— XII —
La disyuntiva es clara: ¿en el futuro inmediato del mundo, hay o no lugar para la diversidad cultural? ¿Las naciones que hoy existen —tanto las que gozan de salud boyante como las que andan de capa caída— y que han existido como entidades diferenciadas durante cientos o miles de años, podrán seguir manteniendo esa condición o no? Si plantear el asunto resulta más o menos simple, proponer una respuesta ya no lo es tanto.
El aumento exponencial de la influencia de las mass media sobre la vida cotidiana —y la no tan cotidiana—, la cantidad, también en crecimiento desorbitado, de aquellos que viajan de un país a otro, ya sea de manera definitiva —los emigrados políticos y económicos— o de modo breve e intermitente —los turistas y los viajeros de negocios—, y el intrincado entrelazamiento de la economía mundial, tanto en el plano de la producción como en el del consumo, marcan una clara tendencia hacia uniformar, hacia el contagio de hábitos y costumbres.
No es necesario decir que los hábitos y las costumbres que se esparcen con más intensidad y rapidez son los de las naciones económica y culturalmente poderosas y hegemónicas, muy en particular los de Estados Unidos. Hoy en día, al menos en la sociedad urbana y en sus zonas de influencia, todos vemos en la televisión a McGyver, Alf o los Juegos Olímpicos. Quien más quien menos, a veces comemos en el McDonald´s o en el Kentucky y bebemos Coca-Cola o Fanta. En México y en Addis Abeba, en Singapur y en Helsinski, en Luanda y en Wellington.
La cosa es que, obviamente, no nos limitamos a consumir lo mismo, sino que tarde o temprano acabamos por querer lo mismo: la videocasetera, el coche y las vacaciones en la playa. La pregunta con que inicio la entrega de hoy se reduce, en estos términos, a si finalmente no acabaremos por ser lo mismo. Si yo le enseño una foto del interior de un departamento de clase media en cualquiera de las ciudades que mencioné en el párrafo anterior, difícilmente podrá usted discernir cuál es cuál.
El hecho no es, pese a todo y afortunadamente, unidireccional. A veces las aguas parecen remontar el cauce y se producen fenómenos de penetración cultural a la inversa o insospechados. Desde los meramente anecdóticos, pero no por eso menos elocuentes, como la enorme difusión de la comida italiana, del espagueti o las pizzas, hasta los más amplios, complejos y profundos, como la “mexicanización” del sudoeste de Estados Unidos. Pero este reflujo cultural no anula ni contrapesa la tendencia hacia la uniformación, sino constituye uno más de sus meandros, de sus componentes.
No es fácil predecir los alcances de este fenómeno. ¿Se van a limitar, como suponen algunos, a los aspectos más exteriores, superficiales y efímeros del quehacer humano o, en cambio, penetrarán la estructura profunda del edificio cultural y la modificarán? El elemento principal de esa estructura, ya lo he dicho aquí mismo, es la lengua, y hasta ahora parece que, pese a todo, los grandes grupos lingüísticos, aquellos que cuentan con reconocimiento y apoyo oficial, no se han visto grandemente afectados (aunque hay indicios que podrían hacer pensar otra cosa, pero este ya sería otro debate).
En todo caso, hay quienes sostienen, a la manera de José Vasconcelos, que la uniformidad cultural, el “supermestizaje” que se cierne sobre la civilización humana, no sólo no es preocupante sino incluso deseable. En general, sin embargo, dichas posiciones olvidan que tal uniformidad no se produce por fusión de culturas sino debido a la asfixia y supresión de unas por otras. Cuando una nación fenece, con ella se acaban todos los valores que la caracterizaron.
Otra cosa es cuando, producto de su propia evolución, se disuelve y se transforma en una o más “naciones descendientes”. En ese caso no se tiende a la uniformidad sino que, al contrario, la diversidad se acentúa. Tal vez el caso más ilustrativo, y más cercano para nosotros, es el de la cultura latina, la de Roma, que no fue sofocada por otra, sino que se transformó y multiplicó en toda la serie de naciones sudeuropeas y, en segunda instancia, en las americanas en ciernes.
