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No quiero ser aguafiestas, pero hay fiestas que de plano merecen ser aguadas, si no del todo, sí al menos un tanto diluidas. Ese es el caso de los Juegos Olímpicos que se inician hoy y de toda la parafernalia hispanizante que los rodea.
Formalmente la sede se otorga a una ciudad, no a un país, pero el cada vez más maltrecho espíritu olímpico nunca ha podido impedir que se le dé una dimensión nacional, léase estatal. En un momento dado, hace veinte o treinta años, Avery Brundage, entonces presidente del Comité Olímpico Internacional, creo, en nombre de ese mismo espíritu, propuso incluso que se suprimieran los himnos y las banderas y que los atletas compitieran a nivel individual. Su propuesta fue tomada, en el mejor de los casos, como una boutade, y ya sabe usted la suerte que corrió.
Los Juegos Olímpicos siempre han sido un magnífico pretexto para que los gobiernos de los países organizadores desaten toda la demagogia de que son capaces para mostrar, ante un auditorio predispuesto a la credulidad y más numeroso que nunca, lo extraordinarios que son: queridos por su pueblo, portadores del bienestar, personificación del desarrollo y la estabilidad y los más fervientes amantes de la paz. Así lo hizo Hitler en 1936, Díaz Ordaz en 1968, Brejnev en 1980 o Reagan en 1984.
Pero esta vez los españoles se pasaron. Nunca se había visto un tal despliegue publicitario y demagógico —que se inició por lo menos hace seis años—, un tal despilfarro de esfuerzos y recursos sobre tantos frentes, en torno de unos Juegos Olímpicos, como en esta ocasión. De hecho, y para ser más precisos, los juegos mismos no son sino un elemento más en el cuadro de la “celebración del Quinto Centenario” (al principio decían del “descubrimiento”, después, del “encuentro de dos mundos” y ahora prefieren ya no decir de qué).
El señor Aza Arias, embajador del Estado Español en México, decía hace dos o tres días por televisión que el hecho de que se celebrara la “cumbre” “iberoamericana”, precisamente en Madrid, en estos días, era una “hermosa coincidencia” (sic). Así que si usted era de quienes pensaban que todo estaba calculado y programado, se equivoca; se trata, ya lo oye usted, de una mera coincidencia. Coincidencia como la que hizo que Hidalgo diera el grito precisamente el día del desfile.
De hecho el gobierno del señor González no quiere matar dos pájaros de una pedrada, sino exterminar una parvada entera, y para ello no duda en desatar un fuego cruzado ensordecedor. Además de la imagen de paz, modernidad, progreso y control y todo lo de siempre, de lo que ya hablábamos antes, los españoles, con todo este castillo de fuegos artificiales, persiguen dos objetivos concretos, tan centrales el uno como el otro.
No es un secreto para nadie (excepto, tal vez, para el señor Aza) que el principal motivo y argumento de los españoles para pelear la sede de los XXV Juegos Olímpicos fue precisamente el hacerlos coincidir (he ahí la coincidencia) con los festejos del mentado quinto centenario. Festejos que se centran, ya lo debe usted haber notado, en la exaltación de la hispanidad (aunque tuvieron que dar marcha atrás y desde hace meses ya prefieren no referirse explícitamente a ella). Y esa hispanidad se dirige en dos direcciones distintas, en pos de esos dos objetivos que menciono en el párrafo anterior.
Uno, extramuros, es esa “operación reconquista” de las antiguas colonias americanas, de la que ya he hablado en artículos anteriores y que, envuelta en ese grotesco y sorprendente concepto de “Iberoamérica”, intenta tardíamente remozar viejas glorias, recuperar todo lo aprovechable de ese imperio en el que dizque no se ponía el sol y construir una especie de Commonwealth extemporáneo y trasnochado. Los españoles son llevados por intereses económicos, políticos, culturales y, tal vez sobre todo, por su propia megalomanía. Aunque no creo que la escasa hegemonía que pueden ejercer permita a este neocolonialismo, más bien ramplón, ir mucho más lejos de lo meramente cultural.
El otro, intramuros, se dirige a las colonias interiores, actualmente comprendidas dentro de las fronteras del Estado español: Galicia, el País vasco y Cataluña. En este caso no se trata de una reconquista sino de una “sobre conquista”. En efecto, las tres naciones milenarias conquistadas por los españoles, fueron y continúan sojuzgadas militar y políticamente. A diferencia de las colonias americanas, no han podido recobrar su independencia, pero también a diferencia de estas, han logrado mantener su personalidad nacional, muchos de sus rasgos —la lengua en primer lugar— conservan plena vigencia. El caso es que, después de cientos de años de opresión, gallegos, vascos y catalanes aún no se acaban de creer que son españoles. La “hispanización” de los tres insumisos es, desde el principio, objetivo prioritario de la estrategia de Madrid, tanto más ahora en que los vientos de la liberación nacional empiezan a soplar con fuerza desde el oriente de Europa. Así que un buen baño de “hispanidad” no le vendrá mal a esos necios recalcitrantes que insisten en ser lo que son y se niegan a convertirse en otra cosa.
Cataluña, en particular, es objetivo privilegiado de la operación “olimpicoquintocentenariera”. Cataluña fue conquistada por los españoles a principios del siglo XVIII. Las tropas del rey español Felipe XVI entenderían bien lo que eso significó. Una buena parte de la ciudad fue derruida. Las instituciones de gobierno y jurídicas, suprimidas, la lengua perseguida, las leyes y la moneda substituida. Los catalanes pronto se vieron convertidos en extraños en su propia tierra. A ellos también, junto con vascos y gallegos, los convirtieron en indios.
El señor Samaranch, presidente del Comité Olímpico Internacional, catalán para más inri, declaró que estos juegos son los más universales de la historia, que no falta nadie. Pero cuando las naciones libres del mundo desfilen hoy (enarbolando su respectiva bandera sobre el terreno del estadio de Montjuic —ese estadio entrañable construido para albergar en 1936 esas “olimpiadas populares” que deberían oponerse a las efectuadas en la Alemania nazi, y que el golpe de Franco impidió llevar a cabo—, cuando las banderas de las naciones desfilen, repito, la catalana, triste ironía, estará ausente. Como también la escocesa o la moldava, la vasca o la georgiana.
Barcelona vive de hecho, desde hace días, un estado de sitio. Cuarenta mil policías de afuera la ocupan y decenas de luchadores independentistas han sido arrestados.
Esta tarde, cuando las banderas de Lituania, Estonia, Letonia, Croacia y Eslovenia, las naciones europeas recién liberadas, aparezcan en la ceremonia inaugural de los juegos, los catalanes lo vivirán de una manera muy especial. Si usted ve la transmisión, tal vez lo pueda notar en la actitud del público, aunque no lo creo. Los catalanes probablemente tampoco estarán en las tribunas, ocupadas prácticamente en su totalidad, puede usted jurarlo, por policías y, en los lugares que dejen libres, por los invitados extranjeros.
Pero aunque en la televisión no se puede ver ni oír, piense usted sólo por unos momentos en la emoción que recorrerá entonces el corazón de los catalanes, hoy más ausentes que nunca.