El suave exterminio

— XI —

Retomo hoy el hilo de la argumentación que interrumpí —cayendo un poco en la provocación de la “actualidad”— hace dos semanas. Recordaba entonces que hoy en día sobreviven en nuestro país unos ocho millones de indígenas, es decir poco menos de 10% de la población.

Este dato es engañoso. Más de un lector podría estar tentado a pensar que después de todo las cosas no andan tan mal. Luego de la masacre inicial, el número de pobladores indígena se estabilizó en el siglo XVII, en aproximadamente millón y medio, misma cifra que encontramos en el momento de la Independencia de México, dos siglos después; a partir de ahí ha ido creciendo lenta pero constantemente, para llegar a unos cinco millones en 1950 y a los ocho millones de la actualidad. Habría sitio incluso para el optimismo. Sin embargo, el drama que se esconde detrás de esos números lo revelan otros. El porcentaje de la población indígena frente a la global del país no ha hecho sino disminuir. De 99% en 1600 pasaron a 50% en 1800, 20% en 1950 y 10% en la actualidad, y las cosas son más graves aún.

Prácticamente la mitad de esos ocho millones de indígenas actualmente, aunque conocen la lengua propia, han adoptado el español como idioma principal de relación y es muy probable que sus hijos —si no todos, sí un altísimo porcentaje— ya no sepan la lengua de sus ancestros. Y cuando hablo de la lengua, de hecho estoy hablando de la suma de valores culturales que conforman el modo de vida y la visión del mundo, de la nación en sentido estricto. No es que fulanito hable otomí, sino que es otomí. El idioma es un parámetro de la cultura nacional, y el indígena que abandona su lengua de hecho está abandonando, con más o menos titubeos, todos los demás atributos que conforman su cultura nacional, para adherirse a los de la cultura “occidental” dominante. De hecho, de las casi cien culturas que habitaban en el siglo XVI el territorio del actual estado mexicano, hoy sobreviven sólo unas cuarenta. Y cuando digo sobreviven, eso quiero decir.

De ellas únicamente cinco o seis cuentan hoy por hoy con más de cien mil integrantes. Para simplificar, seguiré con el criterio de identificar lengua con cultura, aunque ello no deja de tener, como el lector suspicaz no dejará de observar, sus bemoles. Haciéndolos de momento a un lado, digamos que el nahua lo habla aproximadamente un millón de personas. El maya o yucateco, 500,000. El otomí, 300,000. El zapoteco, también 300,000. El mixteco, 250,000 y el totonaco, 120,000.

Estos son los pueblos indígenas que, se considera, tienen una cierta probabilidad de perdurar como tales más allá de tres generaciones. Más difícil lo tienen los tzeltales y tzotziles, los mazahuas, los mazatecos, los mixes y zoques y los purépechas o tarascos que ya no llegan cada uno a sumar más de 100,000 integrantes y cuya probabilidad de subsistir, si las condiciones no se modifican, más allá de esas tres generaciones, es pequeña. Por su parte, culturas como la de los huastecos, la de los yaquis y mayos, la de los tarahumaras y la de los chinantecos, al no llegar a los 50,000 miembros, tienen el futuro más negro aún.

El resto de pueblos indígenas existentes no es que tengan el futuro negro, sino que prácticamente puede decirse, si las condiciones no se modifican, repito, que ya no tienen futuro alguno. Ese es el caso de los coras, huicholes, chontales, triques y una veintena más de etnias, integradas por un número cada vez más reducido de personas y en los que, además —o mejor dicho, precisamente por eso— la penetración de las costumbres urbanas —en la medida en que la miseria lo permite— es grande. Las madres, en muchos de los casos, ya arrullan a sus hijos en español, y de esa manera estas culturas pasarán en corto plazo a engrosar la lista de los pueblos desaparecidos, junto con los guachichiles que habitaron tiempo ha en San Luis Potosí, o los guaycurúes de Baja California.

Nuestro lector optimista —si además de optimista es empecinado— podría poner en duda las predicciones de pervivencia que anuncié antes e insistir en que las cosas no son tan terribles. Si fueron necesarios cinco siglos para reducir a más o menos la mitad el número de naciones, pueblos y etnias existentes, serán necesarios otros quinientos años para que desaparezcan del todo. Además de que esto constituiría una forma discutible de optimismo, el razonamiento olvida que el proceso no es lineal y, tal como lo demuestran las cifras que menciono al principio de este artículo, las “condiciones de sobrevivencia” se van degradando de manera acelerada y vuelven vertiginoso el ritmo de extinción cultural.

El problema no es, por supuesto, exclusivo de nuestro país. Se calcula que en el mundo existen actualmente unas 6,000 lenguas distintas (sí, leyó usted bien; se lo pongo en letras, como en los cheques: seis mil) (y no me cansaré de insistir, seis mil lenguas significan seis mil maneras de ver el mundo). De ellas, 1,800 se hablan en África, 800 en Nueva Guinea y 670 en Indonesia. Sin embargo, según un estudio publicado recientemente por el lingüista Ken Hale del Massachusetts Institute of Technology, 3 ,000 de ellas están condenadas a desaparecer en el corto plazo porque los niños ya no las hablan. De hecho, según Hale, sólo 300 tienen el futuro más o menos asegurado.

Esto le dará una idea de la dimensión del desastre, de la seriedad de este suave exterminio. De sus condiciones y consecuencias, hablaré la semana que viene.