— XIV —
Permítame, dilecto lector, para ilustrar de lo que quiero hablar hoy, hacerlo pensar. Hacerlo pensar de manera distinta a la que suele pensar todos los días, quiero decir. Con tal propósito le voy a poner un problema, un problema matemático, por supuesto. Un torito: a ver si como ronca duerme.
Desgraciadamente la Sección Editorial de Excelsior aún no admite otros dibujos más que los de Sagástegui y Marino; por lo tanto, tendrá usted que hacer doble acopio de imaginación. A la ya requerida para resolver el problema, necesitará añadir otro tanto con el fin de entender el planteamiento. De hecho, como dice la locuaz sabiduría popular, “mal no ignorado, a mitad curado”. En matemáticas, como en la vida, podríamos decir “problema bien planteado, a mitad solucionado”.
Así pues, imagine que tiene usted que alfombrar el piso de una habitación cuadrada que mide cuatro metros por lado y cuenta para ello con unas piezas rectangulares de alfombra de un metro por 50 centímetros. Hasta ahí todo bien. Un cálculo elemental le hará ver que la habitación mide 16 metros cuadrados, que cada pieza de alfombra mide medio metro cuadrado y que, por lo tanto, necesitará 32 de tales piezas para cubrir todo el suelo, y podrá usted ponerlas de muchas formas distintas, a la manera de un mosaico (una buena pregunta sería de cuántos modos se puede hacer esto, pero pasemos). Ahora bien, las cosas no son tan fáciles (desgraciada o afortunadamente, nunca lo son). Resulta que la habitación en cuestión tiene en dos esquinas diagonalmente opuestas, dos grandes columnas cuadradas de medio metro por lado, de modo que la planta del cuarto es como un cuadrado al que le “faltan” dos esquinas, y cuya área es sólo de 31 metros cuadrados. La pregunta es esta, ¿cómo le hace para alfombrar la habitación?, en el entendido de que no se vale cortar ni sobreponer las piezas de alfombra y que, por supuesto, todo el piso debe quedar cubierto.
Debo vencer la tentación de no darle la respuesta y dejarlo que “ahí” se haga bolas usted, pero me temo que entonces el ejemplo no cumpliría los propósitos de poner en evidencia esa tercera cara de la moneda matemática y de cuya existencia hablé la semana pasada. Lo que sí haré es hacérsela tantito de emoción y reservársela hasta el final del artículo, para que así quede en el “pase”, en otra página —a la manera de los problemas de ajedrez del perverso Xicoténcatl—, y así ayudarlo a usted a vencer a su vez la tentación de acudir inmediatamente a ella, antes de haberse quebrado tantito la cabeza.
Le aconsejo que haga un dibujo de la planta de la habitación y vaya intentando cubrirla con diferentes arreglos de las piezas de alfombra. A lo mejor podrá llegar a una conclusión relativamente rápida. Lo difícil será hacer consistente esa conclusión. La dificultad, en todo caso, no estriba en los conocimientos o en la experiencia necesarios. Conocimientos, la solución requiere de muy pocos, y esos pocos sin duda usted los posee. Y no creo que nadie pueda vanagloriarse de tener “experiencia” en un problema como este. Así que no se desanime y dele vueltas un rato.
Un problema matemático es un regalo; es como un juguete con el que puede uno pasar momentos maravillosos. Lo tiene uno que voltear, estirar, romper, volverlo a pegar, lavarlo, pintarlo, lanzarlo al aire, hacerlo rebotar, guardarlo en el refrigerador, hervirlo, llevarlo en el bolsillo, irle dando pataditas por la banqueta, si se deja, darle mordiscos, dormir con él, sobarlo, manosearlo, odiarlo y quererlo. Si encuentra uno la solución, se verá recompensado con una gratificación difícilmente igualable, semejante al del alpinista que corona una cumbre o al de aquel que finalmente consigue una cita con aquella mujer tan deseable como arisca (o con aquel hombre, por supuesto, ínclita lectora feminista). Cuanto más inaccesible sea la montaña o la mujer (o el hombre, entendidos. Esto del feminismo es tan justo como pesado). Y más grande el esfuerzo invertido, mayor será la satisfacción. Con los problemas matemáticos es la misma cosa. Sin embargo, no será sin cierta tristeza como se va a alcanzar la solución. El juguete habrá perdido su gracia, su función. Y, si le agarró uno el chiste, habrá que arrinconarlo cariñosamente y buscarse otro (¿pasará lo mismo con las montañas, las mujeres y los hombres?).
