— XI —
Las paradojas son cuarteaduras, rajaduras en la corteza de la realidad, a través de las cuales se puede penetrar al interior, a otros niveles de esa realidad, por debajo de la apariencia. Déjeme hoy, amable lector, abusando de su paciencia, plantearle un par de esas paradojas para tratar de identificar el papel que juegan en la constitución de eso que llamamos matemáticas y aproximarnos al vínculo extraño que ata a estas últimas al mundo. Las voy a exponer en orden inverso al que aparecieron en las preocupaciones de los hombres (de los hombres preocupados), en un intento de dar continuidad a la discusión que inicié la semana pasada sobre el papel del experimento en la conformación del pensamiento científico.
De Isaac Newton son tantas las cosas que se pueden decir que más valdría no decir nada. Digamos que para muchos es el más grande de cuantos científicos hayan jamás existido. Al margen de esas clasificaciones de “el más…”, un tanto abyectas, más dignas de los Juegos Olímpicos y de los concursos de Miss Universo, y a las que tan afectos somos los mexicanos, digamos que las ideas de Newton ejercieron, y siguen ejerciendo, una influencia extraordinaria en el pensamiento físico y matemático de los últimos trescientos años.
El holandés Cristian Huygens fue otro gran y polifacético científico posrenacentista, contemporáneo de Newton. Ambos, Newton y Huygens, pasaron una buena parte de sus vidas peleándose, como un matrimonio mal avenido, sobre un enigma ciertamente seductor: la naturaleza de la luz. El primero afirmaba que la luz estaba compuesta por partículas; el segundo, que se trataba de ondas. Sir Isaac negaba categórico y malhumorado que pudiera tratarse de ondas, pues estas “dan la vuelta a las esquinas”, es decir rodean los obstáculos que se les interponen, como el sonido o las olitas que produce una piedra sobre un estanque, y la luz definitivamente no lo hace. La luz crea sombras nítidas (si la puerta está abierta, usted puede escuchar lo que se dice en el cuarto de al lado aunque no pueda ver a quien habla). Huygens, por su parte, afirmaba, con el aire superior y socarrón, que si la luz fueran partículas, como lo afirmaba esel imberbe inglés, dos haces luminosos al intersectarse chocarían entre ellos desviándose en distintas direcciones, lo cual ciertamente no hacían. Los rayos de luz se cruzaban a todas luces, sin interferirse.
Tuvieron que pasar casi dos siglos para que esta paradoja fuera desatada o, para seguir en la imagen del primer párrafo, penetrada. Y lo notable es que su “resolución” no se debió a quién sabe qué ingenioso experimento que zanjara definitivamente entre las dos hipótesis, sino, sorprendentemente, a un artificio matemático.
En efecto, gracias a los trabajos del físico escocés James Clerk Maxwell, entre otros, la luz pudo ser concebida como integrada por “partículas ondulatorias”, paquetes de ondas: los enigmáticos fotones. Esta solución, que sin duda habría sorprendido pero difícilmente satisfecho a los dos sabios querellantes, permitió levantar las dos objeciones y, hasta la fecha, explicar convenientemente todos los experimentos realizados sobre la conducta del rayo de luz. Esto no excluye, por supuesto, que en el futuro sea observada, ya sea en experimentación propiamente dicha o en observaciones astronómicas, alguna particularidad en su comportamiento que obligue a desecharla o modificarla, pero eso ya es otra historia.
Todo el intríngulis de la cuestión reside en el uso de la palabra “artificio” en el párrafo anterior. ¿Las ecuaciones de Maxwell son eso, un ingenioso juego de prestidigitador, un modelo “artificial” y operativo que permite, entre otras cosas, resolver salomónica y paradójicamente el paradójico litigio entre Newton y Huygens o, al contrario, pertenecen a la realidad, son una de sus proyecciones, de sus perspectivas, y reflejan “objetivamente” la naturaleza, es decir, son “naturales”?
