— XV —
La semana pasada hablé de las dificultades que tenemos los mexicanos, como colectivo, para desenvolvernos en la sociedad contemporánea. Los mexicanos y los habitantes de muchos otros países, ciertamente; de hecho, por lo menos las cuatro quintas partes de la población mundial comparten con nosotros ese “mal-estar” en la cultura, como dice, parafraseando a Freud, el psicoanalista Alberto Sladogna.
Mal de muchos, consuelo de tontos, sentencia la sabiduría popular, pero eso no parece impedirnos que nos conformemos con nuestra condición de marginados. Admitimos resignados que formamos parte del Tercer Mundo, una manera barroca de decir que somos un país de segunda, y al admitirlo, al definirnos y etiquetarnos, es como si exorcizáramos el mal, lo consideramos un sino fatal y nos disponemos a sobrellevarlo de la manera menos incómoda posible.
En general, pues, decimos que somos pobres y con eso nos quedamos tan tranquilos. La pobreza casi siempre es invocada como causa de todos los otros males, pero rara vez nos preguntamos sobre las causas de la pobreza.
Si usted conoce una persona rica, lo más probable es que pertenezca a una familia rica, que su riqueza provenga de la de sus padres y a su vez, la de estos, de la de los abuelos, y así hasta perderse en la bruma de los tiempos. “Dinero llama dinero”, en eso se basa la noción de abolengo o alcurnia. También puede suceder, sin embargo, que la persona rica en cuestión proceda de una familia pobre, o no rica simplemente, un self-made man, uno de esos raros (no tan raros en nuestro medio) favorecidos por el enriquecimiento explicable, inexplicable o inevitable.
Cuando una persona es pobre, simétricamente, puede usted apostar, cien contra uno, que procede de una familia pobre. La ósmosis social, pese a todo lo que puedan pregonar los apologistas del “mundo libre”, es mínima a través de esa gruesa e impermeable membrana llamada clase media. Pero si pese a todo encuentra usted a uno de esos rarísimos pobres de procedencia rica, un rico empobrecido, un self-destroyed man, puede usted jurar que, una de dos: o intervino alguna catástrofe externa o la persona en cuestión tiene problemas psicológicos serios. La ruina prácticamente nunca se debe a los avatares del destino. Es dificilísimo dilapidar una fortuna.
Con las naciones sucede, a grandes rasgos, lo mismo. Al menos desde el advenimiento del modelo de civilización judeo-ateniano-germánico, los países ricos del mundo lo son desde siempre, a excepción, tal vez, de las antiguas colonias británicas, encabezadas por Estados Unidos (paradigma del self-made country), Canadá, Australia y Nueva Zelanda. El resto, con épocas de mayor o menor auge, con etapas de una cierta decadencia, han mantenido todas un cierto “status”.
De la mayoría de las naciones pobres del mundo también podemos decir que siempre lo fueron. Son países con dificultades naturales intrínsecas; por ejemplo, territorios desérticos o selváticos y, en todo caso, regímenes de lluvias poco favorables al desarrollo de la agricultura y, a veces, con pocos recursos minerales. En general son los países como el nuestro, situados en la franja tropical, entre Cáncer y Capricornio del planeta.
Las cosas no son tan simples ciertamente y, aunque me aparta más aún del que quiero que sea el tema de este artículo, esto merece ser matizado mínimamente. La teoría de las “franjas de desarrollo” que coinciden con la distribución climática de la Tierra es ciertamente sugerente. Según ella, al menos en la longitud cercana al este del meridiano de Greenwich, cinco franjas climáticas, que corresponden con cinco niveles de desarrollo económico y social, decreciente de norte a sur. La primera franja la constituyen los países escandinavos, summum de la civilización occidental en prácticamente todos los sentidos. Más al sur está la franja anglosajona, que no canta mal los liedea. Sigue la franja sudeuropea, latina, cuyas “deficiencias” son bien conocidas. Si cruzamos el Mediterráneo llegamos al tercer mundo: la franja árabe. Finalmente, más hacia el sur se encuentra la última y menos desarrollada de estas franjas: el África negra del centro.
La cuestión es, en efecto, sugerente. El problema estriba en que no llega a mucho más que eso. Es muy difícil sacar de ella ninguna conclusión. Una de las explicaciones de tal fenómeno considera que son las dificultades climáticas para sobrevivir, mucho más acentuadas en el caso de los suecos, cerca del círculo polar, que para los congoleses, que pueden, según esto y si quieren, andar semidesnudos y dejar que los frutos se vayan desprendiendo de los árboles. Esta bella visión olvida, sin embargo, que hubo un tiempo en que, mientras los egipcios, allá en medio del Sáhara, levantaban el templo de Luxor, quienes andaban semidesnudos matándose a dentelladas los unos a los otros eran los habitantes de Baviera.
El asunto, por lo tanto, es (como todos los asuntos y como siempre) más complicado. En todo caso, entre las naciones, como entre los hombres, cuando se encuentre usted una que empobreció, que pasó de la riqueza a la pobreza, es que intervino una catástrofe externa o algo anda mal en su inscripción en el mundo. O ambas causas.
Ese es nuestro caso. El México precolombino era una nación (o un conjunto de naciones) próspero y poderoso. No faltan testimonios. La catástrofe fue, no es necesario decirlo, la llegada de los españoles y la masacre que le siguió. La ruina llegó con Quetzalcóatl, del otro lado del mar. Pero los problemas actuales no pueden sólo explicarse por aquellos hechos. Al menos no de manera directa. Algo anda mal, en nuestra manera de ver y hacer las cosas. Y eso está relacionado sin duda con el extravío de la propia identidad, con ese malestar en una cultura que, a pesar de todo, sigue siendo ajena.
Ese es también el caso de otras grandes culturas, los chinos, los indios, los árabes, y que el colonialismo condenó al desván de la civilización, de su civilización. Hay un drama en la historia de cada una…en la historia de nosotros los pobres.