— VII —
Cuando escucho ese argumento mil veces repetido de que la ciencia es un factor de desarrollo, y que para demostrarlo basta fijarse en cuánto invierten en investigación científica los países desarrollados, se me ocurre que es similar al de quien pretendiera que jugar al golf hace rica a la gente, y si no, fíjese en las fortunas que poseen quienes juegan al golf.
Que la ciencia tiene que ver con la tecnología y la tecnología con el desarrollo, es un lugar común. Lo que sucede, y de ello he venido hablando en mis artículos anteriores, es que esa relación, ese “tener que ver”, es aleatorio, estadístico, indeterminado.
En los años sesenta apareció un libro que provocó un cierto revuelo en los medios científicos y sociológicos. La civilización en la encrucijada, del checo Radovan Richta, sostenía, entre otras cosas, que la investigación científica era la más redituable y confiable de las inversiones, desde el punto de vista económico, y se apoyaba en un conjunto impresionante de datos, estadísticas y análisis. Richta era, no es necesario decirlo, un apologeta de lo que en aquellos tiempos se dio en llamar la “revolución técnico-científica”, una especie de segunda parte de la llamada revolución industrial del siglo pasado. Era el momento de la generalización del uso de las computadoras en los sistemas industriales y administrativos, y el escritor checo no podía desprenderse, a pesar de su carácter disidente, de ese optimismo heredado de Marx y los pensadores materialistas del XIX, de esa confianza en que la ciencia, por medio del desarrollo, conduciría finalmente a un mundo de bienestar y libertad.
Aun en el supuesto de que Richta tuviera razón en cuanto a la rentabilidad de la ciencia, las cosas hoy, parecen mucho más complicadas. En primer lugar, la historia esa de que el desarrollo, es decir la civilización industrial, nos acerca a ese “punto omega” de la civilización, en el que la felicidad y la autonomía florecerán incontenibles, sería discutible si no fuera porque es indiscutible: es falsa. Los resultados del progreso son, esos sí, indiscutibles. Los coches han sustituido las carretas, los antibióticos a las sanguijuelas y el bolígrafo a las plumas de ganso. Hoy se puede viajar de América a Europa en ocho horas, en lugar de los quince días que eran necesarios hace cien
años, y el promedio de vida en el mundo desarrollado ha pasado de cuarenta
a setenta años. Lo que sucede es que no es nada claro en qué sentido es un progreso. Un Jumbo es sin duda más rápido que una carabela, pero eso no
significa que sea mejor, a menos que tenga uno mucha prisa. Y vivir más tam-
poco significa vivir mejor. En todo caso, todo el quid de la cuestión en ese “me-
jor”, y esa, si fuera una discusión (la gente parece, víctima del vértigo, preferir
evitarla), sería una discusión abierta. Cada vez más abierta.
Supongamos sin conceder que hoy la gente, en promedio, sea menos pobre y más sana que hace doscientos años. Eso, en sí, suena bastante bien. Lo que ya de plano no sólo no suena bien sino que produce un chirrido tan estrepitoso como sórdido, es el precio de esos logros, en todos los planos, desde el psicológico hasta el meteorológico.
Yo me pregunto sinceramente, y cada vez somos más quienes nos lo preguntamos y menos los que intentan responder, si un ciudadano de hoy es más “feliz” que uno del siglo XVIII, a pesar de las carretas, las sanguijuelas y los gansos. O, para decirlo de otro modo y no andar dando tumbos por el tiempo a la manera de Volver al futuro, si un obrero de la Volkswagen en Puebla es más “feliz” que un rarámuri de la Mesa de la Yerbabuena, en la Sierra Tarahumara.
Pero la argumentación de Richta cojea también del otro pie. El que concierne de manera más directa al desarrollo de los países que no se desarrollan, el llamado tercer mundo, y que es precisamente en donde los estragos de la miseria y la insalubridad son mayores, ingentes, y que en principio se daría por bien servido si sus habitantes fueran menos pobres y más sanos, fuera al precio que fuera, al margen de preocupaciones y disquisiciones existenciales. “Primum vivere, deinde philosophari”. Lo que sucede es que la investigación científica está actualmente constituida en redes internacionales, cada vez más complejas, entrelazadas e interdependientes. Ya dije aquí cómo el que un resultado científico se produzca, germine, evolucione, se transforme en aporte tecnológico y, finalmente, en un factor de progreso, depende de la dinámica de esa red en su conjunto. Así pues, aun si esos países pobres, siguiendo el razonamiento de Richta, pudieran permitirse contar con una estructura científica amplia y sólida, de la que se obtuvieran con una frecuencia regular resultados tangibles, puede usted apostar doble contra sencillo, para seguir en la atmósfera del artículo de la semana pasada, que, después de ese largo e intrincado proceso de metamorfosis, quienes se beneficiarían de ellos, quienes los capitalizarían, serían paradójica y fatalmente los países ricos, y que sólo volvería, convertido en progreso, a su país de origen, de rebote, después de haber sido transformado, preparado y enlatado en el primer mundo.
Desde hace doscientos años la “distancia entre los países ricos y los pobres, pese a todo el progreso y el desarrollo, no ha cesado de acrecentarse y aún no se ha sabido, en todo ese lapso, de un solo país que haya logrado atravesar el lindero”.
La rentabilidad de la ciencia de la que habla Richta, es pues, en el mejor de los casos, un asunto mundial, global, asunto bajo el control, como siempre, de los poderosos. El gandalla, como siempre, avasalla.