El ritual se cumple indefectiblemente. Año con año, con una regularidad encomiable, grupos de jóvenes recorren las calles del centro de la Ciudad de México al grito de “2 de octubre no se olvida”. Y yo me pregunto, melancólico, qué será lo que no se olvida.
En todo caso, es verdad. No se puede olvidar lo que nunca se supo. Yo no he olvidado absolutamente nada del sánscrito, entre otras cosas porque nunca supe ni jota. Si es que jotas hubiera en sánscrito.
Hay un misterio ahí. En la pervivencia de la memoria. En la falsa pervivencia de la falsa memoria, deberé decir. Fueron muchos los países y las ciudades que se vieron sacudidos por grandes movimientos estudiantiles ese año. Esa década, mejor. Pero en ninguno se mantiene vivo el recuerdo como en el nuestro.
Incluso del mayo francés, ni quién se acuerde. En fin, uno que otro luego sí. Alguien escribirá un texto nostálgico, otro va a decir unas palabras y alguno más exhibirá unas imágenes. Pero será esporádico, anecdótico y aislado. Y, sobre todo, no será reivindicativo, no es ritual.
Es curioso que los franceses hablen de mayo y no como nosotros, del 68. Cuando se refieren a mayo, sin especificar el año, se trata del próximo, del pasado o del de 1968. Sin ambigüedad posible. Es como los rusos cuando hablan de octubre. Nosotros no podríamos hacerlo porque nuestro movimiento duró poco más de cuatro meses, y porque no poseemos esa vena poética y alegórica de los gabachos y esteparios.
Pero a diferencia del de ellos, nuestro 68 sigue ahí. Con una obstinación sorprendente que ya logró saltar, sin mayor desgaste, la barrera de los siglos. Es todo un fenómeno. Y no es trivial ni falto de interés, intentar una explicación.
Pero no es sólo Francia ni es sólo el 68. En general en el Primer Mundo prefieren no recordar la década de los sesenta. La ensordecedora y deslumbrante. Es como el hombre de negocios que no quiere ni recordar la fiesta en la que se emborrachó. O como el hombre maduro, bien formal él, que recuerda, con cierta vergüenza, los desfiguros de su juventud alocada.
De esos años sólo sobrevive la reminiscencia más banal y superficial: el rock, las melenas grandes y las faldas cortas, y poca cosa más. El resto, el férreo y festivo combate por la libertad, y su ejercicio permanente y desenfadado, en sus mil manifestaciones, ha sido drástica y eficazmente censurado por las malas conciencias de las buenas conciencias.
En los setenta, a partir de 1974 digamos, bruscamente, la sociedad urbana e industrial, crece. Sienta cabeza y se instala en la cruda.
Al sopesar nuestra singularidad, lo primero que debemos considerar es si tal cosa, la singularidad, existe. Si la prensa y los chavos manifestantes, en efecto recuerdan aquel movimiento y aquellas jornadas. La respuesta, ¡ay!, me temo, es que no.
Se recuerda Tlatelolco, que es otra cosa. Incluso, de qué Tlatelolco se recuerda, también deberíamos hablar. Ese es el punto. El dos de octubre no es un movimiento estudiantil. El dos de octubre es algo que le sucede al movimiento. Que pertenece más a la historia y la dinámica de la represión que a la del movimiento en sí.
No hay que darle demasiadas vueltas. Lo que en realidad se evoca es la sangre. No hay ahí error posible. A diferencia de las otras movilizaciones estudiantiles de entonces, aquí hubo tiros. En todo el mayo francés hubo únicamente un muerto, y ese se ahogó en el Sena.
Aquí no, aquí la represión a los estudiantes fue sangrienta, y es eso lo que se dice recordar. Es la muerte. En términos de Freud, es la pulsión de la muerte la que habla. El lenguaje popular lo llama morbo. Pero aquí, como suele suceder con las cosas verdaderamente importantes, episteme, el saber científico, se separa de doxa, el saber común. Lo que Freud sí percibe y el saber popular ignora, es que al evocar la muerte, la invoca.
En otras palabras, la memoria del dos de octubre enmascara e impide la del movimiento. Aquellos que no olvidan el dos de octubre y olvidan al movimiento, no están sino haciendo público su deseo de que el dos de octubre haya tenido lugar.
Gente en las calles y las plazas hoy, como hace 38 años. Pero no me reconozco en los darketos y punketos que el lunes desfilaron. También hubo ahí gente distinta con la que sí me identifico, pero poca. No fue ella la que dio el tono ni el color de la manifestación.
Ojalá el fenómeno lumpen se redujera a eso, a deformar la memoria. Pero está presente y domina los movimientos sociales actuales. Los lumpen se han hecho dueños de las calles y los zócalos. En México y en Oaxaca: la lumpenización no sólo oscurece el pasado, oscurece el futuro.
Es en esta soledad, en esta desolación, que no puedo celebrar ese tiempo en que juntos por la calle, fuimos “muchos más que dos”.