Absolución y condena

Es un desastre. El desastre. Luis Echeverría Álvarez fue eximido de cualquier responsabilidad en las matanzas del 2 de octubre de 1968 en Tlatelolco y del 10 de junio de 1971 en Tacuba. El pasado jueves, el Quinto Tribunal Colegiado del Primer Circuito en materia penal resolvió hacer firme el amparo que, en su momento, había concedido el juez Jesús Guadalupe Luna Altamirano, y de esta manera liberar de cualquier sanción o censura al ex secretario de Gobernación y ex presidente de la República.

Luis Echeverría sale del proceso limpio, incólume, ataviado con una pulcra túnica blanca y con un lirio en la mano… y, probablemente, aunque no me consta, con un halo en torno a la testa.

Sale del proceso y podrá salir de su palacete de San Jerónimo, que fue, los últimos tres años, su jaula de oro. Aunque tampoco creo que saliera mucho ni que ahora le interese demasiado. A lo mejor sí le hará ilusión dar una vuelta en coche por Donceles y el Zócalo. Por Chivatito. Y quién quita, por la plaza de las Tres Culturas.

Echeverría ha sido legitimado. La excomunión le ha sido levantada y las puertas del cielo de la historia oficial, abiertas. Es una aberración política. Y moral. El desastre.

Pero entrémosle al toro por los cuernos, que, dicho sea de paso, es la única manera de entrarle a los toros. ¿De quién es realmente la responsabilidad de tal enormidad? En los tres o cuatro días que se han escurrido desde la sentencia absolutoria, se han alzado numerosas voces que acusan a los jueces de parciales y corruptos. La culpabilidad de Echeverría es evidente, afirman, y por lo tanto resulta inadmisible que se le declare inocente. ¿Será?

No voy a abogar por la probidad de los jueces. Tampoco soy tan güey. Pero me temo que en este caso los magistrados tuvieron razón. No existen elementos probatorios de la culpabilidad de don Luigi. Tal cual. Al menos yo, que he seguido el caso de cerca y con mucha atención desde hace cuarenta años, no los conozco.

La sospecha de que el entonces secretario de Gobernación fuera uno de los principales responsables de la represión al Movimiento del 68 es razonable y legítima. Incluso mayor —y fíjese en lo que voy a decir— que la del presidente Díaz Ordaz. Comparto plenamente tal sospecha. Incluso, más que sospecha, convicción.

Pero la justicia, la justicia jurídica, no se basa en sospechas, por razonables que sean, sino en elementos probatorios. Así es, y así debe ser, desde la Grecia clásica, hace dos milenios y medio. Mal andaríamos si quienes condenaran o absolvieran fuera la vox populi y no los tribunales. Y cuando digo vox populi, hoy, me refiero a los medios. Desde La Jornada hasta López-Dóriga. Son ellos los que, más que representar, imponen la opinión pública.

Usted y yo, indignado lector, tenemos una opinión. Pero ella a los juzgadores les viene bastante guanga. Como ha de ser. Ellos se basan en las 100,000 (cien mil) fojas —unas como hojas pero muy, muy apretadas y llenas de faltas de ortografía— que constituyen el expediente del caso Echeverría. Esa es su labor, su papel. Nunca mejor dicho.

Y en esas cien mil fojas no hay una sola prueba de la culpabilidad directa de Echeverría. No hay porque no existe. El tipo de órdenes e instrucciones que dan lugar a la pesadilla del 2 de octubre, nunca, ni aquí ni en China, se dan por escrito. Y los testimonios que podrían hablar y ser determinantes han muerto o, a cuarenta años, siguen callando a cal y canto. Lo que indica, entre otras cosas, la magnitud y la trascendencia de los hechos.

El extravío, sin embargo, y por llamarlo de alguna manera, va más lejos. El delito del que se acusó a Echeverría Álvarez fue el de genocidio. Cargo del todo insostenible. Al menos para quien tenga dos dedos de frente. El problema es que no todos los tienen. La acusación escogió tal crimen porque es el único cuya persecución, a estas alturas, no había prescrito. Una machincuepa de leguleyo. Pero una machincuepa muy poco convincente.

El término “genocidio” fue acuñado apenas en 1944 por el abogado judío de Polonia Raphael Lemkin. Lo construyó a partir de la raíz griega genos, nación, y la latina cidio, matar. Así pues su intención fue la de definir “el exterminio de un pueblo”.

Fue el propio Lemkin quien, ya emigrado a Estados Unidos, encabezó una campaña internacional para que el genocidio fuera un delito tipificado y perseguido por la ley. Tengo serias dudas acerca de la pertinencia de tal iniciativa. Si el concepto de genocidio puede ser generalizado, se encuentra muy por encima del plano legal. No existe castigo alguno que pueda punir tal barbaridad.

Pero, en fin, Lemkin se salió con la suya y su propuesta fue aprobada por la bisoña Asamblea General de la ONU el 8 de diciembre de 1948. El propio Raphael, a partir de la experiencia histórica, se encargó de ampliar su concepto e incluyó, además de naciones, etnias, religiones y razas. Añadió a su tipificación no sólo el aniquilamiento, sino el intento de, por cualquier medio.

Fueron muchos los países que adoptaron la nueva legislación. En particular el nuestro, que en el artículo 149 bis del Código Penal Federal, a la letra define: “Comete el delito de genocidio el que con el propósito de destruir, total o parcialmente, a uno o más grupos nacionales o de carácter étnico, racial o religioso, perpetrase por cualquier medio delitos contra la vida de miembros de aquel grupo…”.

En cualquier caso, nosotros en 68 no éramos nada de eso. Ni un grupo nacional ni étnico ni racial ni religioso. Ni nadie quiso “exterminar” a nadie. Se quiso, como en toda represión, acabar con el movimiento, y basta. Fue una matanza, no un genocidio.

La coartada de los acusadores de que sí éramos un “grupo” y de que además éramos “nacional”, movería a risa si la cuestión no fuera tan dramática. El colmo es que en la resolución del juez Luna Altamirano se afirma que sí se trató de un genocidio (¡!). Dios nos libre. A nosotros, no a él.

Por ahí no había ninguna salida favorable. Por lo visto algunos de mis compañeros se hartaron de ser perseguidos y prefirieron convertirse en perseguidores. Pero si eso eligen, lo menos que se les puede exigir es que lo hagan bien. Y que no se metan en callejones sin salida. Con consecuencias más que lamentables.

La responsabilidad de la calamidad que representa Echeverría no recae sobre el sistema judicial mexicano. La réplica de que los jueces fueron comprados es la salida fácil. Tampoco son habas corromper a los integrantes de un tribunal colegiado. Ni con dinero ni con influencias ni con amenazas. Un tribunal colegiado es parte de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Y eso no es enchílame ahí unos huevos. Cuantimás si es el poder el que quiere fregarse al acusado.

Los culpables de tal desaguisado son, precisa e ineludiblemente, los que iniciaron y promovieron esta iniciativa delirante, cuyo final era más previsible que el Alemania-Lichtenstein del sábado.

Todos aquellos que proclaman, a voz en cuello y con indignación fatua, la injusticia e irregularidad de la sentencia —el “Comité del 68” y adláteres, de uno y otro nivel— deberán hacer públicas algunas pruebas, con validez jurídica, de la culpabilidad de Echeverría. De lo contrario no tendremos más remedio que considerarlo como demagogos, political correct, oportunistas y comparsas de una sucia maniobra electorera del gobierno de los neocristeros. Serán ellos los responsables de este triste momento de la historia de México. Sobre ellos recaerá la condena de la absolución.