La barda de Copilco

Son varios y diversos los aspectos que me desagradaron del movimiento estudiantil que, hasta hace unos meses, más que sacudir, paralizó a nuestra Universidad Nacional. Y no es el más insignificante de ellos la casi total ausencia de pintas en la ciudad. No es que me gusten las paredes sucias, pero me gustan aún menos los movimientos mudos.

Es un fenómeno curioso que no sé exactamente a qué atribuir y que no había visto antes. Los movimientos estudiantiles son urbanos por antonomasia: la ciudad los siente y los resiente con intensidad, y las bardas, junto con los volantes, han sido siempre el altavoz, la tribuna, el vínculo privilegiado entre movimiento y ciudadanos. Esta vez no fue así. A lo mejor porque ya tenían las páginas en la prensa y los minutos en la antena y así las bardas les salían sobrando. Les pasó un poco lo que al EZLN, que se consumió y desvirtuó al sumergirse, o al verse sumergido, en los medios.

Las únicas pintas que vi, o de las que supe, estaban en las instalaciones universitarias tomadas; incluso dentro de las aulas, en una especie de autoconsumo, de autogrilla, que algo tiene de masturbatorio. En general, se limitaban a repetir eslóganes acartonados, carentes de la menor imaginación. Nada que pudiera acercarse siquiera a un tapete volador, a esa provocación intelectual que acompaña siempre al verdadero espíritu insurrecto, al pensamiento rebelde. Aunque al menos una excepción sí hubo. Honor a quien honor merece. En el CCH Sur vi una pinta notable: “Por mi espíritu hablará la raza”. Un hallazgo ciertamente ingenioso, sugerente y pleno de sentido. Una flor de invierno.

En el 68 las cosas también en ese plano fueron muy distintas. Lo que sea de cada quien. En primer lugar la ciudad entera estaba tapizada de pintas y carteles. No solamente las bardas, sino hasta camiones y tranvías. Y eso que aún no existían los sprays. A pura estopa. Circulaba un chiste en el que un transeúnte preguntaba: Disculpe joven, ¿cómo llego a tal lugar? Mire —le contestaba solícito el otro—, tome aquí un libertad presos políticos, se baja en diálogo público y toma un granaderos asesinos…” Un compañero de medicina, el Checo, editaba en serigrafía un semanario mural, Mr. Drum, que aparecía pegado puntualmente junto a la puerta de los autobuses; sino de todos, sí de muchos. Los de veterinaria, por su parte, llegaron a pintar perros con leyendas como: “me llamo Gustavo” o “mi hijo es diputado”, y a soltarlos en plazas y mercados para regocijo de la gente y desesperación e impotencia de los azules.

Nuestro movimiento fue ciertamente menos literario, digamos, que el francés. Sin embargo, entre nosotros también hubo verdaderas pintas maestras. De entre todas las posibles escojo una que, sin dejar se ser festiva, es particularmente dura y amarga. Deberíamos estar a finales de noviembre y el movimiento se acercaba indefectiblemente a su término. Flotaba sobre la ciudad un aire pesado; un estado de sitio tétrico y amenazador. Nuestros compañeros en la cárcel y nosotros afuera, acosados y desmoralizados, sin saber qué hacer. Las asambleas eran cada vez más escasas, menos nutridas.

Entonces la vi. Estaba sobre una barda de Copilco. Lo que hoy es el Eje 10. Escrita con buena letra, parejita y pulcra: “Chinguen a su madre las masas”. Así, sin ningún signo de admiración. Seca y contundente. Parecía que podía verse incluso el gesto del brazo que indudablemente la acompañaba. Ahí estaba toda nuestra desolación y todo nuestro despecho. Nuestra soledad y nuestra rabia. Nuestra derrota. Me divirtió con amargura, pero entonces sólo la supe ver como un exabrubto, como un mal humor local y pasajero.

Pero los años han pasado aquella humanidad que había dicho basta y había echado a andar, parece más echada y resignada que nunca. Y ahora, ante las malas bromas de la historia, a menudo me acuerdo de aquella barda de Copilco.