Por lo visto todo el mundo sabía que en ese 2 de octubre en Tlatelolco las cosas iban a ponerse feas. Todo el mundo, menos yo.
Las fuerzas represivas, al menos la mayoría de ellas, iban preparadas para un enfrentamiento mayor. El general García Barragán cuenta en sus memorias que sus órdenes eran las de desalojar la plaza y de impedir que se realizara la manifestación estudiantil que se dirigiría al Casco de Santo Tomás a exigir el retiro de las tropas que lo ocupaban. Y añade, cita no textual, que los militares deben abstenerse de utilizar armas de fuego a menos que sean agredidos a balazos. En ese caso deberán responder de la misma manera, procurando disparar únicamente contra quienes los ataquen, y que deben procurar despejar el espacio sin herir a inocentes. Eso dice el entonces secretario de la Defensa.
¿Por qué el general presuponía que sus hombres podían haber sido blanco de una agresión armada? No es una pregunta trivial. Algo así no había sucedido antes. Es cierto que, en la toma de las instalaciones del IPN, diez días antes, la resistencia estudiantil había efectuado algunos disparos, pero de manera esporádica y descoordinada, y que no dificultaron en mayor medida la ocupación militar.
También se habla de que en la represión a los dos mítines anteriores realizados poco antes ahí mismo, frente a la Voca 7, se habían escuchado detonaciones, pero sin mayores consecuencias conocidas. En tales actos, además, no participó el ejército, sino únicamente fuerzas policiacas. García Barragán sabía, pues, que el 2 de octubre sería otra cosa. La pregunta es entonces pertinente: ¿Qué le permitía sospechar que ese día sería distinto? ¿Las instrucciones que llevaban sus agrupamientos y de las que no habla en su texto o bien la información de que podían estar presentes grupos armados ajenos que les harían frente?
Por otro lado, el ejército apostó en la plaza de las Tres Culturas al Batallón Olimpia, que ya había participado en la toma militar de Ciudad Universitaria 15 días antes. Se trataba de un contingente castrense ataviado de civil, con el celebérrimo guante blanco a modo de insignia y que García Barragán llama “fuerza de reserva”. El Batallón Olimpia se ubicó en distintos puntos estratégicos del edificio Chihuahua, con el propósito presumible de aislar a los dirigentes que se encontraban ahí en la tribuna. ¿Se trataba entonces de una “fuerza de reserva”? ¿De plano? ¿O los planes eran definitivamente otros?
No sólo el ejército esperaba que los acontecimientos, ese atardecer, fueran a ser graves. Estaban presentes, de una manera u otra, todas las policías imaginables. Tanto las que dependían del gobierno de la ciudad, a cargo de Alfonso Corona del Rosal, la policía secreta y la Judicial, como la de Gobernación, a cargo de Luis Echeverría, a través de la Dirección Federal de Seguridad. El papel y la actuación de dichas policías, hasta la fecha no han sido aclarados.
Pero tal vez el elemento más significativo que nos ilustra sobre el conocimiento que poseían algunos de que el 2 de octubre sería “especial” está en el hecho de que Luis Echeverría, cinéfilo ferviente, ordenó al célebre director Servando González, autor de memorables cintas, como Viento negro o Los de abajo, filmar en 35 mm todo lo que aconteciera en la plaza, desde uno de los pisos superiores de la torre de Relaciones Exteriores. Ese material no ha sido hecho público y su paradero se ignora. Echeverría sabía. También sabía.
Lo notable, en el sentido más estricto del término —no sólo “se nota” lo encomiable, también lo execrable— es que no únicamente en los círculos oficiales se tenía información de lo que iba a ocurrir. Mi gran amigo Enrique Leff, hombre probo, talentoso y valiente, representante entonces de su Facultad, la de Química, ante el CNH, relata o denuncia (como usted prefiera) que en la reunión del miniCNH de esa mañana, en la Facultad de Medicina de CU se corrió la voz de que en Tlatelolco iba a haber tiros. No lo dijeron a modo de advertencia sino, como una buena noticia, buena y excitante.
Enrique, alarmado, se fue inmediatamente a la entonces Escuela Nacional de Química a prevenir a sus compañeros y a conminarlos a no asistir al mitin de la tarde. Todo ello lo dice, y es el primero en hacerlo, en la extensa y jugosa entrevista que concede a Excélsior, en septiembre o en octubre del año pasado. Su testimonio, procedente de quien procede, no sólo es excepcional y audaz, sino fundamental.
Lamentablemente, Leff no da los nombres de quienes, en el CNH, poseían esa información. Lo entiendo. Enrique es un hombre cabal, y por cabal, leal. Aunque la lealtad, en determinadas circunstancias, no tenga lugar.
La versión más plausible de lo que pretendía el ejército esa noche es la de que los uniformados dispersaran a los asistentes, mientras el Batallón Olimpia detenía a los líderes. A pesar de que mi tocayo García Barragán no hable de ello. Sin embargo, es preciso ser un poco más cauto. Otro gran amigo, igualmente íntegro e informado y cuyo nombre prefiero no mencionar ahora puesto que él no lo ha dicho personal y públicamente, me hizo saber, hace años, que entre los documentos desclasificados de la CIA, existía una carta de Díaz Ordaz a García Barragán, fechada el 1° de octubre, en la que venía a decir algo así: “Poseo la información de que en el mitin que tienen programado los estudiantes en la tarde de mañana hay programada una grave provocación. Le ruego tome las medidas necesarias para impedirla”.
De existir efectivamente, se trataría de un documento bomba. No es mi papel averiguarlo. Que los ratones de archivo se encarguen de ello. Si tal documento existiere, es perfectamente comprensible que no haya sido hecho público. Son pocos, muy pocos, los que tendrían los arrestos de enfrentarse a la versión oficial —que no quiere decir gubernamental—, hegemónica e indiscutible de los hechos.
Al menos dos destacados dirigentes, Salvador Ruiz Villegas, de Ingeniería, y Luis González de Alba, de Filosofía, presentes en el teatro de la tragedia, afirman que vieron a guantes blancos disparar, con pistolas, de manera indiscriminada, sobre la multitud y la tropa. Salvador vio a varios en la entrada del Chihuahua disparando horizontalmente a mansalva. Luis vio a uno abriendo fuego desde el balcón del tercer piso. Si esto fuera así, todo el esquema se derrumba. Y no se acabaría de entender por qué elementos del ejército regular dispararían en contra de sus compañeros uniformados e intentarían llevar a cabo una matazón que a quién sabe a qué intereses serviría.
Deberemos pedirles a ambos que precisen si efectivamente los matones llevaban el guante blanco o bien pañuelos o vendas. Este es un detalle al que durante años no se le dio importancia pero que hoy resulta primordial. En este último caso el asunto, por así decir, se simplificaría y se reduciría a establecer la identidad de los pañuelos blancos.
Esto no quiere ser una discusión bizantina. Todo ello tiene que ver con el establecimiento de si durante el 68 el gobierno actuó de manera unida y coherente o de si se había producido una fractura de gran magnitud, de consecuencias que podrían haber sido —o que de plano fueron— inimaginables. “Ya lo discutiremos”. Ese es el punto. Quién, qué.