Aquellos días de julio

Cuando era yo muy niño, en los días en que no tenía que ir a la escuela, mi papá me pedía a veces que lo acompañara a la chamba. Más que pedirme, me invitaba, pues a mí me hacía una ilusión enorme y a él no le era de gran utilidad. Nos pasábamos el día recorriendo la ciudad de arriba abajo, en camiones de segunda, visitando cuanta tlapalería y ferretería y tomando pedidos. A menudo mi papá entregaba también la mercancía e iba con la caja de madera al hombro, llena de tuercas y tornillos, armellas y aldabas.

Me encantaba andar por las calles mientras me tomaba de la mano. Un sentimiento de plenitud y orgullo me inundaba. Me presentaba a sus clientes tlapaleros y ahí el orgulloso era él. Mientras platicaban, yo iba husmeando y fisgoneando ese maremágnum magnífico. De hecho, antes de aprender a leer, yo ya distinguía un tornillo de coche de uno de máquina y sabía que los de 3/16 eran más finitos que los de 1/4 y más gordos que los de 1/8.

Aún hoy, más de medio siglo después, cuando entro a una ferretería, ese olor tan particular, olor a hierro y a mecate, a resina y solventes, me hace evocar aquel tiempo maravilloso, aquellas vivencias inolvidables. El tiempo en que yo tenía papá.

El caso es que cuando pasábamos por la plaza de La Ciudadela, invariablemente le pedía a mi padre que me dejara subir en alguno de los tres cañones de principios de siglo que a modo de monumentos se exhibían entre los prados. Recuerdo esa intensa fascinación y la sensación de poder que me producía el contacto con el metal frío y despintado del cañón “de verdad”.

Qué sucedió exactamente esos últimos días de julio en torno a La Ciudadela es algo que probablemente nunca se sabrá. Ahí nace, probablemente de una provocación, el movimiento estudiantil mexicano de 1968.

El lunes 22, parece ser que un grupo de estudiantes de la Escuela Vocacional 5 del Instituto Politécnico Nacional, que se encuentra en la misma plaza, piropeó a algunas muchachas de la Escuela Preparatoria Isaac Ochoterena que está también en el barrio. Al intentar salir en defensa del honor de sus compañeras, algunos alumnos de la Ochoterena habrían sido golpeados. Estos fueron a “buscar refuerzos” a su escuela y se organizó un pequeño zafarrancho entre los dos grupos, al que se habrían añadido estudiantes de la Voca 2 en defensa de sus compañeros politécnicos.

Hay quien sostiene que fue al revés. Versiones sobran. Le recomiendo ampliamente el espléndido y documentado reportaje (como todos los suyos) de Elia Baltazar, publicado en Excélsior este domingo.

Yo había estudiado la secundaria y la preparatoria precisamente en el barrio de La Ciudadela. La Academia Hispano Mexicana, una de las escuelas fundadas por los refugiados de la llamada Guerra Civil Española, que funcionaba esos años en una magnífica casona porfirista de la calle de Abraham González. En más de una ocasión me había tocado participar en alguna batalla con escuelas rivales de las muchas que hay en la zona.

Una de las veces fuimos a buscar una pandilla, la del “Pájaro de Santa Julia”, que alguno de nosotros conocía para que nos ayudara. Me impresionó el aspecto y la actitud de los pandilleros, armados de varillas y cadenas; me tranquilizaba que fueran nuestros aliados, pero me preocupaba si iban a saber ellos quiénes éramos sus amigos. Le pregunté al Pájaro, al que yo quería ver como sucesor del legendario Tigre, cómo nos identificarían, y me dijo que, en caso de confusión, dijéramos “cruz, cruz” mientras hacíamos con los dedos la señal respectiva.

Partimos al combate embargados por ese sentimiento comunitario, de fuerza y solidaridad, tan intenso que eriza los vellos y se mezcla con el miedo. Esa vez el enemigo no presentó combate, sin duda ante el aspecto feroz de nuestros refuerzos. Regresamos a la Academia, medio orgullosos y medio frustrados, sin duda tranquilizados, donde nos esperaban excitadas las chavas.

Mas en la refriega entre los de la Voca 5 y los de la Ochoterena hubo un elemento diferente: la aparición de los granaderos, el cuerpo antimotines de la policía que en aquellos años andaba muy ocupado. A menudo tenían que salir a reprimir manifestaciones obreras, gremiales o estudiantiles. Sin embargo, en comparación con lo que sucedería ese año en nuestra ciudad o con lo que conocí después en Europa, debo reconocer que los granaderos, pese a su apariencia feroz, eran más bien inofensivos. Nunca habíamos tenido que hacer frente ni a cañones de agua ni a perros enfurecidos ni a balas de hule, comunes en otros países.

Su arma más terrible eran los gases lacrimógenos. Reprimían más bien con desgana y en general se contentaban con dispersar a los manifestantes. Siempre tuve la impresión de que ellos eran los que tenían más miedo; entre nosotros y ellos había una especie de complicidad, cuyas reglas se habían ido estableciendo a lo largo de los años.

Pero algo inédito empezaba a suceder esos días. Nadie sabe de dónde salieron. Nadie reconoció haberlos llamado. En el artículo de Elia, alguien dice que fue la directora de la Ochoterena. A saber. El caso es que cuando los muchachos de la Voca y de la Prepa reanudaron al día siguiente su combate, ahí estaban los granaderos. También aparecieron pandillas, la de los “Araños” y la de los “Ciudadelos” e incluso se habla de dos misteriosos camiones con estudiantes de secundaria uniformados.

De repente todo toma proporciones inusitadas. Los policías, en contra de su costumbre, no se limitan a disolver a los rijosos que, asustados y sorprendidos sin duda, se refugian en el interior de las escuelas. Las fuerzas del orden los persiguen hasta allí; entran incluso al edificio de la Voca 5, donde golpean a alumnos que no participaban de la refriega y, también se dijo, a algún profesor.

Los relatos no acaban de coincidir. Hay quien dice que todo se habría iniciado a raíz de un partido callejero de futbol. Se llegó a hablar incluso de un profesor muerto por los golpes de la policía. Habría sido el primero. También de otra maestra de la Voca 5 seriamente herida. Ni una cosa ni otra fueron confirmadas. Pero en aquellos tiempos, ¡ay!, eran muy pocas las cosas que, ciertas o no, encontraban confirmación.

Se antoja tarea imposible reconstituir los hechos. Lo fue entonces, cuantimás hoy, 40 años después. Y no tendría demasiada importancia si no sirviera para dilucidar el origen de la presunta y probable provocación y cuál fue su destino y objetivo. Cuál su peso y papel, durante los cuatro meses que duró el movimiento.

El 22 de julio es hoy, para mí, un día de fiesta. Por otros motivos. Mucho más dulces y tiernos. Pero a lo mejor también lo es por aquellas jornadas terribles, cuando, en medio del miedo, del dolor y la sangre —como en todos los partos—, los muchachos de La Ciudadela parieron, sin saberlo, con provocación o sin ella, la que habría de ser una de las movilizaciones sociales más importantes y significativas de la historia de nuestro país.

Afirmaba Poe que las cuatro condiciones elementales de la felicidad son: la vida al aire libre, el amor de una mujer, el desapego de toda ambición y la creación de algo bello y nuevo. Eso es.