Fuentes de las frustraciones

— XIV —

Los atletas mexicanos, en lugar de ir a Barcelona, han de haber estado en Sevilla, porque les fue como en feria. El resultado de los recientes Juegos Olímpicos provocó en los mexicanos una gran decepción y no pocos enojos. Nuestro país hizo un papel paupérrimo; ya rodó una cabeza importante y tal vez la sigan otras. El Ejecutivo nombró una comisión dictaminadora de la labor de los atletas mexicanos, presidida por un exministro, y con eso lo convierte en asunto de Estado.

A primera vista no deja de ser un tanto insólito que una cuestión del dominio del ocio, del entretenimiento, algo que como su propio nombre lo indica, no es sino un juego, se le dé tanta importancia. Sin embargo, a segunda vista, la cosa ya no sorprende tanto. Está en entredicho nuestro prestigio colectivo, nuestra imagen como país. Y eso, lo sabemos bien, no es broma.

En particular los Juegos Olímpicos son posiblemente el acto público con más auditorio en el mundo, y quedar mal en ellos es quedar mal ante mucha gente. Por otra parte, debido a razones más o menos complejas, al rendimiento deportivo le van asociadas connotaciones que van mucho más allá de las estrictamente asociadas a ese ámbito. No es sólo el prestigio del atletismo o del futbol mexicano el que está en juego. Es como si fuera el de todos los mexicanos, ganaderos, poetas, astrónomos o maquinistas, el que se comprometió allá, sobre la colina de Montjuic. Esa es una de las propiedades desconcertantes del deporte-espectáculo.

En todo caso, como decía, a la tristeza ha seguido la ira y se dirige casi exclusivamente hacia atletas y burócratas del deporte. Entre el lamento y el enojo, la reflexión, como siempre, ha tenido dificultades para encontrar lugar; sin embargo sí han surgido algunas sensatas e interesantes, como aquellas que señalan que no es tanto a quienes obtuvieron pobres resultados a los que se debe responsabilizar, sino a quienes, demagógicamente, despertaron falsas expectativas.

No dudo que existan todos los vicios e irregularidades (en nuestro país lo irregular es bastante regular) que se han denunciado estos días sobre la práctica y administración del deporte; sería inconcebible que la corrupción, la simulación, la ineptitud y la arbitrariedad que campean sobre todo nuestro quehacer público (y en buena parte del privado) se hubieran mantenido al margen de la actividad deportiva. Pero estoy convencido de que las causas primeras de los malos resultados deportivos son más generales y profundas.

En efecto, la situación no es nueva ni exclusiva. México nunca ha sido una potencia en deporte ni mucho menos y, medalla más, medalla menos, en esos juegos siempre nos ha ido como en Sevilla (excepto en los de 1968, que sacándole jugo a nuestra condición de local, de manera más o menos legítima, al igual que España esta vez, obtuvimos más que en todos los otros juegos juntos). Nunca faltan los Capilla o los Mariles (es decir casi siempre faltan) pero son flores de invierno. La condición de nuestro deporte es lo deplorable y no la actuación de nuestros deportistas.

Ya que, nos guste o no, en los Juegos Olímpicos la competencia no es entre individuos sino entre países, solo por ociosidad me gustaría hacer —y de hecho voy a intentar hacerlo— el estudio de cuántas medallas ganó cada país per cápita. Per cápita de habitantes y por cápita de miembro de delegación. Sería una manera de determinar el “lugar específico” que le corresponde a cada uno y de ver de otra manera un partido de basquetbol entre Estados Unidos y Croacia, por ejemplo, y de no confundir el “buenos” con el “muchos”. Una tal clasificación sería encabezada sin ninguna duda por Cuba y Hungría, los verdaderos portentos olímpicos. Mucho me temo, sin embargo, que en ese caso la situación de nuestro país empeoraría aún más. De hecho, a excepción de India, que ni siquiera sé si participó, al nuestro le fue peor de entre los grandes países de la Tierra (México debe ser el séptimo u octavo en número de habitantes). El colmo es que, a diferencia de los indios, a nosotros sí nos gustan los deportes.

Pese a ello, el desastre no es exclusivamente nuestro (ni siquiera esa distinción habremos alcanzado), sino que deberemos compartirlo con los otros países de América Latina. en 1960. El panorama es desolador a excepción hecha (¡y qué excepción!) de Cuba, de Brasil en alguna medida, y de dos o tres pequeñas naciones caribeñas.

Así pues, insisto: la situación no es nueva ni exclusiva y, por lo tanto, las causas no deben ser ni recientes ni locales; ello debería orientarnos en la búsqueda de explicaciones, y lo más importante, de actitudes. No tanto para mejorar la calidad de nuestro deporte —lo cual finalmente y pese a todo no deja de ser secundario—, sino por lo muy posible de que mediante esa búsqueda pudiéramos hacer luz —y precisamente por eso la abordo aquí— sobre los problemas, más generales y más profundos, de nuestra situación como país, como cultura, en el mundo y en todos los órdenes.

No es necesario que le diga que las dificultades en el desempeño de las tareas que la sociedad contemporánea impone no se limitan al ámbito deportivo, y que nuestra participación en el llamado “concierto mundial” a todos los niveles es insatisfactoria, por usar un eufemismo.

Ya que insistimos en medirlo y calificarlo todo, piense en qué pasaría si se hicieran competencias en los otros dominios de la actividad humana; literatura, producción industrial, pintura, matemática, eficiencia administrativa, tipografía, medicina o mecánica automovilística. O mucho me equivoco o me temo que nuestros especialistas representantes no harían mejor papel que nuestros deportistas. En gran cantidad de esos dominios tenemos, por supuesto, esos Mariles y esos Capilla de los que hablaba antes, pero que, como los otros, no dejan de ser eso, Mariles y Capilla (debo decir, en desagravio de quien pudiera sentirse agraviado y contradiciéndome a mí mismo, que las Olimpiadas de Matemáticas sí existen y que los jóvenes estudiantes mexicanos que participan en ellas acostumbran hacer muy buen papel).

Cuando un joven tiene problemas en su “rendimiento escolar”, los sicoanalistas sugieren que es necesario descubrir las causas de los problemas en su primera infancia y que es reorganizando las relaciones, con los otros y con uno mismo, que se gestaron en esos primeros años, cómo se podrá modificar la situación. Con los países me atrevo a sugerir que sucede algo parecido. Las dificultades de México, y de muchos otros Estados, sobre los planes deportivo, económico o político, son de hecho culturales y sus orígenes debemos buscarlos en la génesis de su estructuración como sociedades diferenciadas. Las razones de nuestro fracaso barcelonés debemos empezarlas a buscar —y superar— 500 años ha.