Las duras y las blandas

— VIII —

El abuso en la utilización de los términos parece ser un mal de nuestro tiempo. Al revés de lo que podría parecer, el lenguaje, en lugar de enriquecer con nuevos términos y giros, se empobrece. Estoy convencido que el número de vocablos y expresiones que entran en desuso es mucho mayor que el de los de nuevo cuño. Difícilmente oirá usted a un joven de hoy decir: “notable”, “encomiable”, “magnífico”, “agradable”, “excepcional” o “admirable”, palabras hasta hace poco bien vivas y que hoy harían enrojecer de vergüenza al adolescente que, en un lapsus, las dejara escapar; el lugar de todas ellas y un millar más, cada uno con un matiz y una connotación distintos, será ocupado por un “de pelos” o, ya en plan virtuoso, por otra media docena de expresiones igualmente vacías y polivalentes.

Uno de los síntomas —o factores, depende desde donde lo quiera ver usted— de ese empobrecimiento, parecido al que acabo de mencionar pero finalmente distinto, es la ampliación desbocada del dominio de definición de ciertas palabras, que van difuminando la frontera de aquello que significa hasta que, a final de cuentas, acaban por no significar nada. Son muchos los términos del lenguaje común que sufren este proceso de hipertrofia banalizadora. Palabras como “democracia”, “modernidad” o “solidaridad”, para limitarme al tesoro lingüístico de la demagogia en boga, quieren decir tantas cosas que ya no dicen nada. Se han convertido, no debido a estrechamiento, sino por ensanchamiento, en lo que Lacan llamaría significantes puros.

Una de ellas es la palabra “ciencia”. Desde hace algunos años, más precisamente desde la década de los setenta, una verdadera cohorte de actividades, oficios y disciplinas practicadas por el hombre, algunas milenarias y otras recién aparecidas, se vieron convertidas, de la noche a la mañana, en ciencias. Supongo que después de los logros de la ciencia, no por discutibles menos espectaculares, durante estos últimos doscientos años, eso de ser científico se convirtió en un elemento de prestigio y distinción social, en un galardón muy codiciado. Así aparecieron las ciencias tipográficas, las ciencias gastronómicas o las ciencias administrativas. Toda actividad que requiera de un mínimo de reflexión y análisis (¿cuál no?) exigió el estatuto de ciencia.

Recorriendo una vez, hace años, el Pirineo catalán, se nos ponchó una llanta y nos tuvimos que detener en una pequeña cabaña, perdida en medio de los caminos de montaña, en la que un viejo pastor reciclado vulcanizaba llantas (cada vez más, sobre todo las de los aficionados al motocross) y herraba caballos y mulas (cada vez menos). Mientras esperábamos que terminara de colocar la herradura a un caballo de tiro, pasó sobre nosotros, a gran altura, un avión de línea. Aquel hombre, agachado sobre la pata del animal, levantó la vista hacia el pájaro de acero y, mirándonos con aire orgulloso y superior, nos dijo, señalándolo con un gesto de la cabeza: “¡Las maravillas que hacemos los técnicos…!” Hoy, estoy seguro, debe hablar de las maravillas que hacen los científicos.

No pretendo aquí dar una definición rigurosa, científica, de lo que es la ciencia, enfrascarme en la discusión de cuáles deberían ser los requisitos que un determinado dominio de actividad debería cumplir para ser considerado una ciencia. Pero sí quisiera sugerir que hay algo esencial que distingue la naturaleza del trabajo de un físico o de un biólogo, de la de un periodista o de la de un urbanista. Hoy, cuando cada vez es más claro que el valor de los mentados logros científicos es más bien dudoso y que su papel social puede ser legítimamente puesto en entredicho, espero que nadie se ofenda si considero que su trabajo no corresponde al ámbito de la ciencia.

Finalmente, es tanto o más meritorio escribir un buen reportaje o diseñar un conjunto habitacional armónico que obtener la síntesis de una proteína o estudiar el comportamiento de una partícula elemental. Y si el mérito se midiera por el grado de dificultad —cualquier cosa que eso quiera decir— que implica llevar a cabo cada uno de estos resultados, tampoco me atrevería a zanjar. En todo caso me atrevería a decir que se trata de dificultades distintas. Y creo que en ello, en la naturaleza de las dificultades a las que se enfrentan unos y otros, y en la manera en que las vencen, o intentan vencerlas, reside aquello que diferencia la investigación científica del resto de las ocupaciones humanas.

Entre el maremágnum de ciencias de nueva aparición, un sitio destacadísimo lo ocupan las llamadas ciencias humanas, anteriormente llamadas, con más propiedad, humanidades: la sociología, la psicología o la lingüística, llamadas también “ciencias blandas”, para distinguirlas de las “ciencias duras” que serían las naturales. Aquí entre nos, la diferencia entre unas y otras es tal que yo prefiero no considerarlas ciencias. O si tanto apego tienen por ese nombrecito, entonces, y con tal de entendernos, mejor dejamos de llamar ciencia a la química o a la geología. Parece a todas luces una paradoja que, con tal de poderse contar entre las ciencias, los humanistas acepten el apelativo de “blandos”, que no deja de ser peyorativo. La psicología tal vez no sea una ciencia, pero lo que seguro no es, es blanda.

La dificultad que establece la diferencia tajante entre las ciencias humanas y las naturales (entre las ciencias y las humanidades, prefiero decir yo), proviene del objeto de estudio de las primeras: el hombre, individual o colectivamente considerado. Pero no el hombre en su condición de objeto como en el caso de la medicina, sino el hombre en su condición de sujeto, es decir en la de ser pensante y actuante. En otras palabras, el objeto de estudio de las humanidades no es un objeto. Esto sólo basta para distinguirlas netamente de las ciencias naturales. De las ciencias, vaya.