Los hermanos del norte

— XXIV —

No sé dónde leí que el desierto de Sonora avanza dos kilómetros por año. Espero que sea una exageración, un borrego; pero no estoy seguro. La sola posibilidad de que algo así sea cierto pone los pelos de punta. Dos kilómetros por año significan unos seis metros cada día, unos 25 centímetros por hora. Horripilante.

Lo que los europeos hicieron en América hace cinco siglos es execrable. Visto y juzgado desde la perspectiva y la moral de entonces y desde las de hoy. Sin embargo, aquellos acontecimientos hoy aparecen, si cabe, mucho más terribles. No son pocas las buenas conciencias que se lamentan compungidas de lo sucedido pero que, resignadas, consideran que fue el precio que los americanos debieron pagar con tal de llegar a la “civilización”. “Fue triste, pero todo lo que hoy tenemos se lo debemos a ellos” dicen ciertos panegiristas vergonzantes. Hoy ya sabemos —empezamos a saber— lo que vale esa civilización que nos “legaron”. Hoy esa civilización del progreso y el beneficio ha puesto en peligro toda forma de civilización en el mundo y al mundo mismo.

Últimamente me he dado a hospedar en mis artículos a otras voces. Hoy quiero dar sitio a la de los americanos —en cierto sentido— más desafortunados: los indígenas del norte de Estados Unidos. Los más “atrasados” desde la perspectiva de los invasores. Quiero reproducir, íntegra, la respuesta del jefe piel roja del Seattle a la solicitud del Presidente de ese país para comprarle sus tierras, en 1854.

Jefe de los rostropálidos: ¿cómo se puede comprar el cielo o el calor de la tierra? Esa, para nosotros, es una idea extravagante.

Si nadie puede poseer la frescura del viento ni el fulgor del agua, ¿cómo es posible que se propongan comprarlos? Mi pueblo considera que cada elemento de este territorio es sagrado. Cada pino brillante que está naciendo, cada gramo de arena en las riberas de los ríos, los arroyos, cada gota de rocío entre las sombras de los bosques, cada colina, y hasta el zumbido de los insectos son cosas sagradas para mi pueblo, para su manera de pensar y para sus tradiciones.

La savia circula por dentro de los árboles llevando consigo la memoria de los pielrojas. Los rostropálidos olvidan a su nación cuando mueren y emprenden el viaje a las estrellas. No sucede lo mismo con nuestros muertos; nunca olvidan a nuestra tierra madre. Somos parte de la tierra y la tierra es parte de nosotros. Las flores que aroman el aire son nuestras hermanas. El venado, el caballo y el águila también son nuestros hermanos. Los desfiladeros, los pastizales húmedos, el calor del cuerpo del caballo o del nuestro, forman una sola y única cosa.

Por todo esto creo que el jefe de los rostropálidos pide demasiado al querer comprarnos nuestra tierra.

El jefe de los rostropálidos dice que cuando le vendamos nuestras tierras nos reservará un lugar donde podremos vivir tranquilamente y que él se convertiría en nuestro padre. Sin embargo, no podemos aceptar su oferta, pues esta tierra es sagrada.

El agua que circula por los ríos y los arroyos de nuestro territorio no es sólo agua, es también la sangre de nuestros ancestros. Si les vendiéramos nuestra tierra tendrían que tener en cuenta que es sagrada y tratarla como tal, y esto mismo tendrían que enseñarle a sus hijos.

Todo lo que se refleja en las aguas cristalinas de los lagos habla de los sucesos pasados de nuestro pueblo. La voz del padre de mi padre está en el murmullo de las aguas que corren.

Somos hermanos de los ríos que sacian nuestra sed, conducen nuestras canoas y alimentan a nuestros hijos. Si les vendiéramos nuestras tierras tendrían que tratar a los ríos con dulzura de hermanos, y enseñar esto a sus hijos.

Los rostropálidos no nos entienden. No saben ver la diferencia entre dos terrones. Son extranjeros que llegan de noche a usurpar la tierra que no necesitan. No tratan a la tierra como a una hermana sino como a una enemiga. Conquistan territorios y luego los abandonan, dejando ahí a sus muertos, sin que eso les importe. La tierra secuestra a los hijos de los rostropálidos; a ella tampoco le importan ustedes.

Los rostropálidos tratan a la tierra madre y al cielo padre como si fueran simples cosas que se compran, como si fueran cuentas de collares que intercambian por otros objetos. El apetito de los rostropálidos terminará un día por devorar todo lo que hay en las tierras hasta convertirlas en desiertos en el desierto. Para nosotros las cosas no deben ser así. Los ojos de los pielrojas se llenan de vergüenza cuando visitan las poblaciones de los rostropálidos. Tal vez esto se deba a que somos silvestres y no los entendemos.

