La muerte del pavo real

— XIX —

Una de las más bellas historias —y ciertamente fueron muchas— que puntearon la agitada vida de mis padres, y de la que mi madre hacía una delicia, con ese incomparable talento suyo de narradora, tiene como protagonista un grande y hermoso pavo real.

En el caos que siguió a la huida y a la desbandada de los republicanos, vascos, catalanes, españoles y gallegos, ante el inminente triunfo del ejército fascista en 1939, miles de familias quedaron divididas e incomunicadas. Entre ellas la que sería la mía. Mi padre cruzó la frontera francesa con varias unidades de combatientes y fue internado en uno de los campos de concentración que los franceses habían gentilmente dispuesto para ellos, sobre la costa mediterránea. Mi madre, por su parte, había sido enviada, junto con las colonias de niños huérfanos o extraviados por sus familias y que ella conducía, a los campamentos de Cayeux Sur Mer, en el otro extremo de Francia, sobre la costa normanda. Un feliz azar (incluso en las más terribles situaciones, a veces aparece) hizo que después de meses de angustia e incomunicación lograran localizarse y reencontrarse (esa es otra bella historia, pero no es de ella que quiero hablar).

Finalmente, mis padres y mis dos hermanos mayores lograron reunirse en Montauban, en el sur del país. Renuncio a describir la dicha de verse nuevamente juntos y a salvo, pese a todo lo que habían tenido que dejar atrás. Se instalaron, junto con otras familias de refugiados en la Maison Bleue, la Casa Azul, una casona rural en las afueras del pueblo. Lo peor de la pesadilla había pasado y un cierto optimismo asomó tímidamente en sus vidas. La vida en común y la solidaridad entre todos los habitantes de la Maison permitieron empezar a pensar de nuevo en el futuro y aquellas veladas en torno de la chimenea resultarían inolvidables para todos. La situación pecuniaria, sin embargo, era crítica. Las penurias, extremas. No había ni trabajo ni dinero y los refugiados pasaban hambre. Había que racionar la comida incluso a los niños.

He aquí que, una buena noche, un grupo de hombres de la Maison Bleue, mi padre entre ellos, participaron en una tómbola en el café-club del pueblo. Si le preguntaba usted a mi madre cómo es que se permitían esos bribones, en medio de tantas privaciones, andar gastando el dinero en tómbolas, meneaba la cabeza mientras miraba a los cielos pidiendo clemencia o castigo, no lo sé, para los tunantes. El caso es que ganaron. Y el premio fue… un pavo real. Sí, leyó usted bien: un hermoso, majestuoso y vivo pavo real. Un real pavo real.

Felices y desconcertados, se fueron hacia la casa cargando la inmensa y deslumbrante gallinácea. Cuál no sería la sorpresa de las mujeres y la alegría de los niños al ver al nuevo huésped. Lo instalaron en el patio interior y le construyeron como mejor pudieron y supieron un “gallinero” a la altura (en todos los sentidos del término) de su majestad. Durante días lo contemplaban maravillados barrer parsimonioso el patio con su cola policroma, o exhibirla, orgulloso, altanero y ruante.

Sin embargo, la situación no podía prolongarse mucho. Las cosas ya eran bastante difíciles para tener que contar con otra boca, un pico en este caso, que alimentar. La temida decisión no se hizo esperar. Había que sacrificar al noble pájaro y que contribuyera ahora él a nutrir al famélico colectivo. Mi madre fue designada para llevar al cabo el penoso sacrificio.

Contaba cómo, con una mezcla de tristeza, aprehensión, nostalgia anticipada y consideraciones de orden técnico, afiló el mejor de los cuchillos y se dirigió hacia la magnífica bestia, pensando, más que preocupada, aterrada, cómo le iba a hacer si el gigante se debatía en proporción a como lo hacían en parejas circunstancias sus parientes plebeyos, patos y gallinas. Pero, para su asombro y tranquilidad, el condenado, con su mirada noble, triste y, se diría, sabedora y resignada, apenas el filo del arma tocó la tersa y elegantísima garganta, cerró los ojos y se desplomó. Una sola gota de sangre roja y mate se escurrió sobre el plumaje verde y brillante.

Mi madre se preguntaba si todos los pavos reales sabían morir con esa magnificencia o si tal dignidad había sido individual. Aquella noche los habitantes de la Maison Bleue, con un poco de tristeza, comieron como reyes.

Interrumpo aquí el relato del relato. Aunque el de mi madre no se acaba aquí, debo vencer la tentación de continuar. Es precisamente esto a lo que quería referirme hoy.

Los historiadores no han logrado, a pesar de todos los esfuerzos y artificios, resolver el enigma de la rápida victoria de los invasores españoles sobre los pueblos americanos. ¿Cómo entender, en efecto, que un puñado de mercenarios pudiera derrotar a ejércitos inmensos, aguerridos y disciplinados? La resistencia existió, sin duda, y fue heroica y decidida. El relato que del sitio de Tenochtitlan hacen tanto los atacantes como los defensores, vencedores y vencidos, es conmovedor ly no deja lugar a dudas. Finalmente, sin embargo, no consiguió impedir la derrota fulminante.

Muchas explicaciones se han propuesto y sin duda tienen su valor: la posesión de la pólvora y de los caballos por los españoles, los mitos religiosos que asociaban cierta divinidad a los invasores, las rivalidades entre los países americanos. Sin embargo, no creo que basten para explicar ni la magnitud ni la rapidez de la derrota. Ya la semana pasada dejé que Cortés nos describiera someramente a qué debieron, él y sus hombres, enfrentarse. Estoy convencido que ni los cañones ni los jinetes ni las historias místicas ni tlaxcaltecas agotan la explicación de lo sucedido. Hay, además y sobre todo, algo del orden de lo cultural, de la idiosincrasia. En la próxima entrega pensaré en voz alta en esa componente cultural. En cómo los antiguos mexicanos supieron morir como el pavo real de la Maison Bleue.