— XII —
El artículo de la semana pasada parecía decir (y lo parecía sobre todo porque lo decía) que la polémica entre Newton y Huygens sobre la naturaleza de la luz habría sido resuelta por Maxwell, y no es así. De hecho no fue sino años después, ya atravesando el umbral del siglo XX, que Max Planck y Albert Einstein zanjaron definitivamente, al menos en apariencia, la cuestión, cuando a partir de los trabajos de Maxwell y de las propiedades electromagnéticas de la luz, plantearon la existencia del “parque de luz”, el fotón.
La distinta manera en que Planck y Einstein abordaron el problema es ilustrativo, y pone de relieve una situación desconcertante. Por un lado, deja claro hasta qué punto la física y las matemáticas están indisolublemente correlacionadas y, por otro, marca la distancia, la enorme distancia, que separa las matemáticas de las otras ciencias, las ciencias experimentales, y en particular de la física. Yo no sé si la física es la hija, la hermana o la madre de las matemáticas. Pero en todo caso es una relación familiar tan estrecha como conflictiva, como en tantas relaciones familiares. Imagine a dos hermanas siamesas con gustos, caracteres y hábitos totalmente distintos y a menudo antagónicos y piense en lo que eso puede dar. Yo me inclino por ver a la física y la matemática como tales siamesas.
Para Planck, el “quanto de luz” fue la solución matemática a un fenómeno hasta entonces, y con los modelos e hipótesis existentes, inexplicable: la radiación del cuerpo negro. Aunque hoy ya es explicable, no está entre mis intenciones —ni mis posibilidades— dar esa explicación, que desborda con mucho el marco de esta serie. Digamos sólo que la luz interior del susodicho cuerpo negro (reconozca usted que la sola imagen no deja de ser sugerente) presenta una distribución de frecuencia, un “espectro”, que la teoría ondulatoria clásica no podía descifrar. Planck planteó entonces una hipótesis matemática estrambótica coherente con el extraño comportamiento observado en el experimento. La hipótesis era de que la luz no se transmitía “a granel”, sino que venía clasificada, empaquetada y etiquetada. Para él, sin embargo, no se trataba sino de un recurso lógico formal, matemáticamente “válido”, que no se sabía a qué demonios correspondía en realidad y en la realidad.
Algunos años después Einstein homologó y otorgó carta de legitimidad física al planteamiento de Planck y afirmó la existencia “objetiva” de lo que él mismo bautizó como fotones. Fue el paso de la muerte, del potro domado —a medias— de las matemáticas, al potro desbocado de la física. A estas alturas podrá usted legítimamente preguntarse, dilecto y desconcertado lector, qué sentido tiene plantearse la existencia real de algo que no se ve (es precisamente a través de los fantasmales fotones que podemos ver) ni se oye ni huele ni sabe ni se siente. Es decir, cuya realidad podemos comprobar sólo de manera indirecta, mediante sus efectos sobre terceros cuerpos. A eso se le llama el efecto, para seguir con lo negro, de la caja negra. Tan legítima es su pregunta, que desde entonces filósofos y hombres de ciencia no cesan de planteársela, y sus posibles respuestas han dividido a los pensadores en bandos adversarios acérrimos que sostienen debates tan encarnizados como bizantinos.
La presencia de los fotones en la naturaleza fue “demostrada” a base de experimentos cuyo resultado podía ser predicho gracias a la teoría de los fotones y no de otra manera. Al menos no de otra manera que se le haya ocurrido a nadie, hasta ahora. En particular gracias al llamado efecto fotoeléctrico, descubierto por el propio genio de Ulm y que le valdría el Premio Nobel. El efecto fotoeléctrico, como su propio nombre lo quiere indicar, es la propiedad de la luz de poderse convertir en corriente eléctrica. Debido a él existen hoy mil artilugios tecnológicos, las ya banales “celdas”, que permiten desde el sonido de los cines hasta ese como foquito que impide que se cierren las puertas de los elevadores cuando alguien está entrando o saliendo (aunque si Einstein hubiera vivido en estos días en nuestro país, y hubiera padecido la impertinencia y agresividad de las puertas de algunos elevadores, a pesar del foquito de marras, me temo que hubiera concluido que estaba equivocado).
De hecho, lo que sucede es que la luz a veces se comporta como ondas y a veces como partículas, lo que quiere decir que no es ni una cosa ni la otra. El apego a las palabras y a las tradiciones, que a fin de cuentas viene a ser lo mismo, produce a menudo estas nociones sincréticas a las que el proceso del conocimiento parece estar condenado. Si pudiéramos comunicarnos a través de la “güija” con el buen Newton y el mejor Huygens, allá en el limbo de los científicos, donde deben continuar indomables su discusión, podríamos decirles que ya le paren, en buena onda, que ambos tenían razón, y en mala, que ninguno la tenía.
Lo que aquí se dirime es precisamente el alcance de ese “tener razón” o de la razón a secas. Y los criterios de razón, en físicos y en matemáticos, a pesar de verse eterna e irremisiblemente constreñidos los unos por los otros, son diferentes.
Los primeros son guiados por el prurito de “congruencia”, es decir consistencia hacia afuera. La congruencia es siempre de una cosa con otra. A los físicos les es necesario que sus construcciones, sus modelos, sus estructuras, por muy matemáticas que sean, correspondan, estén conformes con otra estructura (que a lo mejor ni existe como tal, pero ese ya es otro berenjenal), la estructura de la naturaleza.
A los segundos, en cambio, les preocupa la “coherencia”, la consistencia hacia adentro. La coherencia es siempre con uno mismo. El problema de los matemáticos es el rigor, la legitimidad, el respeto de las reglas con las que la propia matemática se dota.
Las matemáticas finalmente son eso, ante todo: una gramática. Poseen un tesoro, un conjunto de términos, más o menos, o de plano no definidos, y una sintaxis, un conjunto de reglas para relacionarlos, para construir correctamente frases y oraciones matemáticas.
Si los físicos son cronistas, los matemáticos son poetas.