Si no voy con cuidado, esta columna corre el riesgo de convertirse en crónica necrológica permanente. Es decir, los que tienen que andarse con cuidado son los irresponsables que andan haciéndole cosquillas en las costillas a la parca y metiéndole el dedo por las cuencas.
La muerte me indigna, me subleva. No es que pierda de vista su carácter ineluctable y la obligatoria resignación, e incluso regocijo, cuando por fin entra en escena. Hoy nunca mejor dicho. Pero nada de eso me consuela. Igual me encoleriza. Hay en ella un carácter arbitrario, definitivo y presuntuoso. Intolerable.
A lo mejor aquellos que creen que la muerte no existe y que después del tránsito sigue otro capítulo de la vida, como pasar de prepa a profesional, digamos, me lo explican bien y me convencen. Yo me voy a dejar. Y mi rabia se desvanecerá. No lo veo fácil, sin embargo.
En todo caso, si se consideran mortales y están dispuestos a morirse, por un mínimo respeto a los vivos, deberían organizarse tantito y espaciarse. No amontonarse de esta manera, como si tuvieran prisa, como si se propusieran dar “portazo” a la entrada del cielo. O a la del purgatorio.
En estos últimos días murieron tres mexicanos ilustres. Alguno más conocido que otros, pero los tres ilustres. A fines de la semana pasada falleció Gilberto Valenzuela, de quien es probable que usted no haya oído hablar, distraído lector. Lo siento por usted. Era un hombre joven. Que quede claro que, en mi escala particular, todo aquel con menos de 63 años es joven, y el que tiene más, viejo. Obviamente, esta clasificación se ve modificada año con año.
Valenzuela fue un hombre muy especial. Ejidatario sinaloense, se formó una muy seria cultura autodidacta y, desde la adolescencia, se enroló en las mejores causas del pueblo mexicano en general, en las que desplegaba una labor frenética y apasionada. En los últimos años su actividad menguó, probablemente debido a la enfermedad y a que, como a otros que yo conozco, ya le costaba encontrar alguna de esas mejores causas.
Siempre entusiasta, animaba a aquellos que desfallecían, a mí por ejemplo, y solía contagiarles su aliento. Juntos organizamos el Grupo Poliforum (porque organizábamos nuestras asambleas y actos públicos en el Poliforum Siqueiros), que fue la primera formación de izquierda que apoyó en 1988 la candidatura de Cuauhtémoc Cárdenas. Su participación fue un elemento central para que la campaña diera el giro que acabó dotando de perfil al FDN y que acabaría desembocando en la fundación del PRD.
Gilberto fue un hombre íntegro y transparente a toda prueba. Siempre con el ceño fruncido daba la impresión de estar enojado o de andar concentrado en algún asunto de gran trascendencia. Luego resultaba que ni una cosa ni otra. Pues, a pesar de su aspecto adusto y su gesto huraño, era una de las personas más amables y cariñosas que he conocido. Era un corderito, al que sólo le faltaba la lana. Excepto cuando venía a la Ciudad de México, donde, como buen sinaloense, se enfundaba su impresionante borrega café, cada vez que la temperatura descendía de los 24 grados.
El lunes por la noche, quien se fue a empujar margaritas (con esto de que se han puesto de moda las cremaciones, había que ir buscando otras metáforas) fue el gran dramaturgo Emilio Carballido. El sí era viejo. Tantito. Me atrevo a afirmar que es el escritor teatral más importante de México, de todos los tiempos, y eso que no son pocas las otras figuras señeras. Juan Ruiz de Alarcón podría tal vez disputarle la corona de laurel, pero no creo. Comparación, además de odiosa, aventurada, lo reconozco. Pero además, aquí entre nos, ni siquiera fue realmente mexicano. Cosa del todo comprensible en una época, hace 400 años, en la que los mexicanos como tales todavía no existían.
El fallecimiento de Carballido es realmente lamentable y dejó un vacío en el panorama cultural de nuestro país y en todo el universo de la lengua española, vacío muy difícil de ocupar. Escritor prolífico, también incursionó en la narrativa, pero la verdadera magnitud de su obra se da sobre la escena. En una mezcla muy notable de humor y sátira social, con el bosquejo sicológico de sus personajes, de una verosimilitud irresistible. En la formación de mi camada, Carballido fue un elemento esencial. Recuerdo el gozo que sentí al asistir a la representación de cada uno de sus estrenos, Silencio, pollos pelones, que ya les van a echar su maíz o Te juro Juana, que tengo ganas. Se fue un imprescindible.
Y el tercer personaje de mi particular panteón es el ingeniero Andrés Caso. Hace muchos años lo vi por última vez. Encontré con desconsuelo su esquela en el Excélsior de ayer. Con esa amarga sorpresa que sólo las esquelas puede provocar. Conocí a Caso a finales de 1968, cuando, junto con Jorge de la Vega Domínguez, fue nombrado por Díaz Ordaz interlocutor con la dirigencia del movimiento estudiantil.
El mismo 2 de octubre se iniciaron las llamadas pláticas, que no tenían por objeto substituir el diálogo público que con tanto empeño reclamábamos, sino más bien el de prepararlo. Pero las famosas pláticas nacieron estériles, pues luego de Tlatelolco ya no había espacio para ninguna negociación formal.
Caso era cazador. Así lo llamábamos: Caso cazador. Y allá en su casa, por Barranca del Muerto, creo, las interminables pláticas se desarrollaban en medio de cabezas de antílope, pieles de tigre y colmillos de elefante. Eran los tiempos tensos y negros que siguieron a la barbaridad de Las Tres Culturas.
Y, sin embargo, era allí, en ese cuadro de surrealismo macabro, el único lugar en que nos sentíamos a salvo. Llegar a casa de Caso y salir de ella, era una auténtica epopeya, en la incertidumbre incesante de en qué momento y de qué manera nuestro camino se vería interrumpido.
Caso y De la Vega se comprometieron a respetar nuestra integridad y nuestra libertad mientras estuviéramos ahí. Y cumplieron. En más de una ocasión en circunstancias muy difíciles, incluso para ellos. Las conversaciones se desarrollaron a lo largo de dos meses, únicamente con resultados muy parciales. Sin embargo, el trato gentil, e incluso cordial, carente de hipocresía, de los representantes del presidente, contribuyó a distender, hasta donde era posible, la situación.
Con Caso desaparece un testimonio clave de lo que ocurrió entonces. De cómo funcionaron el aparato de estado y la represión al movimiento. Queda la esperanza de que ha quedado alguna crónica de esos días, escrita por ese hombre leal, tierno y perspicaz, Caso cazador.
Morir es partir un poco, y la muerte de los cercanos nos acerca a la muerte.