— IX —

¿Iberoamérica o América Latina? Hace años, cuando se podía hablar de imperialismo y de antiimperialismo sin que sonara a demagogia recalentada; cuando sobre todo, se podía actuar en consonancia con las palabras, el concepto de América Latina ocupaba un rincón privilegiado en el corazón de todos aquellos que, desde estas latitudes —y estas longitudes, debería añadir, en rigor— nos sentíamos y actuábamos, con más o menos acierto, como antiimperialistas.

América Latina era el nombre con el que salíamos al paso de la utilización abusiva del de América por los gringos (ya aclaré en un artículo anterior que uso este gentilicio en ausencia de otro, sin, necesariamente, un ánimo peyorativo). América es nuestra tierra, desde luego, la tierra de los que nacimos y vivimos entre el Cabo de Hornos y la última de las Aleutianas, pero la hegemonía económica y cultural —en el sentido más lato de este último— de nuestros vecinos septentrionales, nos fue haciendo ajeno el nombre heredado del navegante y cartógrafo florentino. Los hombres de George Washington no creyeron oportuno ni necesario, al liberarse del yugo colonial inglés, darse un nombre propio —aquí sí también en el sentido estricto del término— y adoptaron tranquilamente el de su continente. Nunca he sabido si el espíritu que los guió en tal decisión fue internacionalista, de solidaridad con los otros pueblos sometidos a los imperios europeos, o si más bien se trató de una especie de “imperialismo precoz”, síntoma anticipado de la dominación que pensaban ejercer o simplemente de desprecio y olímpicamente nos despreciaron. Yo creo, aunque no acabo de verlo claro, que fue una extraña mezcla de los tres.

Me imagino (es decir, no me lo imagino) lo que sucedería si un país europeo —digamos Letonia, Bosnia o cualquiera de los que ahora están recobrando su personalidad estatal— decidiera, de buenas a primeras, y en nombre de su inalienable soberanía, llamarse Europa, Estados Unidos de Europa, Confederación Europea o algo equivalente.

De hecho un ejemplo así lo dieron los egipcios, que decidieron en 1958 (con la efímera participación de Siria) llamarse República Árabe Unida; sin embargo, al carecer del poder de los gringos, la maniobra no parece haberles funcionado y hoy en día todo el mundo les sigue llamando egipcios (aunque de egipcios, aquí entre nos, no tienen nada) y nadie confunde lo árabe con lo estrictamente egipcio.

En nuestro caso, en cambio, no cabe duda que para todo efecto práctico sí nos arrebataron el gentilicio colectivo (como si hubiera gentilicios que no fueran colectivos). El secuestro, a pesar de los loables y quijotescos esfuerzos de unos cuantos, es un hecho y en el mundo entero (incluidos tristemente muchos otros países de este continente), cuando se habla de América se refieren a Estados Unidos. A nosotros, en Europa, con frecuencia nos siguen endilgando, benévola y estúpidamente el de “sudamericanos” (en España, “sudacas”).

En todo caso, con el adjetivo “latina” se recupera en parte nuestro nombre de América y nuestra condición de americanos aunque América queda dividida en dos: la de los ricos y la de los pobres. La de los opresores y la de los oprimidos. América Latina no es un concepto étnico o imperial. Es una noción social y solidaria.

En medio de toda la parafernalia de la Operación Reconquista que, con motivo del medio milenio de la llegada de Colón a América, ha montado el gobierno español con la asistencia de muchos y poderosos colaboradores locales, saca de un rincón del desván un trebejo que ya parecía inservible: Iberoamérica; lo desempolva, lo acicala y lo vuelve a presentar en sociedad.

El concepto de Iberoamérica, como el de Hispanoamérica, es de viejo cuño y su ámbito de significación poco preciso. Si el segundo quiere en- globar a todos los países de América en los que se habla español (en que se habla español de manera mayoritaria y oficial, debería decir, porque en Estados Unidos hay bastantes más personas que tienen el español como lengua materna que en muchos países de América Latina. Quién quita y hay más que en España, incluso. Por otra parte, en varios de ellos, como México o Perú, el español convive con otras lenguas y en los casos de Bolivia o Paraguay su misma condición de lengua mayoritaria está en entredicho), al primero se le asociaba de manera un poco confusa al conjunto de países en que se habla español o portugués con la intención de incluir a Brasil —que representa, aunque no hablen español, las dos quintas partes de la población total de América Latina— en una utilización discutible de lo “ibérico”. En ambos casos se excluye a los pueblos de América Latina, no por pequeños, menos significativos, que hablan inglés, francés u holandés. Ahora resulta que en el cuadro de la gran confusión del “descubrimiento-encuentro-hispanidad”, Haití o las Bahamas se quedan fuera de la fiesta. Por lo visto a ellos todavía no los descubre nadie (aquí entre nos, fueron los primeros).

Pero hete aquí que esta Iberoamérica remozada que tan satisfechos van paseando los españoles por estos mundos de Dios, como quien no quiere la cosa, tiene una nueva connotación: ahora salen con que incluye a España y a Portugal. Es decir que “ibero” deja de ser un prefijo calificativo e Iberoamérica ya no son los países de América de origen ibérico sino que —en un juego de palabras más vulgar y menos ingenioso que el de la Iberoamérica de Telelvisa— ahora quiere decir “Iberia y América”. Nos quieren dar, y por lo visto debo reconocer que en buena medida nos dan, gato por liebre. Y qué gato…

Pero las cosas no se limitan a un penoso pero inocente juego de palabras. Detrás de ellas, de las palabras, están las actitudes, la manera de ver las cosas y de ubicarse frente a ellas. Que los españoles se inventen esa Iberoamérica deforme no es tan sorprendente (cosas peores se han inventado) y a final de cuentas es cosa de ellos. Pero que su delirio encuentre eco en nuestros maltratados países y que las más altas instancias estén dispuestas a seguirles el juego, es más preocupante. Finalmente, como decía, se trata de definir el lugar en el que nos vamos a ubicar y el ángulo desde el que vamos a abordar las complejas coyunturas que se nos vienen encima. Y no se ve claro, en particular, de qué manera lo enfoca el gobierno mexicano, con el TLC sentado en una rodilla y a Iberoamérica de marras en la otra, como si fueran el Neto y el Titino de un don Carlos más demagógico que divertido.

Frente a Iberoaméricas contrahechas, me niego a abjurar de mi hermandad de suerte con los guyanenses, los jamaiquinos, los granadinos o los trinitenses, por más que los colonialistas les hayan impuesto lenguas distintas a la que nos impusieron a nosotros, y junto a esa Indoamérica que aún no ha dicho la última palabra, rompo hoy una lanza por esa querida, magnífica, irrenunciable, desdichada, América Latina.