— IV —
La cuestión es prácticamente filosófica, pero a diferencia de muchas otras —cuestiones filosóficas—, ineludible, si se pretende ubicar el lugar y el papel de la ciencia en la civilización. La cuestión estriba en: ¿qué es un descubrimiento y qué un invento?, o lo que puede ser equivalente, ¿cuál es la distancia entre ambos?
A primera vista, esta pregunta puede parecer una perogrullada. La respuesta pareciera estar pronta a saltar a la vista. Sin embargo, me temo que difícilmente se decidirá a dar ese salto que la haga obvia. Descubrir, estará tentado de decir contundente y lapidariamente más de uno, es encontrar. Aprehender, hallar y mostrar lo que ya estaba ahí, cubierto, oculto o ignorado. Inventar, en cambio, es crear, producir un nuevo objeto, ausente hasta el momento en que se le fragua (en este momento me doy cuenta del número alarmante de veces que amenazan de repetirse en este artículo las palabras “inventar” y “descubrir”, y recurro, escéptico, al diccionario de sinónimos de mi wordperfect y descubro (¡!) sorprendido y divertido, que los da, precisamente, como sinónimos. De esa confusión, exactamente, es de la que quiero tratar aquí).
Cuando hablamos del descubrimiento de las fuentes del Nilo por Livingstone, a mediados del siglo pasado, o del planeta Plutón por algún astrónomo no suficientemente ilustre como para que yo lo conozca, a principios de este siglo, parece que estamos hablando, sin sombra de duda, precisamente de eso, de descubrimientos. Nadie, a menos que se adhiera a las más oscuras y herméticas corrientes del idealismo heredero de los agnósticos clásicos, se atrevería razonablemente a negar que tanto las fuentes del Nilo como Plutón, “ahí estaban”, y ahí seguirían estando, antes e independientemente de que “alguien” se diera por enterado. No faltará, por supuesto, quien ponga el dedo en la llaga y diga que es su condición de “fuente” o de “planeta”, respectivamente, la que determina un ingreso al campo del conocimiento, y que esas dos ideas, esos dos conceptos, pertenecen al dominio conceptual del sujeto, no son características inherentes al objeto, y que por lo tanto “no estaban ahí”.
Sin embargo, si no nos ponemos excesivamente quisquillosos, bien podemos decir, en nombre del sentido común, que se trata de dos descubrimientos, en el pleno sentido de la palabra, nítidos y contundentes.
Por otra parte, si hablamos del telégrafo, inventado por Morse en algún momento cercano a la mitad del siglo pasado, o de la máquina de escribir, creada, sin lugar a dudas, por algún señor que se llamaba Remington, Underwood u Olivetti, muy probablemente también a mediados del XIX, tendremos que conceder que se trata, de plano, de inventos, de engendros que, por escéptico que se sea, no existían en ningún lado antes de ser construidos. Decir que de alguna manera ya estaban ahí, potencialmente, esperando que alguien los inventara, es en definitiva una exageración. Exageración en la que incurren —y tal vez acertadamente, como en tantas otras exageraciones— quienes afirman que todo lo posible es real.
Si el descubrimiento en sí, independientemente de sus consecuencias posteriores, se limita a aprehender la realidad, a construir una determinada visión, un modelo de esa realidad, el invento la modifica, la enriquece. Lo que el descubrimiento modifica y enriquece es el campo del conocimiento (que también pertenece a la realidad, pero mejor dejémoslo ahí).
En todo caso, si todo se limitara a situaciones como esa, las de las fuentes del Nilo, de Plutón, del telégrafo o de la máquina de escribir, me atrevo a considerar que las cosas estarían bastante claras, al menos a cierto nivel del entendimiento, y que esta discusión sería una especie de híbrido entre bizantino y barroco.
Sucede, sin embargo, que muy pocos de los resultados científicos propiamente dichos pueden ubicarse con facilidad en una de estas dos categorías. La mayoría de los productos de la ciencia se localizan en algún lugar entre ambas. O, ya en plan estricto y pesimista, son algo diferentes y se trata de categorías inútiles en su determinación. La cosa está en si el científico es más bien un explorador, como el señor Livingstone o el señor de Plutón, o un creador, un autor, un fabricador, como el señor Morse o el señor Olivetti, o una mezcla de los dos o ninguna de las dos cosas.
Piense, por ejemplo, en la recientemente mencionada ad nauseam, encomiada y denostada expresión “descubrimiento de América”. Surgirá inmediatamente la pregunta de, ¿descubrimiento por quién? Olvídese ya de los vikingos y Terranova y toda la historia esa del “predescubrimiento”. El caso es que los mayas, los aztecas o los incas, parecían haberla ya descubierto. ¿O no? ¿Podemos decir que si la teoría de la migración asiática es correcta, aquellos que se aventuraron, como quien no quiere la cosa, a través del estrecho de Bering, estaban “descubriendo América”? Y si el propio Rodrigo de Triana, cuando gritó su célebre “¡tierra a la vista!”, ¿era América lo que estaba descubriendo?, ¿o América, como tal, existió sólo muchos años después?
A estas alturas, más de un lector podrá objetar que la historia esa de las tres carabelas y los Reyes Católicos y Vespucio y compañía tiene muy poco que ver con la ciencia, y no le faltará razón. Lo que no quiere decir, ciertamente, que me falte a mí.
Permítame invitarlo a que vayamos un poco más atrás en toda esta historia y consideremos la afirmación de que la Tierra es redonda. Nos estaremos acercando muy peligrosamente al meollo de esta discusión. ¿Se trata de un descubrimiento? En otras palabras, ¿el hecho de que nuestro planeta sea redondo, es decir, esférico, es un hecho real, objetivo, que “está ahí” aunque nosotros no estuviéramos, o sólo es una manera de decir las cosas? ¿La categoría de las esferas “existe” y sólo estaba esperando que los griegos o quien fuese la descubriera, o la inventaron? En otras palabras, ¿afirmar que la tierra es redonda es sólo una clasificación, es decir una taxonomía arbitraria, y como tal sujeta a revisión, como toda taxonomía, que puede ver trastocadas las categorías que la conforman en cualquier momento?, o ¿se trata de un hecho incontrovertible, que tal vez pueda ser dicho de otra manera, pero que no dejará de ser el mismo hecho?
En las posibles respuestas a esta cuestión se encuentra, en buena medida, determinándolo hasta en aspectos que parecen muy alejados de estos, la localización y la delimitación del trabajo científico. Se las dejo de tarea, y me las dejo a mí mismo, hasta el próximo sábado.