— XXV —

Magda Ursul, sin duda con un cierto gusto perverso, me hace llegar el artículo que hace ya semanas publicó en esta misma sección Abel Vicencio Tovar, con el título de “Excesos regionalistas”. El articulista se refiere a los recientes Juegos Olímpicos efectuados en Barcelona y, de rama en rama, acaba por aterrizar y lamentar, en resumen, que los catalanes hablen en catalán. En fin, Vicencio Tovar, con benevolencia, admite que no está mal que los catalanes hablen tantito catalán, pero que no exageren. El que además pretendan hablarlo en actos en los que hay hispanoparlantes es ya intolerable. Eso es, como lo delata el título del escrito, un “exceso”.

Mientras se mantenga en el plano folclórico, antropológico, el catalán será una “riqueza regional” digna de ser conservada e incluso ensalzada, como la paella valenciana o las pirámides humanas de Valls, pero si pretenden convertirlo en una lengua normal de relación y de uso corriente en el país que le es propio, una lengua que los forasteros no entienden, ahí sí ya no. Eso es, para el distinguido político panista, una afrenta.

La intolerancia —y aquí la empleo como eufemismo— tiene infinitas caras. Imposible no recordar ahora una deliciosa anécdota. Me la refirió un insigne profesor de la Universidad Autónoma de Barcelona. Fue cuando hacía el servicio militar —que allá sí es de veras, con años de acuartelamiento y toda la cosa—, un grupo de catalanes (a los catalanes, por cierto, en el ejército español los llaman “polacos”. La razón es oscura, pero sospecho que debe ser cercana a la que hace que los nativos de América los llamen “indios”). Así pues, el grupo de catalanes tuvo que someterse al consabido y sempiterno interrogatorio, esta vez de un sargento, medio sardónico, medio agresivo y medio sinceramente intrigado: “¿Vosotros por qué habláis en catalán?” La respuesta también fue la de siempre: “Pues, porque es nuestra lengua, porque es la lengua que aprendimos de nuestros padres, porque es una lengua como todas las demás, etc…”, o incluso la más cortante: “¿Y usted por qué habla español?” En fin, el sargento de marras, también como siempre y a pesar de no haber sabido qué replicar, no debe haber quedado muy convencido. Tan no quedó convencido que pocos días después encontró a un grupo de reclutas catalanes hablando entre sí, en catalán por supuesto, y exclamó: “Los catalanes sois la hostia, ¡hasta cuando estáis solos habláis en catalán!”

Las actitudes de Vicencio Tovar y de nuestro sargento, aunque parezcan opuestas (uno se indigna porque se habla el catalán en público y el otro porque se hace en privado), son equivalentes.

En ambos casos se niega a los catalanes lo que nadie en su sano juicio se atrevería a negarle a suecos, rusos o italianos: hablar normalmente en su propia lengua. Los dos consideran que el hablar catalán por los catalanes es un acto reivindicativo, demostrativo, impuesto. En todo caso, un acto agresivo. Pero, por debajo de la sensibilidad herida, ¿cuál será, a fin de cuentas, el común denominador entre ambas actitudes, su razón última? Ninguno de los dos la esgrime explícita —como lo harían, y lo hacen otros— pero es inconfundible: “Aquí estamos en España y se debe hablar en español”. El buen sargento y don Abel Vicencio deben ser sin duda de quienes exigen que en Suiza se hable en suizo o, en Bélgica, belga.

¿De qué se trata en el fondo? Por un lado, sin duda, es un asunto de inseguridad. El que el colectivo al que uno, gregariamente, cree pertenecer, se comporte de manera extraña (para uno), incomprensible o impredecible, es motivo de angustia. Para eso precisamente se adhiere uno a las comunidades, ya sean familiares, nacionales o políticas: para sentirse como en casa, seguro, sobre terreno conocido, familiar, precisamente. Y si ni los “españoles” ya hablan como uno, ¿qué puede uno esperar de la vida? ¿Qué extraños peligros nos asechan aun?

Y por otro lado, emerge abrumadora una profunda falta de respeto por el otro, por la libertad del otro (mi libertad, decía Bakunin, es infinitamente la del otro), por sus características, sus connotaciones y, en el extremo, sus caprichos. La indignación de Vicencio Tovar alcanza el summum hacia el final de su catilinaria cuando recuerda que en Barcelona se exhibieron carteles con la leyenda freedom for Catalonia. Para nuestro beligerante autor, tan inadmisible es el contenido como la forma, y el idioma usado (él, sin duda, hubiera preferido que lo hubieran escrito en español).

La susodicha actitud es harto frecuente entre los españoles, directamente implicados en el asunto, y los catalanes están tristemente acostumbrados a ella. Sin embargo, no deja de ser sorprendente en un mexicano, al que, en principio no le va ni le viene o, en fin, al que no le debería ir ni venir. ¿No sería a todas luces más aconsejable, en alguien, además, que se precia de ser liberal y antiautoritario, una actitud si no ya de comprensión y solidaridad con la causa de los catalanes, sí de dejar que hagan y digan lo que buenamente les venga en gana? Si los hay que consideran, como dice el articulista, que no son españoles, ¿no es, en la mejor de las tradiciones liberales, su estricto e inalienable problema?

Sin embargo, no deja de ser positivo que don Abel meta la nariz donde no le hierve la olla, porque ciertamente la cuestión catalana no es tan ajena como pudiera parecer a simple vista. Todo el intríngulis se reduce a que España, como Bélgica o Suiza, es un Estado plurinacional. No son naciones, en el sentido estricto de la palabra. En ellos conviven naciones con hábitos y costumbres distintas. Y resulta que México también es un Estado plurinacional. Yo hablaría de tres Méxicos. De hecho la semana que viene hablaré de esos tres Méxicos. Y Dios coja confesados a los otros dos si Abel Vicencio Tovar y quienes piensan como él llegan un día al poder del México oficial.