— XVII —
Hace ya varias semanas los señores Vicente García Aracil (el 20 de junio) y Casimiro Pérez H. (el 12 de agosto) se refirieron, en sendas cartas aparecidas en Foro de Excelsior, a los artículos de esta serie.
Hoy, al contestarles, debo pedirles disculpas (nunca he acabado de saber si las disculpas debe uno pedirlas u ofrecerlas; en todo caso hay ahí una bella ambigüedad no carente de significación), por tres razones distintas. En primer lugar por haber tardado (sobre todo al señor García Aracil) en responder. No acababa de encontrar ni el tono ni el punto adecuado del discurso (aún no estoy seguro de haberlos encontrado). En segundo lugar, por no hacerlo, como correspondería, en el propio Foro. Creo sin embargo que las dos cartas, me temo que sin proponérselo, me servirán de buen pretexto para desarrollar algunos de mis puntos de vista. Y finalmente, por el hecho de contestarles a ambos al mismo tiempo; espero no cometer una descortesía al considerar que tanto los argumentos como —sobre todo— el espíritu de las dos epístolas se parecen asaz.
Escribí la semana pasada de cómo la intolerancia es una característica de la civilización occidental y muy en particular de la española, su “reserva espiritual” como decía Franco (de hecho el fascismo y el nazismo son fenómenos típicamente europeos). Y una de las características de la intolerancia, la primera de sus manifestaciones, es la descalificación.
Y tanto don Vicente como don Casimiro, más que contrargumentar, desgraciadamente, descalifican. La más notable de las coincidencias entre los escritos de ambos es el negar la verosimilitud de la cifra que di de 30 millones de habitantes, a inicios del siglo XVI, en los territorios que actualmente comprende el Estado mexicano. En fin, poner en duda siempre es saludable. Someter al agua regia los argumentos del otro, sobre todo cuando no nos son favorables, es más que legítimo. Pero ni don Vicente ni don Casimiro ponen en duda, simplemente niegan, conjuran. Con tres “razonamientos” y cuatro epítetos dejan zanjada la cuestión.
En su descargo debo decir que la cifra es en verdad sorprendente y poco divulgada. Pero don Vicente y don Casimiro no se sorprenden sino que, sin más, rechazan. Y la ignorancia no es tanto desconocer como negarse a conocer. Reconozco que cuando don Vicente y don Casimiro se niegan rotundamente a conocer y reconocer que en el momento de la llegada de los primeros invasores españoles había aquí tantos habitantes como en 1957, saben lo que hacen.
Porque aceptarlo equivale —no se necesita darle más vueltas— a confrontarse con la magnitud de la tragedia. Hacen ustedes bien, don Vicente, don Casimiro. Si admitieran ustedes que en menos de cincuenta años la población entre el Bravo y el Suchiate pasó de 30 a 2 millones y medio de habitantes, ya no habría manera de disimular el genocidio, ya no podrían mantenerse en la ignorancia, ya no habría lugar para el eufemismo, ya no habría modo de apartar la mirada del horror.
Las armas que esgrime don Vicente y los estandartes que enarbola don Casimiro en conjuro de la cifra diabólica no son documentos ni crónicas. Es el sentido común (qué tan común y qué tan sentido es algo que podríamos discutir). Es en nombre de la “lógica” y no de la historia que, de un plumazo, la verdad es restablecida (la confusión entre “lo lógico” y lo verdadero es eterna). Esa metaverdad que se enuncia desde los paradigmas morales e ideológico hegemónicos, como lo acostumbraba, entre otros, ese Tomás de Torquemada, que tampoco debía ser tan malo como dicen. Así, para don Vicente, la cifra de 30 millones es inverosímil (que para él debe querer decir falsa). ¿Cómo podían ser tantos “si el imperio romano nunca excedió 70 o 75 millones”? (lógica impecable). ¿Cómo es concebible que fueran 30 millones sin conocer la rueda ni los animales de carga ni el arado ni el trigo ni la patata (sic)? (Para don Vicente, la vida sin tortilla de patatas debe ser inconcebible). ¿Dónde están las grandes ciudades y los caminos que las unían? Definitivo e irrefutable. A continuación don Vicente, sin parar en mientes, sentencia: en todo América del Norte “vivían en aquel entonces a lo sumo (sic) 5 millones de personas” y en México tres o cuatro millones, “de los cuales muchos murieron de la viruela”. Y discútele. Para terminar, don Vicente pontifica: “Todo el que profesa (el periodismo) debe ser competente, objetivo y veraz”. Entendidos.
Don Casimiro no se queda a la zaga: “Es torpe y de mala fe asegurar que en México había más de 30 millones de indios… se habrían encontrado con el problema de agua y drenajes. Nuestros (sic) indios no fueron destruidos por los malos tratos… su destrucción se debió a carecer de anticuerpos para resistir las epidemias”. De ahí p´al real, y termina, después de referirse a “la mitomanía del padre Las Casas”, con un “ya estamos cansados los mexicanos de que mentes turbias, con turbios propósitos, traten de afrentarnos… etc. etc.”
Entonces, para saber cómo estaban las cosas, ya se ve que basta pensar un poquito. La cosa es quién, cómo y desde dónde las piensa uno. Desgraciadamente, la historia también tiene algo que decir, y lo que dice, don Vicente y don Casimiro, no siempre es agradable y, lo que es peor, no siempre resulta lógico. El número de habitantes del México antiguo está bien establecido por la historiografía moderna y, pese a los drenajes y a las patatas, es de unos 30 millones de habitantes. Si lo desean, consulten ustedes el estudio de Sh. Cook, L. B. Simpson y W. Borah. La despoblación de México Central en el siglo XVI, publicado en Historia Mexicana, vol. XII, que da sólo para el México Central las siguientes cifras: 1519: 25 millones de habitantes. 1532: 16 millones. 1548: 6 millones. 1580: 2 millones. 1605: un millón. Un texto más accesible es el libro Historia del capitalismo en México, de Enrique Semo y publicado por Era en 1973.
Así están las cosas. La próxima semana seguiré mi diálogo con don Vi-
cente y don Casimiro. Sus cartas merecen más comentarios. Don Vicente
y don Casimiro son un ejemplo pertinente, una magnífica ilustración de las actitudes de aquellos que hace cinco siglos desembarcaron en América y de cómo, tal como afirmé aquí mismo, esas actitudes hoy siguen vigentes.