— XXII —
Alguien dijo —y si no lo dijo nadie, lo digo yo— que la inteligencia es la capacidad de relacionar datos aparentemente ajenos, lejanos en tiempo o en ámbito.
Erik Maisner da un buen ejemplo de ello al comentar mi artículo de hace quince días, donde mencionaba que para los aztecas la guerra era un acto ritual. Erik me cuenta un bello pasaje de la célebre leyenda germánica de los nibelungos, y que transcribo un poco al tanteo:
Sigfrido, poseedor del tesoro de los nibelungos, es asesinado a traición por Hagen príncipe de Worms. Crimilda, su viuda, jura vengarlo. Casada en segundas nupcias con Etzel, rey de los hunos, hace que este invite a su palacio a Hagen y a su séquito formado por miles de caballeros y guerreros. En pleno banquete de bienvenida, pone en obra una provocación para enfrentar a huéspedes y anfitriones y lograr que los de Worms sean muertos; sin embargo son los invitados, la gente de Hagen, la que ataca, y hace una terrible carnicería, en la que perecen 7,000 de los súbditos de Etzel. Crimilda, desesperada, conmina a los hunos a defenderse, pero estos rehúsan contraatacar, pues sería indigno de ellos violar las reglas de la hospitalidad y agredir, aunque fuera en defensa propia, a sus invitados.
De entre todos los rituales, los más sagrados, los de más profundo arraigo, son sin duda los de la vida y los de la muerte, y difícilmente serán rotos, aunque su fidelidad cueste la vida. Y considere el lector que los hombres de Etzel son aquellos que los griegos llamaron bárbaros, es decir “los que hablan mal”. En todos los tiempos y en todas partes se han cocido habas.
La referencia de Maisner no se limita simplemente a indicar una cultura en la que los rituales de guerra y hospitalidad tienen un peso importante, sino que sin ninguna correspondencia directa, algo hay en común con los relatos de la vida y las actitudes de los antiguos americanos. Un mismo espíritu, un mismo perfume, parece envolver el hacer y el pensar de los “bárbaros” de aquí y de allá.
Déjenme transcribirle el relato que hace, basándose en Motolinia y en Sahagún, el gran antropólogo francés Jacques Soustelle en su apasionante libro La vida cotidiana de los aztecas, de cómo llevaban a cabo los aztecas una declaración de guerra:
“En la época en la que la triple alianza, en la cumbre de su poderío, se observaban escrupulosamente reglas complejas antes de empeñarse en una lucha. La noción que sustenta estas gestiones es que la ciudad que se trata de incorporar al imperio le pertenece ya según un cierto derecho —se trata de la doctrina oficial que hemos expuesto antes—; si ella reconoce ese derecho y acepta sin violencias inclinarse, entonces ya no se verá obligada a pagar tributo: el estado mexicano se contentará con un regalo voluntario y ni siquiera mandará a un funcionario para percibirlo. Todo quedará fundado en un acuerdo amigable.
“Las tres ciudades imperiales tenían sus propios embajadores, que desempeñaban sucesivamente su papel en la serie de gestiones con las cuales se buscaba obtener sin guerra la sumisión de la provincia en cuestión.
“Primero los embajadores de Tenochtitlán, llamados quauhguauhnochtzin, se presentaban ante las autoridades locales. Se dirigían sobre todo a los ancianos, haciéndoles ver las calamidades que se derivarían de una guerra… Los embajadores solicitaban del soberano que aceptara en su templo una imagen de Huitzilopochtli y la colocara en plan de igualdad con el dios supremo local y enviara a México un regalo en forma de oro, pedrería, plumas y mantas. Antes de retirarse, entregaban a sus interlocutores un cierto número de escudos y macanas, porque estuviesen apercibidos y no dijesen que los tomaban a traición, dejándoles un término de veinte días (un mes indígena) para que tomaran la decisión.
“Si una vez transcurrido el plazo no había llegado aún una respuesta, o si la ciudad rehusaba aceptar la supremacía imperial, se presentaban los embajadores de Texcoco, los achcacauhtzin. Estos hacían una advertencia solemne al soberano del lugar y a sus dignatarios, apercibiéndolos que dentro de otros veinte días que les daban de término se redujesen a paz y concordia con el imperio, con el apercibimiento que si se cumplía el término y se allanaban, que sería el señor castigado con pena de muerte, conforme a las leyes que disponían hacerle pedazos la cabeza con una porra, si no moría en batalla o cautivo en ella, para ser sacrificado a los dioses… si no quería, luego incontinenti le ungían estos embajadores el brazo derecho con cierto licor que llevaban, que era para esforzarlo a que pudiese resistir la furia del ejército de la tres cabezas del imperio, y asimismo le ponían en la cabeza un penacho de plumaría que llamaban tecpillotl (símbolo de nobleza) atado con una correa colorada, y le presentaban muchas rodelas, macanas y otros adherentes de guerra…
“¿Había terminado ese nuevo periodo de veinte días sin que la ciudad rebelde se sometiera? Entonces se presentaba la tercera embajada, esta vez enviada por el rey de Tlacopan, para hacer una postrera advertencia. Estos embajadores se dirigían particularmente a los guerreros de la ciudad, que como tales personas habrían de recibir los golpes y trabajos de la guerra. Les fijaban un tercero y último plazo de veinte días, precisando que si persistían en su negativa, las armas imperiales devastarían su provincia, los prisioneros serían sometidos a la esclavitud y la ciudad reducida el estado de tributaria. Antes de retirarse, ofrecían a los oficiales y a los militares escudos y macanas…
“Cuando había transcurrido el último término de veinte días, la ciudad y el imperio se encontraba ipso facto en estado de guerra. Todavía se esperaba para iniciar las operaciones, cuando ello era posible, a que los adivinos hubieran indicado una fecha favorable, por ejemplo uno de los trece signos que comenzaban por ceitzcuintli, uno perro, serie consagrada al dios del fuego y del sol”.
¿Cómo podían concebir estos hombres que algo como la matanza del Templo Mayor pudiera producirse? ¿Cómo podían imaginar siquiera que nadie, por más extraño, exótico, poderoso o divino que fuera, cometiera algo parecido? Piense sólo que los grandes jefes como Moctezuma, Anacaona, Cuauhtémoc, Atlahualpa, fueron presos y muertos no en combate, sino capturados y asesinados en reuniones y fiestas a las que fueron invitados y a las que ellos, sencillamente asistieron.
Sin duda, también para los europeos la guerra era ritual, al menos en el siglo XVI. Las fechas y los lugares de las batallas se fijaban con antelación y de común acuerdo entre los enemigos. La disposición de los distintos cuerpos de ejército era mostrada sin recato ni precaución. Los uniformes eran coloridos y llamativos y las banderas y los clarines, más importantes que sables y mosquetones. Había códigos de honor inviolables.
Tal vez cuando los uniformes se hacen caqui, cuando el honor cede el lugar a la sobrevivencia, a la “eficacia”, es que la guerra empieza a perder su carácter ritual.
Lo sucedido aquí, sin embargo, es que la conquista no fue una guerra en sentido pleno. No hubo adversario en sentido estricto. Para los mexicanos, los españoles eran más bien dioses y, para los españoles, los mexicanos fueron más bien animales.