De cualquier manera, la desaparición de una determinada nación, por pequeña y frágil que parezca, constituye un empobrecimiento de la cultura humana en su conjunto. Quienes han viajado saben bien hasta qué punto una nación es un universo. Un universo propio, inimitable y, en buena medida, incomprensible desde el exterior. Una nación está conformada por un conjunto de ideas y costumbres, mitos y valores, que se entrelazan de manera original. Cuando eso se pierde, no hay manera de recuperarlo ni de substituirlo. Piense por ejemplo en el sorprendente dato que da Michael Balick, director del New York Botanical Garden Institute: de las 263,000 especies de plantas que existen sobre nuestro planeta, sólo 1,100 han sido realmente estudiadas por la ciencia “occidental”. Se calcula que otras 40,000, con propiedades nutricionales o para medicina, son conocidas y utilizadas por algunos de esos 6,000 pueblos de los que hablaba en el artículo de la semana pasada, y que se encuentran en trance de desaparecer. Sus conocimientos se irán —muchos ya se han ido— con ellos. Si quiere consolarse a toda costa y aliviar en algo la terrible amargura que esta sola idea produce, piense que la cosa no es tan grave, pues probablemente las plantas en cuestión también se van a extinguir.
Hay dos cosas de las que no se trata aquí. En primer lugar, de proponer una suerte de inmovilismo, de frenar el proceso de evolución natural, de vida y muerte por lo tanto, de los pueblos, de mantener en vida artificial culturas ya no viables. De lo que se trata es de no suprimir, con toda la prepotencia, la estupidez y la eficiencia exterminadora de la sociedad industrial, a aquellos pueblos que, dejados en paz, podrían sobrevivir y evolucionar.
En segundo, tampoco se trata de mantener a los pueblos “primitivos” en esa condición, en una especie de museo viviente de las culturas, sino de darles la oportunidad de llegar ellos también a su propia modernidad, de incorporarse, de la manera y en el grado en que quieran y puedan, a la circulación mundial de bienes e ideas, para que aporten aquello que les es propio y adopten lo que buenamente les plazca o convenga, pero desde su propia identidad, sin desnaturalizarse.
El proceso de recuperación nacional es problemático. Parecería que el país que se enfila por la pendiente de su propia desintegración, con ayuda externa o sin ella, difícilmente podrá revertir la situación y recuperarse. Sin embargo, hay ejemplos de que esto es posible; quizás el más notable lo ofrecen hoy los vascos. En 1960 la lengua vasca era hablada sólo por el 15% de la población y nadie, excepto algún vasco hubiera apostado por su sobrevivencia. Ya desde antes de la muerte del tirano, los vascos empezaron, de manera sorda, lenta y —como les corresponde— terriblemente empecinada, su recuperación. En los cafés y demás lugares públicos se colgaron carteles con vocabularios mínimos, para que la gente empezara a utilizar ciertas palabras vascas olvidadas. Se crearon las ikastolas, escuelas que empezaron como marginales y pronto marginaron a las oficiales, en las que los niños vascos hispanoparlantes aprendieron el vasco y en vasco. Hasta hace poco era común que en una determinada familia sólo los abuelos hablaran vasco. Hoy lo común es que sean sólo los niños quienes lo hablen. El porcentaje actual de los vascoparlantes es de 50% y ya nadie duda de que alcanzarán en el mediano plazo su plena normalización lingüística y nacional.
La situación de nuestros pueblos sometidos es distinta. La voluntad de ser que caracteriza a los vascos y es finalmente el factor decisivo de su supervivencia, parece no darse en nahuas y mayas, aparentemente resignados a su suerte. La responsabilidad de su sobrevivencia cae, en este caso, sobre su descendencia. Si la asumirá o no, ya es otra cosa.