— XIII —
Un político, un economista y un matemático deciden viajar de México a Veracruz en tren. Después de algunas horas de marcha del pernicioso caballo de acero, los temas de conversación parecen haberse agotado y los tres contemplan ensimismados el paisaje. Poco antes de llegar a Angelópolis, el político les hace ver que en medio de un gran rebaño que pasta cerca de la vía, hay una oveja más negra que su conciencia. Más tarde, pasando Tehuacán, otro ovino azabache avanza sobre la ladera y se ofrece a la vista de los viajeros, a lo cual, el político, ni corto ni perezoso, exclama: “Miren: otra oveja negra. ¡Puebla está llena de ovejas negras!” A lo que el economista, meneando significativamente la cabeza, lo amonesta: “Por el amor de Dios, hombre, seamos serios. El estado de Puebla debe tener unos 60,000 kilómetros cuadrados. Llevamos viéndolo unas tres horas. Teniendo en cuenta que el tren viaja a unos 50 kilómetros por hora y que el horizonte se encuentra, en promedio, a unos tres kilómetros, quiere decir que hemos visto unos 450 kilómetros cuadrados, o sea como un cientotreintavo de la superficie total, y en ella hemos observado dos ovejas negras, por lo que podemos deducir que en todo el estado debe haber, más o menos, unas 260, lo cual de ninguna manera es una cantidad enorme, y mucho menos te autoriza a declarar que esté lleno de ovejas negras”.
Cuando el político levantaba las cejas desconcertado y un tanto avergonzado, el matemático, solemne y con cierta benevolencia paternal, terció para sentenciar: “Caballeros, calma. Me sorprende que personas adultas y formales se entreguen a tales exageraciones irresponsables, faltas de toda base y seriedad. Lo único que podemos afirmar en plena certeza, amigos míos, es que en el estado de Puebla existen al menos dos ovejas, una de cuyas mitades es negra”.
La fábula, dejando de lado cualquier consideración de lo que pudiera sugerir acerca de los políticos y los economistas y de sus respectivos estilos de razonar, pone de manifiesto, caricaturizándola con elegancia, una de las tres caras de la moneda matemática: el rigor. Las matemáticas son, tal vez ante todo, eso: el dominio del rigor estricto (como si pudiera existir, en rigor, un rigor no estricto).
Hace dos o tres artículos decía que las matemáticas eran un lenguaje y poseían su propia gramática. Ciertamente así creo que es, sólo que se trata de un lenguaje que no admite metáforas. En las matemáticas no hay significados laterales o eso que los lingüistas llaman rasgos supranacionales.
En pocas palabras, no hay lugar para la interpretación, en todo caso, no para la interpretación que otorga una cierta libertad de elección al sujeto. Al sujeto en tanto creador del texto matemático, como en cuanto receptor del mismo. Ni Puebla está llena de ovejas ni hay unas 250. O —y eso es lo peor— a lo mejor sí, pero es algo que al matemático que mira por la ventana del vagón le está vedado afirmar (en su condición de matemático, entendámonos).
Cuando se habla —y es frecuente— de interpretar una determinada afirmación o resultado matemático, nos referimos a algo definitivamente distinto a aquello que hacemos cuando “interpretamos” un texto filosófico, una película, el cuadro clínico de un enfermo, un poema o una noticia en el periódico. La interpretación en matemáticas se limita a detectar la repercusión de un postulado o una conclusión en el resto del edificio. Pero siempre en el marco de la propia matemática. La interpretación no permite, como en los otros casos que acabo de mencionar, pasar de un dominio a otro. La interpretación matemática va guiada en su prudente viaje por la segunda cara de la moneda matemática: la estructura formal de todo ese edificio, el formalismo.
Permítame acercarme a los límites del formalismo matemático mediante otra historia, pareja (no en el sentido de iguales) de la que le narré al principio.
Nuestro buen matemático se encuentra nuevamente de viaje (como si los matemáticos viajaran tanto), esta vez en compañía de un ingeniero y de un físico (y como si viajaran siempre acompañados de amigos profesionales). En las respectivas habitaciones del hotel en que se hospedan, se declara simultáneamente un pequeño incendio (no me pregunte por qué) y el olor del humo los despierta. El ingeniero se precipita al baño, llena una cubeta con agua y la arroja sobre las llamas, que se extinguen inmediatamente. Agitado y aliviado, se acuesta de nuevo para retomar el sueño. El físico, al percatarse de que hay fuego en su habitación, se pone a considerar la situación. Evalúa en primer lugar la magnitud y peligrosidad del percance. para identificar, por el color de la flama y el comportamiento de la combustión, cuál es el origen del siniestro y la naturaleza de los materiales que empiezan a ser pasto de las llamas, para decidir cuál es la mejor manera de extinguirlas. Si bastará con soplarles, si es más conveniente echarles agua, sofocarlas con una cobija, ir por un extintor, avisar a la administración o directamente a los bomberos o, de plano, tirarse por la ventana. Después de un breve pero minucioso examen, decide ir al baño, llenar una cubeta con agua y arrojarla sobre la conflagración, con lo que consigue apagarla. Satisfecho, regresa al lecho a continuar con su más merecido que nunca descanso.
El matemático, al percatarse de que hay fuego en su habitación, se dirige, asustado y apresurado, al baño; mira la cubeta, abre la llave del agua y cuando ve el agua correr, se le ilumina el rostro con una gran sonrisa de alivio y exclama: ¡Ah, la solución existe!” y, sin más, recobrando la calma, tranquilamente se vuelve a meter en la cama.
Formalmente, el problema está resuelto. El resto no merece ni esfuerzo ni comentario. El formalismo no sólo le permite al matemático actuar con rigor, sino que al mismo tiempo le ahorra el tener que ver con la repetición, la rutina, la mecanización. Una computadora también es rigurosa y formal (hasta cuando tiene virus), pero para ella el formalismo es precisamente la rutina, el algoritmo. Paradójicamente no hay nada más diferente de una computadora que un matemático.
Y la diferencia la hace precisamente la tercera cara de la moneda. De ella hablaré la semana que viene.