— XXIII —
Han pasado ya casi dos semanas desde la celebración del “quinto centenario” y se impone un primer balance. Finalmente, la tendencia que se venía anunciando en las últimas semanas se afirmó y acabó por imponerse. La que estaba planeada —por sus promotores y organizadores— como “fiesta de la hispanidad” se convirtió en una conmemoración luctuosa y en una denuncia del genocidio cometido por los europeos a partir de finales del siglo XV.
Los hispanófilos, los de convicción y los de encargo, en el mejor de los casos tuvieron que ir matizando y ajustando cada vez más su júbilo hasta convertirlo en algo ecléctico e incomprensible. No faltaron, por supuesto, los recalcitrantes de siempre que, contra viento y marea, insistieron en llevara a cabo su sórdida celebración, pero sus voces carecían ya de todo vigor y convicción (las principales manifestaciones festivas de la hispanidad tuvieron lugar, curiosamente, en Estados Unidos, donde todo esto, por motivos más o menos obvios, tiene otro sentido). Los más prudentes, sin embargo, optaron por un discreto y ya obligado silencio.
La pretendida fiesta en la que se invirtieron tantos y tantos años de preparación y tantos y tantos miles de millones de dólares, se aguó. Ante la hostilidad de tantos y la indiferencia de la mayoría, los españoles —prácticamente los únicos europeos que se atrevieron a insistir en celebrar algo— habían intentado dar marcha atrás en el último momento, pero fue inútil. Asatados por un aire de derrota mal disimulado, tuvieron que dar por terminados modesta y expeditamente los festejos que querían ser apoteósicos.
Como para que no quedara lugar a dudas sobre el verdadero carácter de la fiesta “del encuentro y la fraternidad”, los españoles la celebraron con un desfile militar. Y es que piense el lector que, a falta de una mejor, y en una solución de compromiso muy poco afortunada, los españoles decidieron hace unos años que su fiesta nacional sería precisamente el aniversario del descubrimiento de América.
A ver si usted le ve la punta por algún lado. Y es que la España posfranquista padece de una seria falta de símbolos nacionales convincentes. Son muchos los españoles que no pueden olvidar que la actual bandera de su país es la que ondeaba en las trincheras fascistas durante la guerra civil y que sustituyó a la republicana de la franja morada. Esos españoles no pueden verla ondear sin un cierto mal sabor. El himno, por su parte, tampoco goza de gran prestigio. A la Marcha Real actualmente prefieren mejor no ponerle letra alguna.
Así que, víctimas de una gran “penuria simbólica”, y haciendo honor a cierta megalomanía maltrecha, tampoco debe extrañar tanto que eligieran como fiesta nacional aquella que recuerda su imperio desaparecido.
De este lado del mare tenebrosum, a lo largo de toda nuestra América, indígena de todas las idiosincrasias y latitudes, por su parte, abandonaron durante unas horas sus sierras y reservaciones e invadieron las calles de las ciudades. Desde los mapuches vecinos al Cabo de Hornos hasta los “pueblos” de Nevada hicieron de ese día una verdadera exaltación de lo prehispánico y una reivindicación airada del lugar que les pertenece.
También aquí hubo de todo, sin duda. Desde los grupos folclorizantes más propios de un desfile de carnaval que de una manifestación étnica, hasta los que pedían la liberación del “presidente Gonzalo”. Ataviados con atuendos de legitimidad dudosa y llevando al cabo ritos anacrónicos y de pertinencia incierta, varios de los grupos participantes recordaron demasiado a los concheros de los semáforos. No faltaron, por supuesto, quienes aprovecharon la ocasión para rendir pleitesía a los gobernantes de turno y reafirmar cierto carácter peticionario que ha afectado desde tiempos remotos a la reivindicación indigenista.
La mayoría de los participantes en esas históricas jornadas, sin embargo, emergieron por encima de la confusión (natural, por otro lado, en un movimiento que apenas se conforma y de características tan complejas) y protagonizaron una magnífica demostración de la pervivencia de Indoamérica. Acompañados por miles de habitantes de ese “otro mundo” que son las ciudades y los llanos, y que quisieron testimoniar su simpatía y solidaridad con su causa (incluso en la lejanísima Oslo, allá entre los fiordos noruegos, hubo una manifestación en su apoyo), los indígenas de hoy, descendientes genéticos y culturales de los sobrevivientes de ayer, levantaron su voz digna e inconfundible y miraron con decisión más al futuro que al pasado.
La piedrita que le faltaba al hígado de los “quintocentenarieros” la pusieron, hablando de noruegos, los premios Nobel. Este año dos de cal por lo menos. Si el de Literatura a Derek Walton representa recordar a esa América Latina no hispanoparlante, soslayada por las Iberoaméricas de toda laya y tan flagrantemente excluida de la pretendida fiesta, esa América antillana, entrañable y fascinante que con tanta frecuencia olvidamos (sorpréndase: en América Latina los países hispanoparlantes somos minoría), si el Nobel a Walton representa, repito, recordarnos la más marginada de las Américas, el acordado a Rigoberta la quiché es ya una afrenta descarnada a la arrogancia hispano-imperial.
Así pues, el tiro, ese tiro con el que querían matar a la parvada entera, salió, ay, por la culata. Y si la fiestecita de los colonizadores toca a su fin, una vez rebasada la efemérides, o mucho me equivoco o el reencuentro de unos americanos con otros y de todos con sí mismos, apenas se inicia. Y si hace 500 años lo hicieron los europeos, en este 1992, tal vez los americanos, por fin, empezamos a descubrir América.