No estuve en Tlatelolco. Tal vez es mejor decirlo de entrada, en paráfrasis del gran Rafael Alberti y su Nunca fui a Granada.
Decidí no ir. O, mejor, no decidí ir. En principio, y para mí, se trataba de un mitin más. No creí que tuviera nada de especial. Es un poco como la célebre y desconcertante pregunta: ¿Por qué habrá elegido Hernán Cortés ir a llorar precisamente bajo el Árbol de la Noche Triste? Un árbol, un mitin.
Yo era, si no el más buscado, uno de los más buscados dirigentes del movimiento. Y ya que de movimientos se trata me movía con dificultad. Era, por más de una razón, fácilmente identificable. Me cuidaba mucho. Tanto como podía. Y no podía demasiado. Supe de la concentración del 2, el mismo día en la tarde. Me medio informó, a través de un mensaje escrito, Gilberto Guevara, representante, junto conmigo, de la Facultad de Ciencias en el CNH. El tercero, Renán Cárdenas, había caído en la ocupación del ejército de Ciudad Universitaria, la noche del 18 de septiembre. Era un texto oscuro, alegórico. Con ganas de que yo no lo entendiera, digamos. Y terminaba con una frase de cuyo sentido, en ese momento, no supe percatarme: “Y recuerda que la comezón viene rascándose”. Semanas después la entendí.
El Consejo Nacional de Huelga no pudo volver a reunirse en sesión plenaria después de la toma militar de CU, de Santo Tomás y de Zacatenco. Quedamos desparramados y a salto de mata. No poseíamos una estructura ni un aparato clandestinos que nos permitiera una comunicación y una coordinación mínimamente eficientes. Tuvimos que medio improvisarla a trancas y barrancas.
Sin embargo, un grupo, una fracción, de los delegados al UNAM. Entre ellos Guevara, Luis González de Alba, de Filosofía, y Eduardo El Búho Valle, de Economía.
Fueron ellos los que decidieron constituir un supuesto “Comité Central” del CNH, integrado por nueve, ya no sé si personas o centros de estudio. Quién sabe qué prerrogativas se arrogaron ni de qué legitimidad gozaban. También establecieron la llamada “columna de seguridad”, grupos armados cuya función era “proteger” al CNH. Y también fueron ellos los que convocaron a un mitin, la tarde del 2 de octubre, en la plaza de la Tres Culturas.
Quienes participaron en esas reuniones y de ese proceso, y que no tengan cola que les pisen, tienen la obligación, política, histórica y moral de explicarnos públicamente cómo y de qué manera sucedieron y se sucedieron las cosas. Quién qué. Han pasado cuarenta años. Ahora o nunca.
Mientras tanto yo, ajeno, sin quererlo, a todo ello, andaba, bien entusiasmado, en otras broncas. Por un lado, habíamos conseguido infiltrar el correo interno del Comité Organizador de los XIX Juegos Olímpicos, que iban a celebrarse en un par de semanas en nuestra ciudad. Nuestro vínculo fue una chava prendidísima que trabajaba para la Secretaría de Comunicación y Relaciones del Comité. De hecho, la tarde del 2 yo estaba oculto en su casa, un minúsculo departamento en la calle de Holbein, justo enfrente del hoy estadio Azul. En esos días, y hasta mi salida de México, el Día de Reyes de 1969, nunca dormí más de dos noches seguidas ni en la misma cama ni en la misma casa.
El caso es que, a través de esta joven, de cuyo nombre sí quisiera acordarme, hicimos llegar a todas las delegaciones olímpicas que se encontraban en México una exhortación a que se retiraran de los Juegos o que, por lo menos, manifestaran de una manera u otra su simpatía y solidaridad con la lucha de los estudiantes mexicanos.
La iniciativa tuvo un éxito parcial. Los checos dijeron que si el ejército no salía de Ciudad Universitaria, ellos se negaban a participar. Gracias a ello, los sardos desalojaron CU el 28 de septiembre. Los cubanos pidieron instrucciones a La Habana, y La Habana dijo, obviamente, que no se anduvieran con mamadas. Y no se anduvieron. Aproximadamente un tercio de la delegación italiana, unos 40 atletas, sí regresaron a su país. Claro que ninguno de estos gestos apareció en las noticias.
El que sí apareció, y cómo, fue el de los corredores gringos de 200 metros, gringos y negros, Tommie Smith y John Carlos, que en la ceremonia de premiación levantaron el puño, enguantado en negro. Uno tuvo que levantar la mano izquierda y el otro la derecha, pues tenían sólo un par de guantes. El segundo lugar, el australiano Peter Norman, llevaba en el pecho una insignia de apoyo al desacato de los atletas negros.
El problema fue que el gesto, inocultable, fue tratado por la prensa, nacional e internacional, como de soporte únicamente a los Panteras Negras, y no ¿un gesto? de apoyo al movimiento mexicano, el cual, sin duda alguna, estaba ahí. Cuando uno quiere decir demasiadas cosas al mismo tiempo, se corre el riesgo de que no pase ninguna.
En fin, fue lo que fue. Y no estuvo mal. Pero al mismo tiempo, mi idea era darle una salida o una entrada política al movimiento. En contra de los ultras y de los provocadores emboscados, de izquierda y de derecha —que también los había—, que pretendían que con los ojos vendados nos arrojáramos al barranco.
Me entrevisté con mi insigne, y más que insigne, incomparable, maestro de análisis en la Facultad, el doctor Guillermo Torres. Gracias a él, en buena parte, hoy soy matemático. En esos momentos el doctor Torres era miembro de la Junta de Gobierno., el máximo órgano de la Universidad Nacional. El sabio aceptó seguir las estrictas normas de la clandestinidad y acudió puntual a la cita en casa del Viborón, en Coyoacán.
Platicamos largo y tendido, no sin ciertos nervios, acerca de la situación, sobre todo y por supuesto, de la UNAM. El rector, el gran y malogrado Javier Barros Sierra, acababa de renunciar. como acto dignísimo de protesta en contra de la intervención militar. Le dije a Torres que de ninguna manera la Junta debía aceptar la renuncia de Barros Sierra. Constituiría, le dije, una intromisión, una violación de la autonomía universitaria, mucho más grave, si cabe, que la ocupación militar.
Pareció convencido. Y, en efecto, la junta de Gobierno rechazó la renuncia, y el ingeniero siguió al frente de la UNAM hasta el final del movimiento. Poco tiempo más, no demasiado, hasta que la enfermedad segó su vida. Enfermedad que, obviamente, no era ajena al dolor y al drama que le había tocado protagonizar, con una inteligencia, un valor y una integridad sin parangón. De hecho Javier Barros Sierra había muerto un par de años antes. El 30 de julio de 1968 por la noche.