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Una cultura son sus rituales, o, dicho con más precisión, el ritual es como una fotografía, una proyección de la cultura. Y no me refiero exclusivamente a los que se asumen y se reconocen como tales: el oficio de la misa por el sacerdote o la degustación del vino que hace el somelier de un restaurante caro. No. Hablo de los rituales que hablan de nuestra vida cotidiana. No quisiera intentar dar una buena definición de lo que es un ritual (creo, es más, que las definiciones nunca son buenas).

Convengamos simplemente, para acercarnos a su aprehensión, que un ritual es un algoritmo —una receta, para entendernos—, una sucesión de acciones y una manera especial de llevarlas al cabo, que se repiten más o menos de la misma manera en las mismas situaciones, y cuya “justificación” no reside en la naturaleza ni en los objetivo de la tarea que se realiza, sino que obedecen a principios y criterios atávicos, heredados o adquiridos, pero siempre inconscientes.

Así, la serie de operaciones que realizamos para arrancar un coche y manejarlo, frenando y acelerando, cambiando de una velocidad a otra, no constituyen un ritual en sentido estricto, pues la “lógica” de todas estas operaciones está dictada por la naturaleza de la máquina, del tránsito, y por nuestro objetivo de desplazarnos (ello merecería ser discutido, pero no es este ni el lugar ni el momento oportuno). Pero si de manera sistemática prendemos el radio del coche, encendemos un cigarro, apoyamos el codo en la ventana y seguimos esa ruta de siempre, que no es la más corta, entonces eso sí constituye un ritual. Los rituales, ya lo dije antes, forman una densa trama en la que se teje nuestra cotidianidad. El comer juntos y en público y el defecar solos y en privado son rituales ampliamente compartidos. No siempre ni por todo el mundo, sin embargo. En la célebre Sala de los Delfines, los patricios romanos satisfacían juntos, mientras platicaban con sus vecinos, necesidades diferentes pero indisociables del comer o el beber. El gran Buñuel, en su magnífica broma fílmica El fantasma de la libertad, juega con la idea de invertir el papel de estos dos rituales y desenmascara, con la agudeza que lo caracteriza, su condición.

Hay rituales individuales, particulares, y los hay públicos, compartidos. Si en los primeros se condensan, de manera cifrada, todos los rasgos que dan cuerpo a la personalidad, en los segundos se proyecta la historia entera, con sus avatares, mitos y tabúes, que conforma la idiosincrasia de un pueblo.

A pueblos distintos, rituales distintos. El joven antropólogo Alfonso Echeverri me hablaba de su estancia de varios meses entre los tzeltales, e intentaba darme una idea de hasta qué punto aquella gente era de “otro mundo”. Déjeme transcribirle dos de los momentos del relato de Echeverri. Se trata, ya lo debe haber usted adivinado, de dos rituales.

Cuando un tzeltal está hablando contigo es necesario estarlo interrumpiendo, hacer comentarios sobre lo que está diciendo: Hoy en la mañana cuando me paré… —¡Ah!, en la mañana cuando se paró usted… —Me di cuenta que estaba muy nublado… —Claro, estaba muy nublado, usted seguro se dio cuenta… etc. (no estoy seguro de estar ejemplificando bien uno de esos diálogos, pero por ahí va la cosa). Si usted se calla para poner atención a lo que le están contando, el tzeltal cree que no le interesa y lo más probable es que calle o cambie de tema.

El segundo momento se refiere a un suceso que Echeverri vivió personalmente. Un buen día, caminando de un caserío a otro, se encontró con un conocido que, con un sarape sobre el brazo, iba en dirección opuesta. Intercambiaron las preguntas de cortesía, en el estilo de más arriba: ¿Cómo está usted? ¿Los niños cómo siguen? ¿Fue usted a conocer el arroyo grande? El diálogo se prolongó durante unos cinco o diez minutos, después de los cuales el tzeltal añadió, como quien no quiere la cosa: “A propósito, señor, ¿no tendrá usted una venda para mi brazo?, porque me lo acabo de cortar”, y descubrió su brazo medio cercenado por un machetazo accidental mientras desbrozaba el monte. Aquel hombre hubiera considerado sin duda una grosería hablar así de sopetón de su brazo sin antes hacer la plática e interesarse por el otro y los suyos.

En efecto, los tzeltales, hoy, son otro mundo. Todavía. Los mexicas y los zapotecos y los mayas del siglo XVI eran también, y de qué manera, otro mundo. Ese respeto por el otro, esa presencia y consideración del y por el otro que tan vivamente ilustra el testimonio de Echeverri eran elementos centrales de toda la cultura mesoamericana prehispánica, en contraste con la prepotencia y el desprecio con los que desembarcaron los españoles. Las referencias escritas son numerosas si las sabe uno leer. La constelación ritual es totalmente distinta.

La guerra en particular, era un acto ritual entre los pueblos de nuestro altiplano. Es más, creo que en todas las culturas, en un momento dado, el combate posee un atributo ritual. Shahen Hacyan, entre cuyos numerosos y sorprendentes intereses se cuenta el de la cultura japonesa y el budismo zen, me comentaba hace unos días cómo la aparición de la pólvora representó el final de los samuráis y de toda la técnica de la lucha y del código de honor que regía la guerra, de un ritual específico de combate. Es posible que sea la pólvora la responsable, allá en Oriente, en Europa y aquí, de la transformación de la guerra, de un duelo colectivo en una carnicería. “En la guerra y en el amor todo se vale”, dice la estupidez popular, sin entender que la verdadera guerra, como el verdadero amor, tiene (¿tenía?) sus reglas, que uno no puede romper sin deshonrarse.

Es como un jugador de ajedrez que diera patadas en los tobillos del adversario o le ofreciera jugosas sumas de dinero a cambio de determinadas jugadas. Tal vez ganaría, pero no al ajedrez.

No hay nada más difícil, por no decir imposible, que renunciar a un ritual. Hay algo de intrínseco implicado en él. Yo creo que el enigma de la derrota americana de hace casi cinco siglos tiene que ver, en primer lugar, con la imposibilidad de entender el comportamiento de los invasores, y después con otra imposibilidad. La imposibilidad, una vez que hubieron entendido, de romper las reglas de su propio juego, de violar sus propios rituales, de guerra y de hospitalidad, a pesar de que demostraron ser fatales. La imposibilidad de renunciar a la propia idiosincrasia.

Dentro de dos semanas hablaré de cómo hacían la guerra los americanos, porque, dentro de siete, a dos días del 12 de octubre, hablaré de cómo la hicieron los españoles.