Del movimiento estudiantil de 1968 lo sabemos prácticamente todo. De la represión de la que fue objeto no sabemos prácticamente nada.
Los protagonistas y cronistas del movimiento, por lo visto, tienen la lengua y la yema fáciles, y han hablado y escrito ad nauseam. Se pierde uno en sus testimonios. Los protagonistas de la represión en cambio, los tienen ambos, lengua y yema, acartonados. Y han dicho y escrito muy poco. Y en general ciñéndose a un guion predeterminado, demagógico y previsible.
Cuando digo el movimiento en los párrafos anteriores, lo hago en sentido estricto. No olvidemos que bajo su cobertura germinaron o se desarrollaron otras iniciativas, de diverso tipo, que no quiero englobar en la estructura y en la dinámica del movimiento propiamente dicho. Y cuando digo la represión, lo hago al revés, en el sentido más amplio posible, y en ella incluyo sus formas más perversas: la provocación y la manipulación.
En particular, la funesta noche del 2 de octubre quedaron al descubierto, yo diría que de manera obscena, algunas de las connotaciones más significativas del mecanismo represivo. Connotaciones que ya se habían venido anunciando desde el mero inicio. Muy precisamente, se develaron las fisuras que dividían al aparato de gobierno. Sólo hay que saber y querer verlas.
Pero hay quienes ni saben ni quieren. Y pretenden presentarnos la tragedia como un “crimen de estado”, como si el aparato represor hubiera actuado de manera coordinada, organizada y preestablecida. Es la versión Disney-Poniatowska, que con tantos adeptos cuenta. Es más fácil y divertida. Si además fuera verdad, sería perfecta.
Es como las películas de guerra. Los combatientes han de llevar uniforme claramente distinguibles, unos han de ser buenos y otros malos. De niño, esas eran las que me gustaban. Claritas. En cambio me cagaban aquellas más complicadas. Quesque “cine psicológico”. Qué güeva. Sólo faltaban las interminables escenas de amor, que me acababan de impacientar. Yo lo que quería eran balazos. Tanques, aviones y harta metralla. Nunca soporté Casablanca. La primera vez que me gustó tenía yo 42 años. A Kiss is only a Kiss.
Hoy, que ya todos aquellos tenemos bastantes más de 42 años, a lo mejor no estaría de más ir pensándole un poco y añadir algún matiz a nuestra cinta de guerra. Empecemos por el empiezo. Por lo obvio. Si el ejército hubiera llegado a masacrar, de aquella trampa mortal no hubiera salido nadie, y el número de víctimas se contaría por miles. Tal vez por decenas de miles. ¿a qué llegaron los sardos? ¿Cuál era su misión y qué acabó pasando?
Ya le recordé que en 1999 apareció publicado Parte de guerra, las memorias del general Marcelino García Barragán, secretario de la Defensa en aquella época. Constituye un documento fundamental de lo que entonces sucedió, proveniente de uno de los principales protagonistas “del otro lado”.
En él, mi tocayo afirma que sus órdenes eran las de dispersar el mitin e impedir la marcha programada hacia el Casco de Santo Tomás para exigir el desalojo de las instalaciones por parte del ejército. También debía detener a los dirigentes presentes, “sin sangre”. Es decir, descabezar el movimiento.
Añade que sólo debía hacer uso de las armas de fuego en el caso de que hubiera disparos hostiles, y que sólo debían apuntar a los francotiradores cuando se hubieran producido al menos cinco víctimas entre los militares. Entre los cuerpos a su mando incluye, por supuesto, al Batallón Olimpia. Ese fuego hostil sí se produjo. Tanto desde departamentos de los edificios que rodean la plaza como desde sus azoteas.
Cito al general: “Entre 7 y 8 de la noche el general Cristóforo Mazón Pineda me pidió autorización para registrar los departamentos, desde donde todavía los francotiradores hacían fuego a las tropas. Se les autorizó el cateo. Habían transcurrido unos 15 minutos cuando recibí un llamado telefónico del general Oropeza, jefe del estado Mayor Presidencial, quien me dijo: ‘Mi General, yo establecí oficiales armados con metralleta para que dispararan contra los estudiantes, todos alcanzaron a salir de donde estaban, sólo quedan dos que no pudieron hacerlo, están vestidos de paisanos, temo por sus vidas. ¿No quiere usted ordenar que se les respete?’ (…) Contestación mía: ‘¿Por qué no me informaste de esos oficiales a que te refieres? Gral. Gutiérrez Oropeza: ‘Porque así fueron las órdenes, mi general’.”
Fíjese usted bien, observador lector, que en el relato de García Barragán no se dice de quién provenían dichas órdenes. Y sería muy extraño que no se lo hubiera preguntado a Gutiérrez Oropeza. El secretario de la Defensa calla por razones que no es fácil establecer. Porque, no deje de fijarse, García Barragán, en una carta dirigida a su hijo precisa: “Javier: has de recordar que el 2 de octubre el general Luis Gutiérrez Oropeza J.E.M.P. mandó apostar (…) diez oficiales armados con metralletas (…) que fueron los actores de algunas bajas entre gente del pueblo y soldados del ejército”.
Pero, 'pérese. El 18 de septiembre, simultáneamente a la ocupación militar de CU, dos potentes bombas estallaron en las puertas de Excélsior, que a la sazón dirigía Scherer. También las hubo en El Sol y El Heraldo. García Barragán investiga y averigua que fueron colocadas por “terroristas” (sic) del EMP. Desde hacía días habían llegado expertos del ejército estadunidense a entrenar elementos de ese cuerpo en tácticas de guerra no convencional. El secretario informa al Presidente y este le dice: “este hijo de la chingada de Oropeza trajo unos gringos (…) Ellos son los autores de las explosiones”. García Barragán concuerda.
Así pues estaban las cosas. Para desaliento de los que usted ya sabe, no son fáciles. ¿A las órdenes de quién actuaban el Estado Mayor Presidencial y su jefe Luis Gutiérrez Oropeza? Lo sencillo es que obedecían a su superior jerárquico e institucional, el presidente. Pero no checa. Es como afirmar que el golpe de Estado del 11 de septiembre en Chile lo ordenó Salvador Allende pues Augusto Pinochet era su subordinado. No, pos sí.
Lo más desmoralizante de todo, en esa línea, es que ni Scherer ni Carlos Monsiváis, comentarista de los documentos en la edición de Aguilar, se dignan a hacer el más mínimo comentario sobre estos hechos. Lo más que llega a decir Scherer es que “la razón se nubla”. A lo mejor a un periodista como él se le había de nublar menos. Viva el facilismo.
No le demos más vueltas. La cuestión central, en cuanto al comportamiento represivo de las distintas facciones del gobierno es si en México, en 1968, tuvo lugar un golpe de Estado. Así de simple. Así de duro. Frustrado, exitoso, vaya usted a saber. Hay elementos para sostener las dos hipótesis. No vaya a olvidar, perspicaz lector, que existe tal cosa como los “golpes de Estado sordos”, en los que el gobernante depuesto sigue aparentemente en el poder con las manos atadas. Lea a Esquilo y a Shakespeare. El rey pelele.