No se haga ilusiones. Ni por asomo voy a intentar proponer algo que se parezca a una respuesta a esta disyuntiva que, aquí entre nos, me temo que sólo puede ser satisfactoriamente abordada en términos tan desconcertantes y escurridizos como los propios fotones.
En lugar de respuesta, permítame exponerle la otra paradoja. Es mucho más antigua y, probablemente, la más célebre de cuantas se han planteado. Se la debemos a Zenón de Elea, en pleno siglo de Pericles, el V antes de nuestra era. En ella, el buen y perverso de Zenón se plantea demostrar, nada menos, que el movimiento no existe.
El mítico y atlético Aquiles se dispone a entablar una carrera con una tortuga (pobre faena, digámoslo, para un guerrero que se precia). Digamos que la velocidad del vencedor de Troya es de 10 m/s (una especie de tortuga ninja, vaya, en desagravio de Aquiles). Para que no le digan ventajoso, el héroe de la Ilíada da una ventaja inicial de 10 metros, a su insolente adversario (no dirán que no es generoso). A una señal convenida, parten ambos corredores. La tesis de Zenón es que Aquiles nunca alcanzará a la tortuga.
He aquí el razonamiento de su aporía, como le gustaba llamarla a Zenón: cuando el hijo de Tetis haya recorrido los 10 metros que le separaba inicialmente del intrépido reptil, no lo habrá alcanzado, pues esta ya habrá avanzado, entretanto, 1 metro. Cuando el del talón frágil haya recorrido este metro, tampoco habrá llegado a su altura, pues el persistente bicho ya se habrá movido un centímetro. Y así sucesivamente, ad infinitum; cada vez que Aquiles recorre la distancia que lo separa de la tortuga, esta se habrá adelantado un décimo de esa distancia. De donde la conclusión de Zenón: Aquiles no alcanza nunca a la conchuda.
Por supuesto, un defensor de las ciencias experimentales dirá que bastará con conseguir un corredor lo bastante abusivo y una tortuga lo bastante dócil para hacer el experimento y demostrar que sí la alcanza, y poner así en evidencia que quien está mal es el ancestro del de los caldos y que el movimiento no sólo existe, sino que sus reglas, al menos en estos niveles, están bastante bien establecidas. Pero no se trata de eso, Zenón lo que quiere demostrar no es la inexistencia del movimiento, sino la del razonamiento, en todo caso la del razonamiento confiable.
Si el pleito de Newton y Huygens tuvo que esperar doscientos años antes de ser razonablemente zanjado, el desafío de Zenón tuvo vigencia durante 2200, hasta el siglo XVIII cuando se pudo demostrar que la suma de un número infinito de términos no necesariamente da un resultado infinito. En nuestro caso, el tiempo que emplea Aquiles en recorrer los primeros 10 metros, es de un segundo. El segundo tramo, de un metro, le llevará 0.1 segundo.
El tercero 0.01, y así sucesivamente. Se trata efectivamente de infinitos términos, pero su suma no es infinita, sino que vale, como podrá usted comprobarlo fácilmente, 1.111…, o sea 10/9 de segundo, que es el tiempo que necesitará el verdugo de Héctor para alcanzar a su iluso rival.
Todo el problema reside, pues, en ese “nunca” que utiliza un poco desparpajadamente el sofista pero al que no podemos reclamar el que no conociera el concepto de serie infinita convergente, entidad matemática compleja, sólo concebible después de muchos siglos (22, para ser exactos) de darle vueltas al asunto y, sobre todo, de construir toda clase de conceptos y herramientas.
En el enigma de la luz, la paradoja la brinda el experimento. En el de Aquiles y la tortuga, el razonamiento. En uno y en otro, sin embargo, la cuestión es la misma: el lugar y las posibilidades del saber. Y en particular del saber matemático. Ya sean series infinitas o ya ondas electromagnéticas, el matemático no cesará de poblar ese mundo mágico, intrincado y fascinante, de nuevos seres con los que después no tendrá más remedio que convivir. Y los observará, los estudiará, los analizará, los apareará y, sobre todo, los querrá. Todo el quid está ahí. ¿Agarra usted la onda?