Pero si a pesar de todo no consigue uno resolverlo, el denuedo no habrá sido en vano. Lo bailado ni quien se lo quite. Y así, además, cuando exhausto, fastidiado, impaciente e incrédulo, recurra a la solución —si existe y se conoce— podrá gozarla y apreciarla en todo su valor. Y la contemplará con admiración, envidia y una cierta rabia. Y lo más importante: en la tenaz búsqueda de la solución habrá usted descubierto mil cosas nuevas, mil posibilidades, que tal vez tengan que ver poco con esa solución, pero que lo habrán enriquecido más y le habrán procurado más placer que ella misma.
Imposible no citar aquí ese poema que me es tan caro y entrañable: El viaje a Itaca, del enorme Konstantinos Kavafis. No lo sé de memoria, pero viene a decir algo así:
Cuando partas hacia Itaca procura que el viaje sea largo,/ que sean muchas las madrugadas/ y los puertos en los que recales./ Que conozcas mucha gente/ y aprendas de los que saben./ Que tengas que vencer muchas dificultades y desfallecimientos./ que tu viaje dure muchos años./ Cuando llegues a Itaca/ descubrirás que es una isla desierta./ Pero no te enojes con ella./ Itaca te ha dado lo más precioso: el viaje./ Sabio como te harás vuelto/ ya sabrás lo que valen las Itacas.
Yo no sé si existe una Itaca matemática y si sea una isla yerma. Sí me consta esa travesía interminable y maravillosa, plagada de puertos, madrugadas, dificultades y sabios. De hecho Kavafis no hace sino retomar el viejo proverbio de sus antepasados marineros: “Navegar es precioso, vivir no es preciso”. O, en otras palabras, vivir sólo tiene sentido si se navega. Y las matemáticas son un gran viaje.
Para seguir la metáfora náutica, digamos que el rigor, esa primera cara de la moneda matemática de la que hablé hace una semana, son las normas estrictas de navegación. El formalismo, la segunda cara, es el bajel, su velamen y aparejos. La ruta, el derrotero, en el viaje a Itaca y en matemáticas, lo señala la imaginación.
Esa es la tercera cara de la moneda: la imaginación. Es la imaginación la que permite el viaje. Es el viaje mismo. Ceñida por el rigor y el formalismo, la imaginación matemática se constituye en una aventura apasionante. Sin esa imaginación, el navío matemático sería un remolcador de puerto o, con tantito chance, un guardacostas.
Y para que vislumbre el papel de la imaginación en matemáticas, déjeme decirle, finalmente, la solución (una solución, pues a lo mejor hay otras) al torito con el que inicié este artículo.
Imagínese —pues de eso se trata— que el piso de la habitación es un tablero de ajedrez, con cuadros de 50 centímetros de lado, alternadamente blancos y negros, y al que le faltan los de dos esquinas diagonalmente opuestas. Por lo tanto, cada uno de los pedazos de alfombra, colóquelos usted como los coloque, cubrirá un cuadro negro y uno blanco. Así que en cualquier arreglo posible habrá el mismo número de cuadros negros y blancos tapados. Ahora bien, las esquinas contrapuestas de un tablero de ajedrez tienen el mismo color, así que el que corresponde a la estancia en cuestión tendrá 32 cuadros blancos, digamos, y sólo 30 negros, por lo que es imposible cubrirlos todos.
¿Qué le parece? La cosa no puede ser más sencilla (que no quiero decir fácil, pero ese ya es otro asunto), elegante e indiscutible. Si me hizo caso y meditó tantito el problema antes de leer esta resolución, la apreciará en toda su belleza. Si no, no. Así pues, la habitación no puede ser alfombrada de esa manera y tendrá que ponerle moqueta o duela.
Ya le decía yo la semana pasada que no había nada más diferente de una computadora que un matemático, y ya me dirá usted a qué computadora, con qué endiablado programa, se le va a ocurrir pintar de colores el suelo para hallar la solución a este notable acertijo. Y es que esa combinación de rigor, formalismo e imaginación que son las matemáticas, da resultados verdaderamente deslumbrantes.