— I —
Dudo que los nombres Ilf y Petrov digan algo a la mayoría de los lectores mexicanos. Incluso ignoro si alguna de sus obras ha sido traducida al español. Si no es así, créame que es profundamente lamentable; sería una flagrante injusticia, tanto para ellos como para los hispanófilos amantes de las letras, frustrados sin saberlo. No se deje engañar por el título de la serie que inicio hoy, dilecto lector, y no se asuste, al menos no todavía. Ilf y Petrov, cuyos nombres de pila desconozco y ni siquiera sé si la historia los ha conservado, no son dos matemáticos rusos, autores de qué sé yo qué diabólico teorema o de sesudos manuales de cálculo diferencial. Son rusos, efectivamente, y son dos, pero no matemáticos, aunque merecerían serlo. Se trata de extraordinarios humoristas de los años veinte y treinta, que escribieron, siempre al alimón, un par de novelas largas y varios cuentos más cortos, en los que satirizaron deliciosa y sanguinariamente la vida en la naciente Unión Soviética.
Tan sanguinariamente que el régimen estalinista no pudo tolerarlo y, respondiéndoles con la misma moneda, esta vez en sentido lato, los hizo desaparecer en la vorágine de los campos del Gulag de los años 38 o 39. Dicen que cuando alguien les preguntó cómo le hacían para escribir entre dos, contestaron que, como los hermanos Goncourt, era muy fácil: “Mientras uno cuida los manuscritos para que no se los roben, el otro recorre la ciudad en busca de un editor”.
Las dos novelas de Ilf y Petrov se llaman Las doce sillas y El becerro de oro. La primera ha sido llevada al cine por los cubanos y, creo, por los propios soviéticos. También me dijeron que existía una versión gringa, pero quién sabe. El personaje central de ambas es Ostap Bender, un encantador bribón que recurre a todos los actos ilícitos que se le ocurren, y se le ocurren muchos, para vivir, y vivir lo mejor posible. Sin trabajar, evidentemente. Y ya se imaginará usted lo que eso puede dar en un Estado draconiano, en el que todo está supuestamente previsto, planificado y se debate en medio de infinitas dificultades y carencias.
Por medio de las aventuras de Ostap, Ilf y Petrov pintan un fresco humano y maravilloso, opuesto a las versiones demagógicas y panfletarias de la versión oficial, de la construcción de la Rusia soviética, con todas sus debilidades y contradicciones, pero, finalmente, conmovedora. La sátira mordaz y aguda de los dos insólitos escritores no perdona nada: la demagogia y la estupidez, la burocracia y la hipocresía son abiertas en canal por su afilada pluma.
En el mero principio de El Becerro —¿o será en el de Las doce sillas?— Ostap Bender acude al Registro Unional y Fondo de Pensiones e Indemnizaciones para la Progenitura de Héroes, Ilegalistas e Inválidos de Guerra, con un grueso cartapacio bajo el brazo con el que espera probar, sin asomo de duda, que es hijo ilegítimo del gran príncipe Kropotkin, y reclamar, por supuesto, la pensión correspondiente. La sala de espera está repleta y las colas de las múltiples ventanillas se entrecruzan formando un galimatías agobiante.
En la interminable espera, Ostap traba conversación con algunos otros de los solicitantes y descubre con sorpresa y desconsuelo que al menos una centena y media de ellos se relaman igualmente hijos del venerado Kropotkin, con pruebas por lo menos igual de fehacientes que las suyas. Decepcionado y viendo pocas posibilidades a su empresa, no se arredra, y poniéndose rápidamente de acuerdo con algunos de sus numerosos e insospechados hermanos, se dirige presuroso al Registro Unional de Clubes, Fraternidades y Sociedades Cívicas, Culturales y Comunitarias, para inscribir sin dilación la Asociación Soviética de Hijos y Otros Descendientes de Piotr Kropotkin.
No sé si en otros lados, pero en México padecemos una alarmante inflación de agrupaciones fantasmas. Existen miles, tal vez decenas de miles, de sociedades, asociaciones, colegios y círculos, fundadas y registradas por algún mentecato oportunista que, por supuesto, es su presidente y, a menudo, su único miembro. El objetivo principal, me imagino, son las public relations, abrir puertas difícilmente franqueables, codearse con gente “importante” y obtener subsidios de secretarías de estado y otras instituciones oficiales necesitadas de justificar sus maltratados presupuestos. Vivir del cuento, en resumen.
Los membretes, sellos de goma y tarjetas de presentación, a cual más rimbombante, se producen como bacterias, y detrás de ellos sólo se esconde, o se muestra, debería decir, un Ostap Bender con menos vergüenza e imaginación. De esta manera, no es inverosímil que exista la Asociación Nacional de Fracturados de Rótula, Anafrarot, que no deberá ser confundida con la Sociedad Latinoamericana de Rótulas Fracturadas (Solarof), ni con la Fundación de Ayuda a Personas con Deficiencia Sinovial de México (Fapedesimex), ni, por supuesto, con la Confederación de Rótulas Anónimas, A.C. (CRAC), grupo 24 horas.
Si usted tiene la desgracia de haber padecido un traumatismo en la “bisagra de la pierna”, a lo mejor no se le había ocurrido que podía sacarle provecho. Pero, con tantita suerte y audacia, y aunque su rodilla no se vea directamente beneficiada, puede usted verse, el día menos pensado, apareciendo en el programa de Nino Canún o en el de María Victoria Llamas. Y de ahí pal´ real.
Afortunadamente de todo hay en la viña del Señor y no todas las sociedades y agrupaciones son así, aunque a veces resulte difícil separar el grano de la paja. No todas son simples sellos de goma.
Las hay, contadas, que de manera altruista y a menudo a contracorriente se proponen en efecto resolver problemas graves o llevar adelante proyectos importantes. De entre ellas, unas cuantas han desarrollado una labor encomiable, y a veces sorprendente, en favor de las mejores causas. Entre estas pocas, hay una que ocupa un lugar destacado y en la que Ostrap Bender, a pesar de todas sus estratagemas, difícilmente podría ingresar. Y, aquí entre nos, tampoco le interesaría. De ella no podrían ocuparse ningún Ilf y Petrof actuales. Se trata de la Sociedad Matemática Mexicana, que estos días acaba de cumplir sus primeros fructíferos cincuenta añitos. Albricias.