Una noticia distinta

— XVII —

Hace unos meses se produjo un hecho de excepcional relevancia para la historia de la cultura y de la Cultura que, aquí entre nos, es, o debería ser, la historia, a secas. Sin embargo, ¡ay!, me temo que pasó prácticamente inadvertido para eso que llamamos el gran público. Ni don Jacobo ni don Francisco se refirieron a él, y dudo que haya encontrado lugar en las páginas, aunque fueran interiores, de algún periódico nacional.

El protagonismo, tanto de la historia como de los medios informativos, está copado, secuestrado, por el poder y su juego: la política, como si en ella se concentrara la esencia de la actividad de los hombres sobre la tierra, lo cual —aunque a veces pudiera parecer cierto, sometidos al bombardeo incesante de la demagogia— es, a todas luces, falso.

La historia oficial, la que estudian los niños en la escuela, y la que se encuentra en los estantes de las librerías bajo el rótulo "Historia", es una cronología y una onomástica de las instituciones del poder: nombres de gobernantes y fechas de decretos y batallas.

Yo, de pequeño, me preguntaba dónde hacían pipí los esquimales o si los pueblos precolombinos viajaban por mar, y hasta ahora nunca pude encontrar la respuesta. En cambio, me enseñaron que Waterloo derrotó a Napoleón en Wellington y que Iturbide abrazó a Acatempan en Guerrero.

Con los noticiarios radiofónicos o televisivos sucede exactamente lo mismo. Que si PQR declaró solemne o inesperadamente que todo va bien, que las cosas no pueden estar mejor y que, no obstante, lo estarán; o que si los bosniocroatas andan matando bosnioserbios que andan matando bosniomusulmanes que andan matando bosniocroatas.

En todo caso, ningún lugar para la vida, para el verdadero, emocionante y espectacular quehacer de los hombres y las mujeres civiles y pacíficos, a menos que maten o mueran (y eso sólo si son muchos) o que usen shorts y jueguen en las canchas o canten en los escenarios. Algo hay de malsano en todo eso. El día en que la historia se convierta en una verdadera crónica del pasado, y la televisión y los diarios en una verdadera crónica del presente, se habrá dado un vuelco decisivo en la cultura y en la vida de todos esos hombres y mujeres (desde hace mucho tiempo, en mi aterrorizada huida de la farsa y la demagogia, la sección de los noticiarios y los periódicos que más interés y confianza me despierta es el pronóstico del tiempo. Me refugio en la meteorología. Así estará la cosa).

Ese hecho, pues, del que le hablaba al principio y del que muy probablemente —no por culpa suya— no ha oído usted hablar, es la demostración del teorema de Fermat.

Pieyre de Fermat fue un contador occitano que hacía matemáticas, (sin duda sería más propio decir que era un matemático que se ganaba la vida de contador), en el sur de Francia, en el Mediodía, como les gusta decir a las siempre tan rebuscadas parisienses, de principios del siglo XVIII. Autodidacto y estudioso de los matemáticos clásicos, Fermat obtuvo numerosos resultados notables, pero entre ellos destaca, sin duda, el que se convertiría, probablemente, en el mayor enigma de la historia de las matemáticas modernas: la célebre (entre los matemáticos) conjetura de Fermat.

La afirmación es la siguiente: la suma de los cubos de dos números enteros nunca puede ser igual al cubo de otro número entero. Véalo así, el volumen de un dado cuyo lado sea un número entero, no fraccionario, en ningún caso será igual a la suma de los volúmenes de otros dos dados más pequeños, cuyos lados sean también enteros. De hecho el postulado de Fermat es mucho más general y no se limita únicamente a los cubos, pues se extiende a todas las potencias enteras mayores que dos; en términos matemáticos (no se arredre, dilecto lector), la hasta hace seis meses conjetura afirma que no existe ninguna terna de números enteros tales que el primero elevado a la enésima potencia, más el segundo también elevado a la enésima potencia, sea igual al tercero elevado a esa misma enésima potencia, para cualquier potencia mayor que dos.

Que la afirmación, que de hecho es una negación, no se cumple cuando el exponente es dos, le será muy fácil comprobarlo. En efecto, sí existen cuadrados enteros que son la suma de otros dos cuadrados enteros. Por ejemplo, 25, el cuadrado de cinco, es igual a la suma de 16, cuadrado de cuatro, más 9, el cuadrado de tres. Hay infinitas ternas de números que cumplen esta propiedad, y son llamados pitagóricos porque podrían corresponder, de acuerdo con el celebérrimo teorema de Pitágoras, a los lados de un triángulo rectángulo. Lo que nuestro Pieyre afirmó, como quien no quiere la cosa, es que lo que se cumple para los cuadrados no se cumple para los cubos ni para ninguna otra potencia mayor.

En sí se trata de un postulado más, entre miles, que tal vez podrá parecer muy bello a algún matemático, pero dudo que despierte un interés mayúsculo o una emoción estética sublime en el lector pagano. Todo el quid del asunto, todo el perfume que envolvió a esta conjetura durante casi tres siglos, reside en el hecho de que, a pesar de la sencillez de su planteamiento y no obstante los esfuerzos de miles y miles de matemáticos (yo diría que, en mayor o menor medida, todos), no se había logrado demostrarla ni, por supuesto, invalidarla. Y reside, creo que sobre todo, a la pequeña y perversa broma que el gran y buen Fermat jugó a sus descendientes.

Resulta que el conspicuo occitano escribió en el margen de un libro de Diophanto, matemático antiguo al que estudiaba, refiriéndose a esta conjetura, algo así: “Acabo de encontrar una demostración sencilla y elegante de este hecho, pero no me cabe aquí”. Por demás está decir que, como ya lo habrá adivinado usted, la susodicha demostración nunca fue hallada y, aun peor, hasta agosto de 1993 fue imposible, pese a todos los denuedos y noches en vela, reproducirla.

Si Fermat había realmente encontrado la demostración, si se equivocó o daba por bueno lo que no era, o si simple y juguetonamente se echo un farol, no tiene importancia. El desafío estaba planteado. Un desafío al poder de las matemáticas, a su consistencia, a la inteligencia del hombre y a su visión del mundo.

Y este desafío, este juicio de Dios, fue felizmente resuelto, como ya le dije, a mediados de 1993, por un matemático inglés de la Universidad de Princeton, creo, cuyo nombre ahora no recuerdo (si fuera futbolista, cantante o diputado, tendría a quién preguntarle), lo cual causó una gran conmoción de alegría en el mundo matemático, no sin un dejo de tristeza, pues el juguete, ese juguete maravilloso del que le hablaba en el artículo anterior, se había echado a perder.

No se asuste: le voy a ahorrar, y me voy a ahorrar a mí de paso, la demostración de marras, que no sé si será “elegante”, pero que de “sencilla” parece que no tiene nada. Aquella de Fermat, si alguna vez existió, sigue en el misterio. La búsqueda, con menos ímpetu y convicción, seguirá.

De cualquier manera, la conjetura, hoy con todo mérito teorema de Fermat, no sirve para abaratar costos ni aumentar ganancias, tampoco va a salvar vidas ni serán construidas autopistas con ella, pero no deja de ser estimulante y esperanzador que, en este mundo nuestro desbocado, delirante y, a menudo, tan plano, desolador, haya aún lugar para el brillo de la inteligencia, para las tareas generosas y colectivas y que, mientras otros no dudan en pisotear a quien se le ponga enfrente, en pos del dinero, del poder y de sus muy personales y mezquinos intereses, haya quien dedique una vida a ver de qué manera con dos dados no se puede hacer otro.