El diez del seis

Para ir y volver de la secundaria yo tomaba el Hipódromo-rastro. El camión, con sus franjas gris y blanco, ruta 52, me llevaba dos veces cada día y me regresaba otras tantas, metódico y acomedido, hasta y desde la entrañable Academia Hispano Mexicana. En el camino de regreso pasaba por un tramo de Melchor Ocampo, que a lo mejor ahí todavía se llamaba Río Consulado. El caso es que, antes de llegar a la Compañía de Luz y doblar por Marina Nacional, pasaba enfrente de una pinta muy bien hecha, sobre el talud que cubría el antiguo río.

Eran los últimos años de la década de los cincuenta. No había llegado aún la moda de los grafiti con sus, no por hermosas, menos enigmáticas, caligrafías. De manera que las letras se entendían perfectamente. Sobre el fondo de un círculo verde, se veía la silueta de un ave negra con las alas extendidas. Y abajo, en letras grandes, bien delineadas e inconfundibles: Los Halcones.

Mucho tiempo después, cuando me encontraba en el exilio rumano, me enteré de la bárbara agresión de que había sido objeto una manifestación estudiantil, a unas cuadras de ahí. En ella jugaron un papel tristemente protagonista ciertos “halcones”. No pude no relacionar inmediatamente lo acontecido con aquella pinta sobre Melchor Ocampo.

En 1971, nuestro país y en particular nuestra ciudad se encontraban en plena resaca del gran movimiento y la no menor represión de tres años antes. Luis Echeverría había tomado posesión como presidente de la República hacía seis meses. Unos días antes había hecho lo propio Salvador Allende en Chile. La mayoría de los presos políticos en México, incluidos aquellos del Movimiento del 68, habían sido liberados apenas en abril.

La manifestación había sido convocada en solidaridad con la movilización de los estudiantes de la Universidad de Nuevo León, que entonces todavía no ostentaba la A entre sus siglas. Precisamente la lucha de los universitarios regiomontanos reclamaba esa A, y la reclamaba bien. En lugar de eso, el entonces gobernador Eduardo A. Elizondo presentó un proyecto de Ley Orgánica inaceptable, en el que se preveía, entre otras cosas, la participación de la empresa privada en el gobierno de la Universidad. Era impresentable, sin embargo lo presentó.

El movimiento cobró fuerza y contó con la solidaridad activa de varios centros universitarios del país. En particular, los estudiantes de la Ciudad de México decidieron convocar a la marcha en respaldo a sus compañeros regios, para el 10 de junio. Pero, unos días antes, el gobernador Elizondo fue obligado a renunciar, ante la poderosa y creciente embestida del movimiento.

Ello hizo que las asambleas estudiantiles en la UNAM y en el IPN quedaran divididas en dos sectores claramente diferenciados. División y diferencia ya establecidos meses antes. Por un lado se encontraban los “concretitos”, que en esa época eran llamados “aperturos”, pues se declaraban partidarios de la “apertura democrática” del presidente Echeverría. Entre ellos se contaba a Heberto Castillo y a no pocos de los dirigentes del 68, los mismos que hoy, de paso y curiosamente, se volvieron “radicales” y son, junto al PAN, los promotores de la persecución del expresidente Echeverría. Ellos sostuvieron entonces que la manifestación después de la renuncia del gobernador debía ser cancelada. Ya no tenía caso.

Por otro lado se encontraban los sectores propiamente revolucionarios que no se adherían al echeverrismo, encabezados por el Partido Comunista Mexicano y cuyo lema era: “No queremos apertura, queremos revolución”. Consideraban que la marcha debía tener lugar de todas maneras. No sólo la autonomía de la futura UANL no había sido aún establecida, sino que existían numerosas demandas no atendidas del movimiento estudiantil. Además constituía un legítimo motivo para reconquistar las calles de las cuales habían sido proscritos desde 1968. Su consigna para la marcha fue: “Al monumento a la Revolución, por la nueva revolución”.

El enfrentamiento entre ambas corrientes fue duro y áspero y no pocas asambleas terminaron a golpes, en auténticas batallas campales. La manifestación, sin embargo, fue acordada. Salió del Casco de Santo Tomás a las cuatro de la tarde. La hora de las corridas de toros. El cielo estaba nublado, pero no llovió sino hasta la noche. El contingente era, a pesar del miedo y la tensión, numeroso. Nada que ver con las históricas marchas del 68, pero varios miles sí eran. Al llegar a la confluencia de Ribera de San Cosme y Avenida de los Maestros, junto a la Normal y a unos metros del Cine Cosmos, un destacamento de granaderos les cerró el paso.

Empezaron las discusiones entre los dirigentes y los comandantes policiacos. Un papel importante lo jugó el no por polémico menos inolvidable Manuel Marcué Pardiñas, director de la añorada revista Política. Sorprendentemente, esa vez los cuerpos represivos se abrieron y retiraron. Pero sólo para permitir el ataque de Los Halcones.

Descendieron de autobuses, armados de largos y sólidos bastones de madera, a la manera del kendo japonés. Debieron haber sido cientos cuando se lanzaron sobre los manifestantes, quienes se defendieron a golpes y utilizando los listones de las pancartas, como diciendo que el combate tenía que ser parejo.

En un momento dado sonó el primer disparo. No se ha establecido todavía de qué bando. Entre los manifestantes había ciertamente muchachos armados con pistolas. Algunos de manera individual, otros en grupos de autodefensa, organizados o en ciernes de organización. De uno de ellos probablemente acabaría surgiendo, poco después, la Liga Revolucionaria 23 de Septiembre. Eran muchos los que se sentían frustrados ante la que consideraban derrota del movimiento de 1968 y que no veían otra alternativa sino la lucha armada, entonces aún en auge en toda América Latina.

En cualquier caso, Los Halcones rápidamente sustituyeron sus bastones por fusiles (no los debían tener muy lejos) y ametrallaron lo que quedaba de la manifestación. Quiénes y cuántos murieron en el sangriento episodio nunca se ha establecido. Tampoco queda claro de dónde salieron Los Halcones ni quiénes eran sus jefes y objetivos.

Se trató, obviamente, más que de una represión, de una provocación instrumentada ya sea por el propio Echeverría en contra del regente de la ciudad, Alfonso Martínez Domínguez, asociado al diazordacismo y/o a los grupos financieros de Monterrey o, al revés, de este en contra del aperturista Echeverría. En cualquier caso, a Martínez Domínguez lo destituyeron. Nadie fue detenido ni procesado por los hechos. Ni de un bando ni del otro.

Serán galgos o lebreles, pero no hay duda alguna de que el 68 y el 71 “están unidos por un mismo cordón” y que la significación de ese acontecimiento en la política del México contemporáneo, a pesar de la oscuridad, también es fundamental.