— XXIX —
A María Castro, entrañable.
En el otro entrañable, México
Por más de una razón: porque supuestamente los primeros habitantes de América llegaron desde Asia, atravesando el estrecho de Bering y fueron descendiendo siguiendo el litoral; porque la sierra que recorre todo el continente de sur a norte, de los Andes a los Apalaches, pasando por el Darién, la Sierra Madre y las Rocallosas —una verdadera columna vertebral—, es muralla y refugio; y porque los invasores llegaron desde poniente y ahí los arrinconaron, el hecho es que la mayor parte de las culturas indígenas sobrevivientes se distribuyen a todo lo largo de la costa oriental de América, desde los mapuches en Chile, a los inuit de Alaska. Si la costa atlántica, al menos en su parte central, pertenece hoy a los negros; la otra orilla, la del Pacífico, es de los indígenas.
En los dos o tres artículos anteriores hablé de las culturas europeas y africanas trasplantadas a América y mencioné a los Estados en que dichas culturas son hegemónicas. Ya dije y lo repito, que no existe ningún Estado-nación entre ellas, pero que algunos, como Estados Unidos, Argentina o Costa Rica, por un lado, o Haití, las Antillas holandesas o Jamaica, por otro, se acercan a ese concepto o tienden a él. Pues bien, en el caso de la América indígena, la América americana, la tercera américa —a ese lugar ha sido relegada—, no alcanza en ningún caso ese estatuto. A pesar de hallarse presente al menos en una docena de Estados, la cultura autóctona de América no es hegemónica en ninguno de ellos.
En Paraguay y Bolivia, la presencia y el peso de las naciones indígenas es considerable y más de un autor considera que son incluso mayoritarias frente a la europea, pero prácticamente todo el control del dispositivo social y oficial, está en manos de esta última. También en Perú y en Ecuador el papel de las naciones indígenas y de su lengua, el quechua, es importante incluso en las ciudades grandes, pero aquí también la hegemonía política, económica y cultural es de la cultura europea.
Ya habrá observado el lector, y alguno se habrá sorprendido, que tanto en este artículo como en los anteriores me refiero a la cultura blanca o europea de América y nunca a la llamada cultura “mestiza”, tan en boga estos días. Ya dije hace semanas, y ahora es el momento de volverlo a hacer, que no existe tal cosa. Si algún mestizaje existió (y de eso también tendríamos que hablar) es el mestizaje genético, si usted quiere, racial. Pero las culturas no se mezclan como los genes; no existen culturas mestizas ni en América ni en ninguna parte. Los actuales “mestizos” que en algunos países como Perú o México constituyen la mayoría de la población, representan a la cultura europea en prácticamente todos sus rasgos.
Es casi nula la influencia indígena en la cultura de los llamados “mestizos”: la toponimia de una buena parte de los pueblos, lugares y ciudades, tres o cuatro productos alimenticios, dos docenas de palabras y dos o tres ritos o costumbres; cierto matiz de la fiesta de muertos o, dice alguien, la costumbre de poner apodos a la gente. Algunos sabrán ver, en algo tan difuso como los “rasgos de carácter”, alguna influencia indígena, pero es más bien discutible. En todo caso, todo el resto, que es prácticamente todo: la lengua, los nombres de la gente, la religión y lo que usted quiera y piense, todo, es de origen europeo.
Esta cultura no es igual a la de los europeos, por supuesto, porque, como toda cultura, sufrió su propia evolución, sometida, como toda cultura, a sus propias influencias, entre las que estaba sin duda la de la vecina y sometida cultura de los indígenas, junto con el clima, el paisaje, la cercanía de los gringos o, qué sé yo, sus propios avatares.
En todo caso, sin embargo, es impropio hablar de cultura “mestiza”. Se trata de la cultura europea, “blanca”, independientemente del color de la piel de sus portadores.
En México, en particular, conviven, para simplificar, tres naciones diferenciadas. Una la constituyen el conjunto de pueblos indígenas sobrevivientes a la conquista y al proceso de disolución nacional posterior. De hecho cada uno de esos pueblos representa una nación (o una “etnia” según la eufemística en vigor) y las diferencias entre ellas pueden —y de hecho son— tan grandes como entre las distintas naciones europeas. Sin embargo, el concepto de nación también tiene un componente cuantitativo. Por debajo de un cierto número de integrantes es difícil hablar de “nación” (como la “nación de dos” de Kurt Vonnegut) y la gran mayoría del medio centenar de pueblos indígenas que hay en la actual República Mexicana difícilmente llegan a ese límite (además de que su número continúa decreciendo y su extinción a corto plazo parece estar asegurada). Pero, por otro lado, la persecución y el genocidio los han acercado unos a otros. Así pues, me permito llamar, en este bosquejo grosero, “nación americana”, al conjunto abigarrado que la marginación les hace constituir a todos ellos.
La cultura blanca en México está también dividida, esta vez en dos naciones cada vez más diferenciadas. Más de uno estaría tentado de hablar del “México mestizo” y del “México criollo”. Yo prefiero, como acabo de decir, huir de esas categorías y remitirme a las más planas pero menos engañadoras de la geografía: el México central y el del norte (Yucatán es todo un caso que merece ser tratado aparte). Actualmente —es ya un hecho que se manifiesta en todos los planos—, a partir de Nayarit, ahí donde Vasconcelos afirmó que se terminaba la cultura y empezaba la carne asada, el norte del país, integrado, más o menos, por las Californias, Sonora, Sinaloa, Durango, Chihuahua, Coahuila, Nuevo León y parte de Nayarit, Zacatecas, San Luis Potosí y Tamaulipas, constituyen una nación distinta. Una nación en ciernes, pero no por eso incierta, con una cultura y una idiosincrasia (que ya quedamos que es lo que a final de cuentas define a la nación) fuertes y diferenciadas.
Las razones de las diferencias entre ambos pueden ser muchas y confusas, como todas con las que se urde la historia; entre ellas están por supuesto la influencia poderosa y distinta de las culturas indígena y sajona, pero la explicación no creo que se agote ahí. En todo caso, para aquel que conozca un México y otro, la distancia es evidente y evidente es que va más allá de lo “regional”.
Esos son los “tres Méxicos”, o tal vez mejor, “tres de los Méxicos”. En nombre de la “unidad nacional”, el México central no ha dudado en imponer sus modelos a los otros dos y en someterlo a su hegemonía. A veces también desde posiciones de izquierda se ha apelado a esa unidad, lingüística, política, etc., para hacer frente dizque a la penetración de la cultura sajona, por ejemplo. Si no se consigue, desde el poder y desde afuera, plantear un proyecto de “unidad” que no se base en la opresión y eventual desaparición de los otros Méxicos como tales, un proyecto, ahora sí moderno y plurinacional, respetuoso de la esencia y personalidad de cada uno, el proyecto del Estado republicano mexicano estará, política y éticamente, condenado.