— XV —
Es un misterio que no ha sido desentrañado: por qué las matemáticas, desde los primeros años de la escuela y para la mayoría de los niños, se convierten en el coco, en una especie de cucharada de aceite de ricino que les obligan a tomar diariamente y sin la cual no hay recreo ni lunch ni geografía ni educación física. Sin la cual no hay escuela.
Para casi todos, la aritmética y la geometría serán difíciles y desagradables. Serán difíciles porque son desagradables o desagradables porque son difíciles, quién sabe. Pedagogos y psicólogos se han roto la cabeza tratando de explicarlo, pero todo parece indicar que ha sido inútil. En algún momento de los años sesenta, como casi todo, apareció la teoría de que el problema se reducía a las mecanizaciones, al intento de hacer aprender una serie de reglas y procedimientos rígidos, como las tablas de multiplicar o el algoritmo de la división, de manera automática y aparentemente sin sentido, en los que el elemento esencial que debía poner el alumno en juego era la memoria abstracta.
Floreció entonces la corriente de la “conjuntivitis”, según la cual de lo que se trataba era de hacer “pensar”, “razonar”, al alumno, sin poner demasiado énfasis en los procedimientos algorítmicos. Las escuelas elementales se llenaron de libros en los que, con un lenguaje meloso so pretexto de accesible, se pretendía enseñar a las pequeñas víctimas, lógica, álgebra o topología. Se trataba, en el más puro espíritu conductista, de “motivar” —santa palabra para tan perverso fin— al niño. La punta de lanza de tal cruzada era la teoría de los conjuntos (de ahí su nombre). Los pequeños podían y tenían que “entender” qué era eso de una intersección o una aplicación. El resultado, como era previsible, fue la catástrofe. Los pequeños dejaron de aprender las tablas de multiplicar y no aprendieron a intersectar ni a aplicar. Las matemáticas siguieron siendo difíciles y desagradables, sólo que ahora, además, ya eran inútiles.
Algo parecido sucedió, al mismo tiempo, con la gramática, otro conjunto de reglas y procedimientos arbitrarios (al menos tan arbitrarios como los de las matemáticas), que quedó prácticamente relegado en un rincón del desván de los trebejos inservibles por obsoleta, tradicional y autoritaria. En su lugar se motivó —¡por supuesto!— a los infantes a que leyeran textos motivantes de nuestras luminarias literarias más preclaras (y más amables con el régimen, de paso). Los niños, por supuesto, no leyeron más y prácticamente dejaron de escribir.
La caligrafía de plano fue quemada en pira pública y su práctica, y aun su nombre, fueron borrados para siempre de los libros, los cuadernos y las aulas, con la enorme ventaja de que los errores de ortografía cuando los avatares de la vida lo colocan a uno en la situación límite de escribir algo a mano— se notan menos.
Proliferan las “escuelas activas” que, salvo honrosas y contadas excepcione, serán muy activas, pero tienen muy poco de escuela. En ellas se cultivó —y cultiva— un sentido ramplón, superficial y frívolo de la “actividad”. Al confundir el aprendizaje con el juego, se renunció al primero y se contaminó el segundo. Fueron suprimidos los uniformes —lo cual, en sí, puede ser razonable— pero, puestos a desuniformar, parece que consideraron que eso de que todos los niños dijeran que sieteporochocincuentayseis y pusieron los acentos sobre las mismas letras era una forma de uniformar y, como tal, también renunciaron a ella.
La conjuntivitis y el “activismo” conductista, ante el desastre, han ido perdiendo impulso, pero aún siguen existiendo guarderías disfrazadas de primarias, secundarias, preparatorias e incluso universidades en las que guardan y entretienen a los niños hasta los 24 años. Todo el aprendizaje salió maltrecho de tales experiencias pero, sin lugar a dudas, las más lastimadas fueron las matemáticas.
Mi madre, apasionada y apasionante maestra durante más de sesenta años, me decía que no había vuelta de hoja: el buen alumno lo era, en primer lugar, en matemáticas. El que la hacía con los números la hacía con todo lo demás (excepto, tal vez, en música y educación física, pero ese ya es otro asunto). Las matemáticas, afirmaba venciendo su propia incredulidad, eran el termómetro, el agua regia, con qué descubrir y medir eso que ahora prefiero llamar “inteligencia escolar” y que a menudo tiene muy poco que ver con la inteligencia a secas, cualquier cosa que eso quiera decir. La inteligencia escolar es cierta capacidad de aprender (de aprender lo que se enseña en la escuela, entendámonos) y de saber hacer cosas con lo aprendido, capacidad de crear.
Se ha dicho a menudo que el problema de y con las matemáticas es su “abstracción”. Algo hay de eso, sin duda, pero todo saber implica abstracción. El problema de las matemáticas es el problema del saber. En el límite del saber organizado, lo cual equivale a decir que es el problema del estudio. Es fácil decirle al niño que esa ranita que ve en la lámina se comió un mosquito; lo que ya no será tan sencillo es explicarle el metabolismo de los batracios ni el equilibrio de las cadenas biológicas ni la etología de los anuros. Para pasar de la lámina a la taxonomía o a la fisiología será necesario estudiar, generalizar y abstraer o al revés, que es lo mismo y, esto, a final de cuentas, podrá resultar tan tedioso, difícil y abstracto como las matemáticas.
Usted recordará sin duda la moda que cundió hace unos quince años a lo largo y ancho del planeta. Todos los niños y no pocos adultos andaban por la calle, en el salón de clases, en el metro y en el camión, en la mesa y hasta en la cama, con esos engendros infernales, esos cubos de plástico con cuadros de colores que debía uno girar y girar hasta que se le ampollaran las manos, con el ilusorio objetivo de igualar los colores de las caras. El cubo de Rubik. Si les hubiera usted dicho a quemarropa que estaban haciendo matemáticas, probablemente les hubiera echado a perder el gusto y lo hubieran arrojado sobresaltados, como si súbitamente hubieran descubierto que se trataba de una alimaña ponzoñosa.
Aquí entre nos, sin embargo, y para tranquilidad de todos, los rubikófilos no estaban haciendo matemáticas en el sentido estricto del término. Para hacerlo hubieran sido necesario, precisamente, que al igual que con la ilustración de la ranita, generalizaran y abstrayeran, pasaran del juguete al estudio de la combinatoria y del álgebra de grupos. Y eso no son habas, pero tampoco es nada del otro mundo. Es ahí donde necesitarían el rigor, el formalismo y la imaginación de las que hablé en la entrega anterior.
Y yo creo que por ahí van los tiros. Reconozco que el rigor y el formalismo, despojados de la imaginación, pueden ser bastante indigeribles. Y que a menudo son esas las matemáticas que le van recetando a uno. Todo el chiste, el placer, lo proporciona la imaginación. E imaginación es poder ver en ese galimatías de ecuaciones, postulados y teoremas un cubo brillante de colores. Y viceversa.