Juego de dados

— VI —

Desde que inicié esta serie, hace ya mes y medio, he estado dándole vueltas, que es la mejor manera de hacerse bolas, a la aparición de la ciencia. Esta discusión no tendría demasiado sentido si en esta función no estuviera implicada y, a la vez, no implicara toda una concepción de cómo debe desenvolverse la existencia del homo sapiens sobre el tercer planeta, de adentro para afuera del sistema solar.

Si no fuera así, podríamos dejar que los científicos se dedicaran tranquilamente a sus extravagantes lucubraciones sin rompernos demasiado la cabeza en el por qué, cómo y dónde; por ejemplo. En general no nos ponemos a discutir cuál es el papel y la importancia de la música o del alpinismo (actividades, por otro lado, más cercanas de lo que pudiera parecer, a primera vista, de la ciencia). Los músicos y los alpinistas hacen, en buena hora, lo que les parece. Si eso les gusta, benditos sean. Como muchas otras actividades que sólo se justifican en sí mismas, y la consideración y análisis de su papel sólo pueden tener interés desde el punto de vista psicológico. Alguna vez le preguntaron al gran alpinista e himalayista francés Maurice Herzog el por qué de esa extraña obsesión de subirse en las montañas, y se limitó a responder con un lacónico “porque ahí están”. Legítimo e indiscutible.

Con los científicos, sin embargo, sucede, en primer lugar, que el fruto de su trabajo afecta no sólo a quien lo lleva a cabo o a aquellos que, en libre decisión, deciden someterse a su influjo, sino por caminos más o menos retorcidos, determinan la vida, el presente y el futuro, de todos los hombres y mujeres, independientemente de su opinión o voluntad. Son pocas las actividades humanas con un tal radio de acción y una ascendencia así de su influencia. La otra que se me ocurre que podría parecérsele, desde este punto de vista y viéndolo bien, ni siquiera esta, es la política.

En segundo lugar, la ciencia está económicamente sustentada, en un enorme porcentaje, mucho mayor en los países pobres como el nuestro, por el erario, es decir el conjunto de individuos que conforman el cuerpo social y que, en principio, serán los “beneficiados” con tal inversión. En ese “beneficio”, es decir en la “utilidad” social de la ciencia, reside precisamente la justificación última de las inversiones realizadas por el Estado, los Estados, en investigación científica.

Lo particular de esa inversión reside, no en que carece de garantías de éxito, es decir de “ganancia”, pues esto es inherente a cualquier otro tipo de inversión, sino que, por un lado, no se sabe en qué consistirá la mentada ganancia y, por otro, que se produzca o no depende de muchos otros resultados, del “éxito” de muchas otras inversiones, en apariencia independientes y fuera de todo control y previsión.

Ya traté de poner en evidencia aquí lo que por otra parte no necesita de mayor argumentación: la ciencia, si no es la responsable, sí es la que ha hecho posible este vertiginoso proceso tecnológico que en los últimos 150 o 200 años ha transformado el mundo. Lo que sucede es que el sentido, la dirección de tal cambio, es absolutamente impredecible. No se puede determinar qué resultados científicos se lograrán, cuáles de todos los obtenidos fructificarán y, finalmente, cuáles van a ser sus consecuencias. La ciencia es una nave a la deriva. Los tripulantes consiguen que se mantenga a flote e incluso navegue, pero no pueden determinar su derrota. Es un barco con todos los instrumentos de navegación que se le puedan ocurrir, mas no tiene timón. Y los vientos y las corrientes que lo dirigen son especialmente caprichosos.

Estoy hablando de las llamadas “ciencias básicas”, la ciencia. La llamada “ciencia aplicada”, ese concepto tan provocador de optimismo como reciente, no deja de ser una entelequia. Pretender que la investigación científica resuelva problemas concretos, fuera del ámbito concreto que le corresponde, de manera concreta, es una ilusión. Roentgen y Fleming, para hablar de medicina, un dominio en el que sería más deseable que en otros que la ciencia pudiera ser “aplicada”, descubrieron (¿inventaron?) respectivamente los rayos X y la penicilina, de manera absolutamente aleatoria, de chiripada, vaya, tratando de resolver problemas muy distintos de los que solucionan sus descubrimientos. De manera tal vez menos espectacular, toda innovación científica está sujeta a la misma indeterminación. Y si no, piense en el terrible desafío que representa aplicar la ciencia a la curación, por ejemplo, del cáncer, el sida o la calvicie.

El desarrollo científico, como el industrial, no están predeterminados, no son como una carretera sobre la que uno avanza, más lenta o rápidamente, en la dirección que marca el asfalto y las flechas, ni son como el desarrollo de un ser vivo, cuyas pautas de crecimiento están prefijadas en el código genético. Son perfectamente concebibles otras rutas posibles del desarrollo científico, que no pasen ni por los rayos X ni por la penicilina. La ciencia-ficción ya ha establecido de manera contundente que, cuando encontremos por estos cielos de Dios una civilización comparable con la nuestra, no tendrá ni antibióticos ni máquinas que lo vean a uno por dentro.

Por otro lado, el resultado científico es siempre colectivo y estadístico. No se puede hablar de investigación científica fuera de una red de investigación científica. Mis resultados, su origen y su destino, dependerán siempre de muchos otros resultados.

Así, la inversión en ciencia equivale a la del jugador a los dados que en un casino apuesta a ciegas en un juego que no comprende, que el que gane o no, depende, sin que sepa cómo, de cómo le vaya a los otros jugadores en todas las otras mesas y que, además, si gana, no sabe si le van a pagar en dinero, en vales de despensas, en cachitos de lotería o en corcholatas.