De la unidad a lo diverso

— XIII —

El culto a la “unidad”, ya lo recordaba hace tiempo, es prácticamente unánime. Desde la estatal hasta la familiar, la unidad es considerada por muchos como un bien en sí. La reciente independencia de los países bálticos y los balcánicos se ha visto acompañada de un coro de lamentos y de vestiduras que se desgarran ante el “desmembramiento” y la “desintegración” de los Estados respectivos. A quienes luchan en el seno de Estados plurinacionales, como Gran Bretaña, el imperio ruso (hoy llamado CEI) o España, por la independencia de sus respectivas naciones, Escocia, Moldavia o Euzkadi, se les señala con dedo de fuego y se les anatematiza como traidores que atentan contra la sacrosanta unidad de la patria (sin permitirles decidir, claro, cuál es su patria).

A nivel familiar es lo mismo. Cuando una pareja se divorcia o el hijo adulto decide irse a vivir por su cuenta, brotan por doquier las caras compungidas y las expresiones de duelo, cuando no de reprobación. Se diría que, en un caso y en el otro, el nacional y el familiar, sólo el que se independiza se alegra (que finalmente y dicho sea de paso es quien importa que se alegre). Eso no quiere decir, por supuesto, que todas las “unidades” deberían desintegrarse. Hay Estados y hay familias que parecen vivir bastante bien juntos, que disfrutan y aprovechan el estar “unidos”. De lo que se trata es de dilucidar qué significa ese “unidos”, qué se esconde detrás de la “unidad”.

Lo mismo podríamos decir de todos los registros de la actividad de los hombres en los que el sujeto es confrontado con la existencia del otro: económica, empresarial, política o deportiva (mucho me temo que dentro de poco tiempo podremos gozar de las virtudes de cierta unidad comercial que se acaba de gestar en estos días).

A veces, no obstante, la unidad es lo que pretende ser: la complementación con el otro, la convergencia de propósitos y el deseo recíproco. La reconstitución platónica del andrógino original. Un proyecto libremente asumido por las partes. Pero muy a menudo, bajo la bandera de la unidad, también en todos los dominios, campean la opresión y las humillaciones. El desprecio de los valores del otro, de la manera de ser, de los puntos de vista y de los intereses del otro. La prepotencia y el intento de consumirlo, de devorarlo.

Esta última unidad, la de la sumisión, acostumbra ir de la mano de la uniformidad. El padre severo no se conforma con imponer sus criterios morales o sus gustos estéticos o alimentarios. Quiere que los miembros de la familia, de hecho sus subordinados, los compartan, los adopten. Una familia unida es, o pretende ser, una familia uniforme. Dúctil y previsible al mismo tiempo. Como un ejército. Los Estados, de la misma manera, pretenden ser homogéneos. Una sola lengua, una sola religión, un solo conjunto de usos y costumbres y, si es posible, una sola opinión sobre todos los asuntos; la opinión, casualmente, del poder. La lengua y otros atributos de la cultura son elevados al rango de emblemas estatales, distintivos, como el himno, la bandera o el gobierno, y en esa calidad deben ser, por supuesto, únicos.

Hay algunas excepciones. Exagero: una excepción, la de siempre: Suiza. En la Confederación Helvética, en efecto, parecen convivir sin canibalismo tres lenguas distintas: el italiano, el francés y el alemán, con varios de sus atributos nacionales correspondientes, sin que se observe que ninguna quiera devorar a las otras. Sin embargo, en su excepcionalidad, Suiza no puede ser ejemplo, sino de ella misma, y por otro lado tengamos en cuenta que las tres lenguas que conviven en Suiza son las de los tres poderosos Estados vecinos. La cuarta lengua oficial de Suiza, para que vea usted, el retorromano, que no tiene estado alguno que la sostenga, está en peligro inminente de extinción.

Uniformidad u homogeneidad no quieren decir, de ninguna manera, igualdad. El ejército que mencioné antes es uniforme, pero la desigualdad y la división en clases y grados, más tajante que en ningún otro sitio. El hacendado sureño, que no crea usted que se lo llevó el viento, obligaba a los esclavos a ir a misa los domingos, pero nunca pretendió confundirse con ellos.

En estos últimos años se ha producido, a pesar de ello, un fenómeno interesante: la problemática ecológica —o más propiamente, la conciencia de esa problemática— en la que se ve envuelto el mundo, ha despertado el interés por la diversidad de las formas de vida y ha hecho ver a muchos que esa diversidad es una forma de riqueza colectiva, cuya pérdida es lamentable y peligrosa. Nadie se atrevería hoy a sostener que la desaparición de la mariposa monarca no tiene importancia o que podríamos, para simplificar las cosas, suprimir todos los modelos de mariposa, excepto uno, en aras de la unificación.

Todo el chiste está ahora en saber pasar de la biodiversidad a la antropo, socio o etnodiversidad y entender —y sentir— la importancia y la significación de cada grupo humano, cada etnia, cada nación, a pesar de que sean distintos a nosotros o, mejor, precisamente porque son distintos a nosotros.

Hace dos o tres artículos, hablé de las cuarenta o cincuenta etnias indígenas que sobreviven en nuestro país. De ellas, seis o siete sobrepasan los cien mil habitantes y tienen posibilidades reales, no sólo de seguir sobreviviendo sino de convertirse en grupos autónomos y dinámicos, en naciones propiamente dichas, si se les proporcionan las condiciones mínimas de existencia o, más sencillamente, si se renuncia al antiguo y nunca confesado proyecto de hacerlos desaparecer.

Para ello, el estado mexicano debería renunciar a su tarea homogeneizadora o, al menos, orientarla en otra dirección: debería asumirse como estado pluriétnico, propiciar nuevas formas de convivencia, sacar provecho de esta riqueza cultural más allá del folclore, abandonar la “unidad” forjada por los conquistadores, dejar de considerar a la lengua española como la única distintiva de la mexicanidad y también debería retomar el camino, perdido y mucho ha, de una historia cultural y nacional propia. Pero eso, amigo mío, no está en español, sino en chino.