En sus pueblos y ciudades no hay tranquilidad; no puede oírse el abrir de las hojas en la primavera ni el aleteo de los insectos. Nosotros lo conocemos porque somos silvestres. El ruido que ustedes hacen insulta nuestros oídos. ¿Para qué le sirve la vida al ser humano si no puede escuchar el canto solitario del pájaro chotacabras?, ¿si no puede oír la algarabía nocturna de las ranas al borde de los estanques? Como pielroja, no entiendo a los rostropálidos. Aquí preferimos los vientos suaves que susurran sobre los estanques, los aromas que nos traen esos límpidos vientos, las lloviznas de mediodía o los pinos olorosos.

Para los pielrojas el aire no tiene precio; todos los seres compartimos el mismo aliento, todos: los árboles, los animales, los hombres. Los rostropálidos no saben el aire que respiran, son moribundos que no perciben la pestilencia.

Si les vendiéramos nuestras tierras tendrían que aprender el valor del aire. Deberían entender que el aire comparte su espíritu con la vida que sostiene. El primer soplo de vida que recibieron nuestros abuelos vino de ese mismo aliento. Si les vendiéramos nuestras tierras tendrían que tratarlas como sagradas. En ellas hasta los rostropálidos pueden disfrutar el viento que aroma las flores de las praderas.

Si les vendiéramos las tierras, también deberían tratar a los animales como a sus hermanos. He visto a miles de búfalos muertos descomponiéndose sobre las praderas. Los rostropálidos los matan con sus trenes y ahí los dejan. No se los comen. No entiendo por qué dan más valor a una máquina humeante que a un búfalo. Si un día exterminan ustedes a todos los animales, el hombre también perecerá, en medio de una enorme soledad espiritual. El destino de los animales es el mismo que el del hombre. Todo concuerda.

Ustedes tienen que enseñarle a sus hijos que el suelo que pisan contiene las cenizas de nuestros ancestros; que la tierra se enriquece con la vida de nuestros semejantes, que a la tierra hay que respetarla. Enseñen a sus hijos lo que los nuestros ya saben: que la tierra es nuestra madre. Lo que la tierra padezca, será padecido por sus hijos. Cuando los hombres escupen al suelo se escupen a sí mismos.

Estamos seguros de esto: la tierra no es del hombre, es el hombre el que es de la tierra. Nosotros lo sabemos. Todo se armoniza, como la sangre que emparenta a los hombres. Todo se armoniza.

El hombre no teje el destino de la vida. El hombre es sólo una hebra de ese tejido. Lo que le haga al tejido se lo hace él mismo. El rostropálido no escapa a ese destino, aunque hable con su Dios como si fuera su amigo.

A pesar de todo, tal vez los pielrojas y los rostropálidos somos hermanos. Eso ya se verá después. Nosotros sabemos algo que los rostropálidos a lo mejor descubren algún día: ellos y nosotros veneramos al mismo Dios. Pero ustedes creen que ese Dios les pertenece, del mismo modo que quieren poseer nuestras tierras. No es así. Dios es de todos los hombres y su compasión se extiende por igual sobre los pielrojas y los rostropálidos. Dios quiere mucho estas tierras y quien las hiera provocará la ira del Creador.

Tal vez los rostropálidos se extingan antes que las otras tribus. Sigan infectando sus lechos y el día menos pensado despertarán ahogándose bajo sus propios desperdicios. Avanzarán llenos de orgullo hacia su propia destrucción, alentados por la fuerza de ese Dios que les ha dado, quién sabe por qué designio, la potestad de que gozan.

Para nosotros es un misterio que estén ustedes aquí; no entendemos por qué acaban con los búfalos, ni por qué doman a los caballos, que por naturaleza son salvajes, ni por qué hieren los rincones más recónditos de los bosques con sus alientos ni por qué arruinan el horizonte con cables parlantes.

¿Qué ha sucedido con las plantas? Las destruyeron.

¿Qué ha pasado con el águila? La mataron.

Hoy la vida ha terminado. Hoy empieza la sobrevivencia.”

Tampoco esta vez quiero hacer ningún comentario. Lo salvaje cada vez dice más. En todo caso debería ser claro que la discusión sobre lo sucedido hace 500 años no es bizantina. Saber discernir entre un pasado y otro nos permitirá, o no, llegar a un futuro o a otro.