— XVI —
Grigore Moisil era un ropero. Con su metro noventa y, fácil, ciento veinte kilos, desde el estrado, más que dictar, tronaba su clase. Con esa su mirada brillante y apasionada y ese rostro enrojecido, congestionado. Su voz grave, pausada y profunda, alcanzaba los resquicios más recónditos del aula y de las conciencias de los cautivados y un tanto atemorizados alumnos. Murió, hace años, de un ataque de apoplejía durante una recepción en la embajada
de Rumania en Canadá (no acabo de entender qué diablos hacía allí).
Fue mi profesor de lógica matemática en la Universidad de Bucarest. El primer día de clase, con esa parsimonia solemne inigualable, declaró: “Este es un curso fundamental por dos motivos. El primero es que se refiere, precisamente, a los fundamentos mismos de las matemáticas. El segundo es que lo imparto yo”.
Moisil fue un indoblegable baluarte de las matemáticas y de la investigación científica en los años terribles inmediatamente posteriores a la guerra, cuando se iniciaba el régimen socialista y los burócratas recién instalados en el poder no acababan de ver con buenos ojos a esa ciencia que no aportaba divisas, con la que no se construían puentes ni eran producidos fertilizantes y, sobre todo, que hacía pensar a la gente. Fue también un defensor acérrimo de lo que aquí hoy llamamos computación y que allá entonces llamaban cibernética, cuando, siguiendo los lineamientos de Stalin, se consideraba que era una ciencia burguesa (en lo que se equivocaban poco) y sin ninguna clase de futuro (en lo que se equivocaron mucho).
De Moisil tengo la anécdota siguiente, que refleja como pocas la naturaleza del trabajo matemático. Contaba el insigne y entrañable maestro: “Estoy sentado en mi escritorio dándole vueltas a algún problema rebelde, garabateando fórmulas y gráficas. En un momento dado me parece que doy en el clavo o que, al menos, me acerco esperanzadoramente a la solución. Entonces dejo de escribir, la pluma se me cae de los dedos, me concentro todo lo que un hombre se puede concentrar y mi mirada se queda fija en algún lugar de la pared cercano al techo. En ese momento, invariablemente, pasa por enfrente mi mujer y, sin mirarme siquiera, me lanza un: ¿Qué, flojeando un rato?
Siempre he creído que la historia esa de que el trabajo intelectual es más pesado que el físico es eso, una historia. Basta pasarse media hora partiendo leña para entenderlo. Sin embargo, la tensión que puede instalarse en la refriega contra una dificultad matemática es a veces insoportable —hay quienes no la soportan y deciden de plano abandonar la dificultad y las matemáticas— y difícilmente se puede alcanzar en otros ámbitos de la actividad humana. Incluso me atrevería a decir que el esfuerzo, ese esfuerzo aparentemente inmóvil de Moisil mirando la pared, llega a traspasar algún misterioso umbral y se hace físico, agotador. Un notable matemático cercano, el más cercano de todos, sin duda, llega a sudar copiosamente cuando se trenza con algún problema esquivo.
Es como aquella bellísima metáfora de Vercors: El silencio del mar
. En esa calma aparente (el oleaje, a pesar de todo, no deja de ser una forma de calma) y en ese silencio infinito que el rumor y ni siquiera el rugido podrán romper, late un verdadero maremágnum de vida, de millones de millones de seres que van y vienen, se debaten, sufren y gozan, en esa impasibilidad fingida, en silencio. Y los cardúmenes de ideas atravesaban, de parietal a parietal, la masa encefálica de Moisil, entrecruzándose, enfrentándose a tintoreras, pulpos y pirañas. Y también la surcaba algún velero, que era el que veíamos quienes íbamos a sus clases (eso de la masa encefálica es un decir, porque cada vez estoy más convencido de que el matemático piensa con todo el cuerpo y, si puede, con los muebles de alrededor).
Pero las matemáticas, el pensamiento matemático, se parece al mar no sólo en su interior, en sus agitadas profundidades. También se parece al espectador melancólico que desde tierra firme, desde el acantilado, se deja encantar por la llanura verde, azul y gris del agua. Y se parece en su soledad. Yo no creo que haya oficio más solitario que el del matemático.
El matemático puede dar y tomar cursos y participar en seminarios, discutir con sus colegas, escribir artículos y leer los de otros, atacar un problema conjuntamente con otros, pero las verdaderas matemáticas sólo empezarán cuando se enfrente solo, armado de lápiz y papel, a su desafío, al problema que ha elegido o que lo ha elegido a él, contra el que se lanza o se le ha erigido en el camino. El trabajo en serio lo hará siempre en la más extrema soledad.
Como el alpinista de altura, el himalayista, con el que yo lo he comparado antes, que iniciará la expedición con un gran equipo y docenas de sherpas y cargadores, pero, a medida que se acerque a la cima, el equipo y las cordadas se irán reduciendo y los campamentos serán cada vez más pequeños, hasta que el ataque a la cumbre lo hará en solitario o, cuando mucho, con un acompañante, que va a ser más bien un testigo. El matemático, en sus propias alturas, ni con ese testigo cuenta.
En las otras profesiones, quien más quien menos, puede comunicar su mester, enlazarse con el otro, hablar de su trabajo. El ingeniero que llega a su casa a comer, después de haber pasado la mañana ejerciendo su oficio, puede platicar con su mujer y sus hijos qué ha estado haciendo. Sin entrar en detalles, podrá contar cómo es el puente que está construyendo, la carretera que diseña o la turbina que repara. Y lo mismo podrá hacer el médico o el poeta, el abogado o el contador.
El matemático, no. En la mesa tendrá que hablar de política, de deportes, de la economía familiar, de aquella vecina que se fugó con un chofer. O hablará de puentes, de medicina o de leyes. De matemáticas, no. Al menos no de las matemáticas que está haciendo. Nadie lo entendería. Ni siquiera ese otro matemático que ocupa el cubículo de al lado.
Quizás en eso reside el secreto, el encanto de las matemáticas. Finalmente, las grandes pasiones son siempre profundas, irremisiblemente individuales. Incompartibles.