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Hoy, por fin, aterrizo. O, para ser más modesto y más preciso, empiezo a aterrizar. Cuando inicié esta serie, hace ya dos meses y medio, la titulé Los Matemáticos porque me proponía hacer un homenaje a la Sociedad Matemática Mexicana, con motivo de su quincuagésimo aniversario, como dicen que se debe decir.
En ningún momento he renunciado a mi objetivo inicial, pero al meditar sobre la condición del matemático, sobre los motivos que llevan a esos hombres y mujeres extravagantes, yo entre ellos, a dedicar su vida a resolver pasatiempos, me vi enfrascado en una reflexión —que amenazaba con hacerse interminable si no hubiera decidido, harto e insatisfecho, ponerle término— sobre el papel de la ciencia en general. Me puse a darle vueltas, a volar en círculos, para seguir con la metáfora aeronáutica, sobre la relación entre la investigación científica y la vida social del hombre, sin acabarme de decidir a enfilar el callejón de aterrizaje.
Ahora que me decido, me doy cuenta de que efectivamente no es fácil, pues la pista que de antemano escogí, la de las matemáticas, se halla en un lugar insólito de ese aeropuerto ya de por sí intrincado y mal señalizado que es el mundo de la ciencia.
Para empezar, y para que se dé uno idea de la magnitud de las dificultades que preciso afrontar, ni siquiera es del todo seguro que la pista de marras se encuentre en el aeropuerto en cuestión. Numerosos pensadores-pilotos que se han ocupado del tema, André Maurois y Richard Feynmann entre ellos, asegu-
ran, como quien no dice nada, que las matemáticas de plano no son una ciencia.
Los científicos, aseguran quienes comparten esa opinión, se ocupan de la naturaleza, de descifrar sus secretos y establecer sus leyes, en los dominios más complejos y sutiles que se le pueda a usted ocurrir, y con los métodos más modernos, indirectos y alambicados que se les ocurran. Pero, finalmente, de eso se trata la ciencia, de la relación entre el hombre y su entorno, entre el sujeto conocedor y el objeto conocible.
Y resulta que a los matemáticos no parece preocuparles demasiado la naturaleza ni los enigmas mundanales que aquella pueda plantear. Los matemáticos sólo se preocupan y ocupan de las matemáticas. A la manera de nuestro entrañable Min Li Ren, de cuyas aventuras, venturas y desventuras escribí la semana pasada, únicamente les interesa cazar los dragones que su propia imaginación desbordada ha engendrado y dejar para los demás la tarea de hacerse cargo de otras criaturas más mundanas y comestibles.
Ya dije, en entregas anteriores, que en cierta medida, todas las ciencias de hoy comparten, de una manera u otra, esta actitud. Los científicos actuales, al contrario de sus antecesores clásicos o renacentistas, miran más hacia el interior del edificio de su propia disciplina que hacia afuera. Y esto es válido para ciencias tan aplicadas —tal vez sería mejor decir aplicables— como se quiera: la física, la química o la biología. La diferencia con los matemáticos estriba en que estos se toman en serio la susodicha actitud, se la creen, la llevan a sus últimas consecuencias.
Una de las secuelas más sobresalientes de esta postura (en los dos sentidos: tanto en el de disposición como en el de situación) de las matemáticas, es el de que su disciplina carece del rasgo que pensadores como Feynmann y Maurois consideran el característico, definitorio, de la actividad científica: el experimento, la experimentación.
En efecto, todas las ciencias naturales, que ya quedamos que son —dejando de lado, por el momento, el caso de las matemáticas— las ciencias a secas, tienen una estructura epistemológica, es decir que establecen una relación indisoluble entre conocimiento y verdad. Y esa verdad que da sentido y consistencia a su estudio y conclusiones, o sea a su conocimiento, es ajena al campo de su propia disciplina. La verdad está en el mundo, es “objetiva”, y de lo que se trata es de aprender, desentrañarla. Los criterios de verdad que permitirán adoptar o rechazar una nueva proposición científica son igualmente exteriores. Es la naturaleza, la realidad objetiva, la que en última instancia dictará sentencia sobre la veracidad de un postulado.
Y la piedra de toque, el agua regia que permitirá escuchar la voz de la naturaleza, el dictamen de la verdad, es precisamente la experimentación. El investigador tendrá que someter sus hipótesis al examen del experimento, antes de validarlas.
Aquí es imposible dejar de hacer una salvedad que tal vez nos ayude en discusiones posteriores. La cuestión cae casi por su propio peso: el experimento valida la hipótesis, de acuerdo, ¿pero quién o qué valida el experimento? La realidad objetiva deberá juzgar sobre la veracidad de un postulado, pero la experimentación científica es el único examen que es diseñado por el examinado, el científico, y no por el examinador, la naturaleza.
Ya no sé dónde leí la anécdota de aquel joven estudiante en Cambridge, Federico Sabina, quien descubre, sorprendido y satisfecho, que si bebe suficiente Coca-Cola con whisky se emborracha. Intrigado, decide experimentar. Bebe Coca-Cola con ginebra y se emborracha, bebe Coca-Cola con ron y se emborracha. No hay duda, concluye, la Coca-Cola. emborracha.
Por supuesto, habrá quien argumente en contra de tal experimentación, y alegará a favor de las reglas elementales de la comprobación científica, del contraexperimento, que en el caso de Sabina consistía en tomar Coca-Cola sola, etc. Pero esto no zanjará la cuestión. Las ciencias naturales seguirán atadas a esa estructura bamboleante que es la verdad objetiva.
Los matemáticos, para bien o para mal, están libres de ese lastre. Para terminar con otra metáfora aeronáutica, su globo vuela más alto, es más ligero, pero es más caprichoso. La experimentación, la confrontación con la realidad, no es su problema. La verdad querrían definirla ellos. Que fuera su verdad. Bien quisieran que los dejáramos tranquilos: allá los matemáticos y sus verdades. Y así sería si no fuera porque, al margen de ellos, y a menudo a pesar de ellos, todo parece indicar que las matemáticas sí están en la naturaleza.
Si algo le gusta a un matemático son las paradojas. Le fascinan las paradojas. Son los amantes de las paradojas. Si quiere usted hacer feliz a su matemático, regálele una paradoja. Y precisamente de esa insuperable, fundamental paradoja que constituye su lazo con el mundo real, nace la extraña condición del matemático.