Heisenberg

— V —

Nada acude solo, hay reunión, urdimbre.
Transformar es artificio mental oscuro.

“Si los hombres se hubieran contentado con observar y comprender el mundo y hubieran renunciado a esta delirante obsesión por transformarlo, otro gallo nos cantaría”, dijo alguna vez Steinberg, y ello contradice de la manera más irrespetuosa al otrora célebre “los filósofos se han limitado a tratar de comprender el mundo, y de lo que se trata es de transformarlo” (Marx).

La semana pasada hablé precisamente de la situación ambigua de la ciencia frente a esta alternativa: observar o transformar, el descubrimiento o el invento. Difícilmente habré dejado claro algo que yo mismo no tengo claro, pero espero, al menos, haber señalado alguna de las dificultades que presenta establecer esta dicotomía. El descubrir prácticamente nunca es neutro, siempre comporta una cierta dirección. En el descubrimiento hay casi siempre una internacionalidad previa del sujeto, que, aunque condicionada por factores aleatorios complejos, determina el resultado y que equivale a crear un nuevo objeto científico. Por su parte, el invento no puede no entrañar una nueva visión del mundo, en particular el de las propiedades que lo hacen posible y, por lo tanto, se introduce, como un brazo de mar, en el terreno del descubrimiento. Así pues, descubrir siempre es un poco inventar y viceversa.

Pero eso no quiere decir, de ninguna manera, que sean lo mismo o siquiera equivalente. Las dos citas con las que encabezo el escrito de hoy ponen de manifiesto que, al menos para los pensadores en el campo de las llamadas ciencias humanas, las “ciencias blandas”, no sólo se trata de dos empresas equivalentes sino incluso antitéticas.

En el campo de las “ciencias duras”, las ciencias naturales, podemos encontrar ejemplos, si no claros sí al menos sugerentes, de la diferente ubicación de las distintas disciplinas en ese espectro que va del descubrimiento al invento, del saber al hacer, de las fuentes del Nilo al telégrafo. La astronomía, al menos la astronomía clásica, es el mejor ejemplo que se me ocurre de una ciencia observativa, “no intervencionista”, pasiva; una ciencia voyeur. Los astrónomos durante muchos siglos se limitaron, y en buena medida se siguen limitando, precisamente a eso, a observar, calcular y, cuando es posible, predecir. Nada más alejado de sus pretensiones y de sus posibilidades que el intervenir, modificar o controlar el objeto de su estudio. Ellos saben, para no ir más lejos, que dentro de poco un cometa va a estrellarse (¿no debería decirse planetarse?) con Júpiter, pero no es necesario que se lo diga, no tienen la más remota intención de aplazar, adelantar o evitar la susodicha colisión.

Se van a sentar, plácidos y yo diría que encantados, a presenciarla, como aquel guardagujas al que se le descompone el telégrafo y el cambio de vías, y resignado y complacido, se dispone a contemplar el más espectacular choque de trenes de su vida. A diferencia de nuestro ferroviario, los astrónomos, en el mejor de los casos, van a estudiar “su” colisión.

No faltará el aguafiestas que argumente que no son pocos los resultados de la astronomía que han permitido comprender fenómenos concernientes a nuestro propio planeta, y muy en particular, a la vida del hombre sobre su corteza; fenómenos, esos sí, modificables y modificados, sobre los que este interviene. Desde la predicción de las estaciones climáticas o los antiguos instrumentos de navegación hasta la llamada investigación espacial y, muy en particular, los satélites artificiales, los estudios astronómicos han contribuido ciertamente a modificar las condiciones de vida sobre la tierra. Pero, en fin, no es eso lo que determina ni los propósitos ni el “estilo” que caracteriza a la astronomía y a los astrónomos. Es un pelo en la sopa, pero se necesitaría muchos pelos más para que dejara de ser la sopa que es.

Considere ahora usted, lector, un ejemplo, si no antagónico sí al menos contrastante con el de la astronomía. El de otra ciencia mayor: la química, esta, a diferencia de aquella, es tal vez el prototipo de disciplina “transformativa”, intervencionista, activa, “metiche”. Los químicos, incluso aquellos avant la lettre de la más remota antigüedad y los alquimistas medievales, son movidos precisamente por esa vocación a innovar, a crear nuevos productos y substancias. El aguafiestas de hace rato no perderá aquí la oportunidad de recordar, escéptico e irónico, a Mendeleiev o a los Curie, que se dedicaron, sagaz y pacientemente, a estudiar la clasificación, la composición y las propiedades de la materia, con un espíritu ciertamente muy cercano al de Copérnico o Kepler, sin demasiado ánimo transformador. Sin embargo, aquí también podemos decir, simétricamente, que desde la prehistórica creación del bronce, la química nace y se desarrolla impulsada por afanes creativos y utilitarios. Como antes, un poco de sopa en el pelo, no le hará perder su condición de pelo. Y no porque sí, muchos de los más decisivos aportes al “progreso” de la civilización, así como muchas de las más amenazantes catástrofes que se ciernen sobre ella, se deben a la química y no a la astronomía.

En medio de esa verdadera brain storm científica desatada a principios de este siglo en otra de las ramas centrales de la ciencia, la física, surgió una de las afirmaciones que sacudieron todo el edificio del conocimiento: el principio de incertidumbre de Heisenberg. Estableció, para decirlo de manera montaraz, que el observador siempre altera lo observado. No hay virginidad conocida. Aunque el principio de incertidumbre se aplica, de manera estricta, a dominios de tal manera precisos, hoy podemos decir que sus alcances se extienden en forma insospechada y estremecedora.

Hace tiempo conocí a Charles Townes, creador, inventor, junto con otros, del rayo láser, y recuerdo con cuánto candor y modestia me decía que no creía que su artilugio fuera a tener “aplicaciones prácticas” significativas. Consideraba que su linterna mágica estaba concebida como un instrumento científico, destinado fundamentalmente a ayudar a los hombres de ciencia en sus investigaciones. Tomando la mano de su esposa, me mostró orgulloso, como un padre primerizo, a su bebé, el anillo en que se encontraba engarzado el rubí con el que se había construido el láser que se había utilizado en la medición, con más precisión que nunca, de la distancia de la tierra a la luna. No sé si Townes tuvo ocasión de conocer los bisturíes electrónicos, los discos compactos, los hologramas de las discotecas o los mil ingenios más surgidos de su ingenio. Si es así, sin duda su asombro se debe haber visto acompañado de una cierta sombra de preocupación.