destino de esas cintas aún se desconoce. De todos modos, reconozca usted, agudo lector, que no es cualquier cosa.

El otro elemento es, si cabe, más importante. Durante la matanza, la Dirección Federal de Seguridad estaba allí. Existen docenas de testimonios al respecto. Unos más dignos de consideración que otros. Entre ellos el del general García Barragán, en el texto que ya he citado aquí, Parte de guerra. No deja de ser indicativo que el secretario de la Defensa, que evita escrupulosamente en todo su relato mencionar ni una sola vez el nombre de Echeverría, no se abstenga de reportar la presencia de la DFS. No dice una palabra, sin embargo, de lo que sus integrantes hicieron o dejaron de hacer.

La DFS estaba al mando del capitán Fernando Gutiérrez Barrios. Militar, pues.

Fue la mano derecha de Echeverría al menos durante dos sexenios. Es decir, fue a Echeverría lo que este había sido a Díaz Ordaz. La diferencia estriba en que nunca llegó a presidente. Los tiempos habían cambiado, y su condición castrense le dificultó el ascenso al último peldaño de su carrera política.

Así pues, si la policía política estaba esa noche en la plaza, cabe preguntarse si jugó algún rol o era mera observadora. La segunda opción es, créame, muy poco probable. Conociendo lo poco que conocemos tanto de Echeverría como de Gutiérrez Barrios, no parece razonable que se hayan quedado como el chinito: nomás milando.

Y es aquí donde surge la importancia de los, más que famosos, ignorados pañuelos blancos. Se lo recuerdo: muchos de los testigos presenciales de la matanza afirmaron en su momento que algunos de los empistolados de civil, en lugar de guantes llevaban un pañuelo blanco atado a la mano izquierda. Fue un detalle al que ni yo, ni creo que nadie, dio entonces mayor importancia. No habrán encontrado guantes de su talla. Y ya. Pasemos a otra cosa.

Sin embargo, en una entrevista publicada poco antes de su fallecimiento, en 2004, el general Ernesto Gómez Tagle, comandante del Batallón Olimpia en 1968, declara enfáticamente que ninguno de sus hombres llevaba ningún pañuelo blanco. Todos iban enguantados, insiste. ¿Miente o se equivoca Gómez Tagle? Es posible. Ya estaba muy viejito. Pero, si no, la pregunta cae por su propio peso: ¿quiénes eran los del pañuelo blanco?

He ahí una pregunta que presumo pertinente y que Eduardo El Búho Valle me responde de manera sorprendentemente segura: “No hay duda alguna. Los del pañuelo blanco eran gente de la Federal de Seguridad”. No sé de dónde sale el aserto contundente del Búho. No me lo explico, no lo había escuchado antes. Él ha de tener sus fuentes y, como quiera, su versión es harto verosímil.

Por su parte, dos miembros prominentes del CNH, Luis González de Alba, de Filosofía, y Salvador Ruiz Villegas, de Ingeniería, afirman haber visto a “guantes blancos” disparar a mansalva sobre la multitud. El primero vio a uno de ellos hacerlo desde el tercer piso del Chihuahua, el segundo, a varios, desde la entrada del edificio.

Si efectivamente fueron miembros del Batallón Olimpia, mi versión se cae. No checa. El ejército estaba ahí para reprimir, no para provocar. Eso creo yo. Y la gente del Olimpia eran miembros regulares de las fuerzas militares. Gómez Tagle estaba bajo las órdenes de Crisóforo Mazón, comandante en jefe de la Operación Galeana, quien a su vez obedecía directamente a Marcelino García Barragán.

No he tenido oportunidad de platicar ni con Luis ni con Salvador, para confirmar que efectivamente eran guantes y no pañuelos. Era algo, como lo dije, en lo que era difícil fijarse; en esas circunstancias no se anda uno con detallitos. A la primera oportunidad se lo preguntaré.

Si eran pañuelos, las cosas embonan; y resultará que quienes tenían órdenes de armar una tragedia de gran repercusión eran, entre otros, los pañuelos. No digo más. Usted respóndase solo, suspicaz lector: ¿Qué corporación fue la que quiso convertir una acción represiva en una masacre histórica? ¿Quién fue la del pañuelo blanco?