— III —
Dije en mi entrega anterior que la ciencia, en dimensiones sociales, es un fenómeno esencialmente contemporáneo. La discusión de sus repercusiones sobre la sociedad en su conjunto, por lo tanto, también. El que los resultados científicos pueden modificar el entorno humano de manera esencial fue percibido con claridad a mediados del siglo pasado. No es necesario decir que las reflexiones que este hecho produjo fueron siempre a caballo de la llamada revolución industrial. La acelerada sustitución de la lana por el algodón, el uso energético de los combustibles subterráneos y el consecuente proceso de mecanizar masivamente el trabajo y el transporte, pusieron en evidencia que la ciencia dejaba de ser una preocupación filosófica o una curiosidad frívola y un tanto extravagante, para convertirse en un poderosísimo instrumento de modificación del mundo, en particular de las condiciones de vida de los hombres.
El cambio fue realmente vertiginoso y, en esa medida, difícil de digerirlo y de asimilar. Hoy podemos decir, sin ambages, que fue de plano indigesto. Indigerible. En cien años, el hacer de los hombres se modificó mil veces más que lo que lo había hecho en el millón de años de su existencia sobre la tierra. A excepción, tal vez, de los cambios primigenios producidos por la adquisición del lenguaje o del fuego o de los primeros instrumentos, y que sin duda tomaron cientos o miles de años, una metamorfosis semejante no sólo no había ocurrido, sino que no era ni siquiera concebible.
Platicaba yo un día con mi madre, poco antes de su muerte, ocurrida en 1982, la manera en que había visto ella transformarse su entorno cotidiano y, por lo tanto, su manera de relacionarse con los objetos y, en consecuencia, su manera de relacionarse con la gente y, por ende, su manera de ser, a lo largo de su vida. Su tránsito por este mundo fue una sucesión ininterrumpida de “primeras veces”. Ontogenéticamente, claro, pues individualmente, todos pasamos por mil “primeras veces”. La primera vez que nos ponemos corbata o brassiere, la primera vez que comemos con cuchara o nos subimos en un tren. Pero cuántas de las “primeras veces” de mi madre lo fueron de la humanidad y compartidas por una generación entera, esa generación que no es comparable con ninguna otra y que vio cómo el mundo se trastornaba a su alrededor como si de una película en cámara rápida se tratara. Una película de ciencia-ficción.
Nacida a principios de siglo, pudo ser testigo, y protagonista, de la irrupción en la vida de la gente, de la luz eléctrica, los automóviles y los aviones. El metro, los satélites artificiales y el submarino. El láser y el pie de Armstrong sobre la Luna. El teléfono, el radio y el walkman. El fonógrafo, el tocadiscos y el caset. La fotografía, el cine y la televisión b/n y a colores y el control remoto. El agua corriente y el gas entubado. La video y la lavadora. El refrigerador y el microondas. Las vacunas y los antibióticos. El nylon, el diurex y el teflón. Los lentes de contacto, los marcapasos y los trasplantes. La pluma fuente y la “atómica”. La impresión en color, las máquinas de escribir y las computadoras. Los refrescos y las cervezas embotellados. El plástico y los cigarrillos. Los detergentes y los sprays. Las cremalleras y los clips. El kleenex, el támpax, el criquet y todo lo desechable. El Nescafé, las Campbell, la Nido y todo lo instantáneo. Las fotocopias y las tarjetas de crédito. Los edificios de varios pisos, los elevadores y los súper. Los tanques y la bomba atómica.
Es cierto que las camas y las mesas, los libros y las sartenes, semejaban mucho a las de “antes” y que allá lejos, los campos labrados eran casi iguales a los de diez siglos atrás, pero el mundo que dejó, al menos el mundo que la rodeaba, se parecía muy poco, menos que nunca, al que la vio nacer.
