— IX —
Ya hace tiempo relaté en estas mismas páginas la vieja parábola china, al discurrir sobre la función y las características del trabajo universitario. La relación entre la universidad y la ciencia es compleja y estrecha. Al discutir la naturaleza del quehacer científico, la historia de los cazadores de dragones exige a gritos ser repetida.
Hace muchos años, Min Li Ren partió de su aldea para dirigirse a Nankín. Era muy pequeño y había tenido el privilegio de ser aceptado en el Gran Colegio Imperial de Cazadores de Dragones. Ahí pasaría lo que le restaba de niñez, toda su juventud y una buena rebanada de su vida adulta aprendiendo todos los secretos, técnicas y matices del refinado arte y la compleja ciencia de cazar dragones.
Un verdadero desafío le esperaba. Fueron muchas las noches en vela que debió pasar, muchas las tentaciones de abandonar que debió vencer, muchas las horas que transcurrieron mientras escuchaba a los más viejos y célebres cazadores de las esperpénticas fieras, sometido a la más estricta disciplina y a la más intransigente austeridad.
Mes tras mes, año tras año, Min fue superando todas las dificultades, mientras soñaba ilusionado en el día en que podría enfrentarse con los monstruos. Finalmente consiguió absolver, con los máximos honores, el Colegio Imperial. El propio emperador, en solemne ceremonia, le hizo entrega del título que lo acreditaba como cazador emérito, el más experto de cuantos hubieren existido entre el Yang-Tse y el Namur.
Min Li Ren, por fin, convertido en un hombre maduro, montado en su brioso corcel, abandonó el que fue su hogar tantos años y, tras una brevísima visita a sus ya ancianos padres, se lanzó a la búsqueda de los temidos engendros. Con paciencia indomable recorrió todas las Chinas, desde las campiñas mongolas hasta los acantilados del Tíbet, desde el Takla Magán a Tsinling, cruzó los ríos más caudalosos, escaló las más escarpadas cordilleras, atravesó desiertos infinitos. Ni rastros de dragón alguno.
Yllegó el día, muchos años después, en que Min Li Ren debió darse por vencido. Decepcionado, agotado y envejecido, tuvo que dar por terminada su infructuosa búsqueda. Regresó a Nankín y al Colegio Imperial, donde, para ganarse honorablemente el arroz de cada día y pasar los últimos años de su vida, se dedicó a lo único que realmente sabía: a enseñar, con abnegación y competencia, el noblilísimo arte de cazar dragones.
Cada vez que recuerdo esta bella fábula me pregunto cuál será su moraleja. Esta vez, sin embargo, me doy cuenta que quizás es mejor así, enigmática y abierta. Que cada quien la lea a su manera y, si quiere, saque la conclusión que le parezca más pertinente. En todo caso constituye, entre otras cosas, una magnífica ilustración de la naturaleza del trabajo científico. Los investigadores en las llamadas ciencias puras, y que en el artículo de la semana pasada llamé “duras”, van siempre, en efecto, tras la solución de los enigmas que su propia disciplina plantea, un poco al margen de la significación mundana de esos enigmas.
Día tras día surgen nuevas “aplicaciones” de los resultados científicos e, incluso, nuevas “ciencias aplicadas”, pero mucho me temo que hay una pequeña trampa en la denominación. El camino que va de la ciencia a la tecnología ciertamente pasa por algún lugar y es a ese lugar al que se le ha dado en llamar ciencia aplicada, al menos a sus primeros tramos. Se sugiere con ello que hay una especie de continuidad, de abanico con costillas finísimas que irían de lo abstracto a lo concreto, del instituto de investigación a las naves de las fábricas y que podemos discernir “niveles” de abstracción y aplicabilidad. Sin pretender discutir dónde podríamos situar el punto de ese camino en que la ciencia deja de serlo y se convierte en tecnología (supongo que su localización y características dependen de cada disciplina específica), me parece indiscutible que ese punto existe, que la continuidad de ese abanico tiene solución, que se rompe siempre en algún lugar, en ese punto.
Te Hikira, notable filósofo nipón de la ciencia, considera que la diferencia fundamental entre ciencia y tecnología es teleológica. En el caso de la primera, el blanco, los objetivos, los criterios y los métodos de la investigación están determinados por la ciencia misma, por esa red completa que forman los resultados ya obtenidos y los resultados científicamente posibles. La ciencia es cerrada, está presa en ella misma. En el caso de la tecnología, en cambio, el sentido de la investigación lo dan los objetivos exteriores, ajenos a la investigación misma, determinados por criterios financieros, mercantiles o industriales. Ya no se trata tanto de “resultados posibles” como de “resultados deseables”.
Quiero subrayar la enorme dificultad que representaría querer aplicar este criterio para clasificar como científica o no, una determinada investigación —y además sería bizantino—, pero eso no quiere decir que esa diferencia no exista. Para usar un ejemplo científico, suponga que desde la tierra se dirige usted hacia la luna, a medida que avance la fuerza de atracción de la primera disminuye paulatinamente, mientras que la de la segunda aumenta; a partir de un momento dado, si usted “cae”, caerá hacia la luna. Las investigaciones científicas y las tecnológicas, de la misma manera, describen órbitas en torno de astros distintos.
Más que establecer la diferencia entre un dominio y el otro, entre los objetivos que las determinan y, por lo tanto, entre los estilos que, derivados de estos, los caracterizan, solamente pretendo utilizar el trabajo tecnológico como una referencia, un testigo, para comprender mejor la naturaleza del trabajo científico. Los hombres de ciencia, a la manera de nuestro Min Li Ren, siguen aprendiendo, investigando y enseñando a cazar dragones, aunque no los encuentran nunca y sin que eso les preocupe demasiado. Puede suceder, no obstante, que en una de esas, encuentren uno. Sólo que, en ese caso, lo más probable es que lo hayan engendrado ellos mismos. Y lo más terrible es que entonces aparezca la tecnología y sea ella la que lo capture.