— II —
Recuerdo con cariño a Juan Viña Viña. Era abarrotero y acababa de llegar de Galicia. Un buen día, don Juan, adoptando el aire grave de aquel que lleva tiempo rumiando un problema y se decide finalmente a plantearlo, me espetó: “Pero, a ver, Marcelino, ¿vosotros los matemáticos, qué diablos hacéis?” y, extendiendo los brazos: “¿hacéis multiplicaciones enormes o qué?”
El lugar de la ciencia en la sociedad contemporánea es difícil de establecer. Por un lado, resulta indiscutible que nuestra vida cotidiana está determinada por un sinnúmero de descubrimientos científicos que, a lo largo de los años, han hecho que esa vida, para bien o para mal, sea lo que es. Desde que suena el despertador en la mañana y tomamos el café apresuradamente, hasta que, ya en la noche, por fin apagamos el interruptor de la lámpara sobre el buró, hacemos, sin darnos cuenta, un recorrido pormenorizado, casi exhaustivo, de cuatro o cinco siglos de historia de la ciencia: la regadera y el jabón, el cepillo de dientes y la rasuradora, las prendas de vestir, la cerradura de la puerta, la combi, el asfalto, los edificios, los semáforos, el metro, las escaleras eléctricas y los elevadores, los relojes y los horarios, las bisagras de la puerta y los cristales de las ventanas, las sillas y los escritorios, los papeles y las plumas, la máquina de escribir y la computadora, el teléfono, el cigarrillo, los platos y los cubiertos, la estufa y el microondas, el refrigerador, el agua corriente y el excusado, el paraguas, la televisión la aspirina y el diazepam, el colchón, las sábanas y el condón.
Todo ello, y lo que se deriva de todo ello, existe gracias al trabajo de un grupo reducidísimo, de un puñado de hombres y mujeres que se pasaron muchas noches en vela dándole vueltas a fenómenos curiosos, situaciones extrañas y comportamientos inexplicables: los científicos. Esos seres sin duda extraños, curiosos e inexplicables.
En sentido contrario, sin embargo, las cosas son más complicadas. Si usted le hubiera pedido a Copérnico o a Galileo que le dijeran cuál era el sentido de su trabajo, difícilmente le hubieran hablado de las antenas parabólicas; y si les hubiera preguntado su opinión sobre la posibilidad de ver en su casa, mediante el módico pay per view, cómo se revientan el rostro Julio César Chávez y Pernell Whitaker, seguramente por toda respuesta hubiera usted obtenido una sonrisa más bien estúpida.
Esto, que parece una perogrullada, efectivamente lo es, pero pone de manifiesto la incertidumbre fundamental que envuelve el trabajo científico y, sobre todo y por lo tanto, la falta de sentido “práctico” que lo impulsa y justifica. De la misma manera que, en genealogía, si se posee la información suficiente, es fácil, al menos posible, identificar a los ancestros, los antecedentes de un individuo dado, pero es definitivamente imposible determinar cuáles serán sus descendientes, en el campo de la ciencia sólo podemos considerar los resultados de un descubrimiento científico una vez que estos se han producido. Como una espiga de trigo, el camino que une un hallazgo con sus frutos sólo puede ser recorrido con certeza en sentido inverso, efecto-causa. En su sentido natural, en el sentido del tiempo, causa-efecto, está lleno de bifurcaciones, obstáculos y vías muertas. Yo no creo que exista otro dominio de la actividad humana más incierto e infértil que el de la investigación científica. Los médicos, los albañiles, los abogados o los comerciantes, pese a todo, pueden tomar de una mano el esfuerzo que realizan y de la otra el resultado de ese esfuerzo. Los campesinos de temporal y los políticos poseen márgenes de certidumbre mucho más amplios que el de los hombres de ciencia. Incluso los artistas, los ladrones y estafadores y los choferes de combi, que ya es decir, saben con un poco más de certeza adónde van a ir a parar. El científico es como un apostador desquiciado que se lo juega todo a un número, en esa ruleta inmensa, loca y cargada que es el conocimiento.
La historia sólo retiene, en general, la memoria de los victoriosos. La historia de la ciencia, también. Por cada descubrimiento científico fértil con consecuencias, existen miles de fracasos y frustraciones, miles de Prometeos que han visto sus alas derretirse antes incluso de sentir el calor, cientos de miles de argonautas que no verán coronada su travesía por ningún vellocino, aunque fuera de estaño, millones de pestañas carbonizadas en el fuego fatuo de la Fata Morgana de la verdad. Ya es difícil llegar a un resultado, pero es de plano imposible predecir cuál va a ser la suerte, la importancia, el papel y el lugar que ese resultado va a tener en el campo de la ciencia y, menos aún, en el de la vida de los hombres. Cuántos productos científicos duermen el sueño de los justos y los inútiles en las hemerotecas y en los acervos de tesis de todas las facultades y todos los institutos del mundo. La creación científica es una botella lanzada al mar.
Esto, por sí solo, sin considerar por ahora otros de sus muchos aspectos delicados, convierte la labor de los gambusinos del conocimiento en una actividad absolutamente sui géneris, de ubicación incómoda en la densa red del quehacer social.
La ciencia, como actividad delimitada y colectiva, es un fenómeno contemporáneo. El admirable y admirado doctor Gillermo Haro gustaba de citar un dato que da la medida de esta brusca irrupción de la ciencia en la sociedad. De todos los investigadores que registra la historia —esos cuyos resultados, pese a todo, sí consiguieron trascender—, 95% están actualmente en activo. En otras palabras, todos los Newtons, Eulers y Pasteurs, a lo largo de los siglos que se le ocurran a usted, junto con todos los otros, la mayoría que no se le van a ocurrir, sólo representan 5% de todos los que se han dedicado y se dedican al cultivo del saber.
Por otro lado, y en aparente contradicción con esto, los conocimientos científicos que han logrado salvar esa barrera temible y difusa que los separa de la tecnología y se han convertido en esos semáforos y aspirinas de los que hablaba antes, fueron prácticamente todos, con alguna excepción notable, generados en el siglo XIX o antes. Son muy pocos los resultados obtenidos por la ciencia contemporánea que se han convertido o han dado lugar a modificaciones importantes del entorno humano.
Debido a eso, cuando tan a menudo se asocia la investigación científica al “desarrollo” económico y social no puedo reprimir un gesto de escepticismo. La semana que viene trataré de convertir ese gesto en palabras.