Varios de los inventos y descubrimientos que acabo de mencionar fueron realizados años antes, como la electricidad, la fotografía o la máquina de escribir, pero se socializaron hasta el siglo XX. No creo, ya dije, que ninguna generación pueda compararse a la nacida alrededor de 1900 en cuanto al número de innovaciones y a la importancia de estas, a la que se vio sometida.
Tal vez la de un siglo antes, la de aquellos nacidos con la locomotora, a principios del XIX, y que hayan llegado a ver volar los primeros aeroplanos, en los inicios del XX, pero es un poco forzado y creo que ni así. En todo caso, gadget más, gadget menos, todos aquellos que hemos venido a dar a este mundo a partir de la mentada revolución industrial hemos sido obligados a ir adaptando nuestra existencia a los cambios que la tecnología ha ido introduciendo.
“Hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad”, o algo así, se canta en una zarzuela. A un ritmo frenético, a veces año con año, hemos tenido que ir abandonando hábitos y costumbres para irlos sustituyendo por otros. No era así ciertamente con nuestros ancestros, que podían, si no cambiaban de lugar de residencia o de oficio, llegar a la vejez en el mismo mundo que los vio nacer, y sobre el cual sólo las plantas y los animales, ellos incluidos, mudaban y se iban sustituyendo los unos a los otros. Casi idénticos a sus predecesores y a sus sucesores. Como una cosecha de trigo con la anterior y la siguiente, sometidos sólo a los avatares de su individualidad, siempre local, siempre efímera. Las transformaciones globales, irreversibles, se producían, hasta hace 200 años, de edad en edad, primero, decenas de miles de años cada luna: la piedra, la del hierro, la del bronce; y de época en época, después, de muchos a varios siglos cada una: la antigüedad, el mundo clásico, la Edad Media, el Renacimiento.
Un padre podía educar a sus hijos de la misma manera que lo habían educado a él y enseñarles el mismo oficio que le habían enseñado a él. El mundo al que se habían de enfrentar unos y otros era esencialmente el mismo. Desde hace doscientos años, y cada vez menos, esto ya no es posible.
Y no se trata sólo de que el entorno del padre no es igual que el del hijo, sino que el de cada uno de ellos se irá viendo irremisiblemente modificado, lustro con lustro, a lo largo de su respectiva existencia. Y tampoco se trata, esto es hoy indiscutible a pesar de que los mecanismos de interrelación no estén establecidos, de que el substituir los pañuelos por el kleenex, la pluma por la computadora o la carta por la LADA o el fax, sean hechos inocuos, inocentes, simples sustituciones de objeto, sin repercusión en el sujeto, en su escala de valores morales, en sus actitudes y comportamiento. En lo que llamamos, en términos de lo más generales, cultura. Esto pone en entredicho la idea misma de educación. Tal vez algún día me atreva a decir que hoy la educación es imposible.
No se necesita decir que, simultáneamente con el llamado “progreso” técnico, arrastrados por él, propiciados por él, se producen dos de los fenómenos definitorios de nuestra época. De hecho se trata de dos aspectos de un mismo fenómeno: la explosión demográfica y la urbanización, el surgimiento y la multiplicación de las grandes ciudades (París, Londres o Nueva York contaban, en 1950, con medio millón de habitantes cada una).
Y también es necesario recordar las consecuencias que este fenómeno acarrea sobre el plano que eufemísticamente llamamos “ecológico”, la contaminación y la devastación. La degradación. Degradación que se puede convertir, cada día se ve más espantosamente claro, en extinción.
Alguna vez se habló, y hay quien continúa hablando, del sueño de progreso. Hoy ese sueño se ha convertido en una pesadilla de la que no parece que podamos despertar. En un delirio. Ciertamente no es la ciencia la responsable de ello, al menos no la única. Pero la ciencia ha sido un elemento indispensable. Para estar a tono, permítame usar un concepto matemático: la ciencia no ha sido una condición suficiente del desarrollo industrial y sus consecuencias, pero sí una condición necesaria. La ciencia y los científicos no pueden decir “yo no estaba”. Y no deberían poder decir “yo no sabía”.