Convivencia hostil

— XVI —

Hoy Aina le regaló un gatito persa a mi perra. Sabía que hace tiempo yo quería una mascota para Bruixa. La convivencia en mi casa, estos días que vienen, se anuncia problemática.

La historia nos enseña que en el mundo antiguo podían convivir culturas diversas. Convivir no necesariamente de manera pacífica; a final de cuentas, hacerse la guerra, si no acaba en el exterminio de uno de los contendientes, es una manera de convivir. Así, en un momento dado, mientras en el valle de Anáhuac florecía el imperio mexica, en el de Cuzco se desarrollaba esplendoroso el de los incas, los reinos mongoles de Tamerlán alcanzaban su apogeo y la dinastía safávida daba nuevo aliento a la civilización persa. Por supuesto, en buena medida la diversidad se debió a que estas culturas tenían pocos contactos —cuando los tenían— entre sí. Pero aun en aquellos lugares que por diversas razones albergaban un conjunto abigarrado de pueblos, como el Oriente Medio, los Balcanes europeos o el cinturón de Mesoamérica, y pese a las guerras y a las invasiones recíprocas, se producía una especie de coexistencia más o menos estable.

En el mundo contemporáneo, en cambio, parece que no hay lugar más que para un solo modelo de civilización: el llamado occidental y que yo he preferido llamar el judaico-ateniense-germánico. Uno podría estar tentado a considerar que la razón es bien sencilla y se reduce a lo que acabo de mencionar en el párrafo anterior; el mundo se ha ido encogiendo a ritmos vertiginosos: el crecimiento demográfico y la proliferación de todos los tipos y niveles de comunicación nos condenan a la interacción y a la promiscuidad cultural. Sin embargo, no estoy seguro de que la explicación se agote ahí. También lo acabo de mencionar: pueblos distintos pueden convivir, con más o menos sobresaltos pero sin devorarse el uno al otro, por apretujados que estén. Existe la “convivencia distante” e incluso la “convivencia hostil”.

Algo como lo que espero que se establezca entre Bruixa y Brócoli, como bautizó mi hija al recién llegado; en la que consignan sobrellevarse, entenderse sin inmiscuirse, tolerarse sin que una ceda un ápice en su condición de perro ni el otro en la suya de gato. De hecho esta “convivencia hostil” es la clave del éxito de muchos matrimonios, que consiguen una estabilidad y un confort que el amor y la injerencia no les podrían dar.

Así pues, si hoy en día los modelos culturales que no coinciden con el hegemónico han sido arrinconados y se les hostiga y amenaza hasta el borde de la extinción, es también por una cierta actitud de intolerancia y prepotencia propia de esta civilización occidental. La cultura de los europeos, con todas sus variantes y matices, es una cultura fundamentalista, que como los eucaliptos, no deja crecer nada en su derredor.

No todas las culturas son así. Leía, hace tiempo, cómo transcurría en un equilibrio estable y hasta provechoso la vida cotidiana en los territorios de la península ibérica ocupados por los árabes durante muchos siglos. Los cristianos (de hecho o de ámbito) convivían de manera bastante armónica con los musulmanes. La lengua, las costumbres, los cultos eran radicalmente distintos y continuaron siéndolo durante los ochocientos años que duró la presencia mora en Europa. El poder árabe no trató de imponer ni su lengua ni sus costumbres ni su cultura a los habitantes de los territorios conquistados. Prácticamente no hubo mestizaje alguno. Esa armonía heterogénea se rompió con la llegada de los cruzados, los “liberadores” del norte, que en nombre de Dios se lanzaron a la reconquista. La paz fue turbada definitivamente y no se reinstalaría sino hasta después de la expulsión de unos árabes y el exterminio de los otros.

Los mudéjares, los árabes que permanecieron sometidos por los reconquistadores cristianos, no corrieron, para su desgracia, la suerte de los mozárabes, los cristianos bajo dominio musulmán, y que habían sido sus imágenes en el espejo, sus simétricos. La cultura árabo-ibérica fue borrada del mapa. Los árabes habían erigido sobre la costa norte del Mediterráneo una civilización formidable, desde el punto de vista social, artístico, científico (piense sólo el lector que los ocho siglos a lo largo de los cuales se forjó constituyen más del doble del tiempo que duró la ocupación española de América). De todo aquello sólo quedan hoy tres o cuatro palabras atrapadas por el español, un aire musical, un cierto dejo vestimentario y un puñado de edificios, piedras mudas y huérfanas, lápidas sobre la tumba de una cultura, y que hoy los mercaderes han convertido en jugoso objetivo turístico. Ni más ni menos como nuestras (¿nuestras?) pirámides, a este lado del mar.

De hecho es notable la coincidencia en el tiempo de cinco hechos de la historia de España aparentemente independientes y que confluyen de manera tan sorprendente como ilustrativa. Los cinco hechos son: 1) La terminación de la reconquista de los territorios árabes. 2) El inicio de la conquista de América. 3) La expulsión de España de los judíos. 4) La centralización del poder de los reinos que conforman la corona. 5) La revitalización de la Inquisición y el nombramiento de Tomás de Torquemada al frente de esta. El común denominador, aquello sobre lo que confluyen las cinco acciones, no hace falta decirlo, es la intolerancia y la intransigencia.

Esa intransigencia agresiva hizo de la llegada a América de los europeos lo que fue. Esa incapacidad, no ya de entender o compartir, sino simplemente de aceptar, de tolerar, de dejar ser y hacer al otro, es una de las claves del desarrollo de la civilización europea, y muy en particular una de las claves de su “éxito”.

Lo terrible de esta historia es que esa intolerancia y esa agresividad, hoy, siguen en pleno vigor.