— VIII —
En estos días ha aparecido en los periódicos la propaganda de una medalla o algo así, para conmemorar “la fusión de dos culturas”; ya sabe usted a qué se refiere. Mucho me temo, sin embargo, que en una lamentable errata, a los autores se les olvidó ponerle al primero de los dos sustantivos de su lema el prefijo “con”. En efecto, es la confusión quien reina en torno de la omnipresente efemérides.
Para referirse a las formas específicas que adopta el quehacer individual y colectivo de los mexicanos, muy a menudo se utiliza la expresión “mestizaje cultural”. Independientemente de la confusión inherente al concepto mismo, nos vemos obligados a admitir que, si de lo que se trata es de sugerir que en la cultura actual de los mexicanos conviven los elementos indígenas con los importados, no hay tal. En las formas culturales hegemónicas de nuestro país, como en las del resto de América, prácticamente no hay rastros de las de las civilizaciones autóctonas.
De hecho, este es un fenómeno de alcances universales. Tanto a nivel individual como colectivo, las culturas no se mezclan como el café y la leche, sino que una acaba siempre disolviendo a la otra (como la leche al café, de hecho), en el mejor de los casos, absorbiendo alguno de sus componentes, pero que desnaturalizados son ya para siempre irreconocibles. Cuando dos culturas se enfrentan, una se impone, siempre, a la otra. La evidencia más contundente de esto lo da la lengua. La lengua es la estructura cultural por antonomasia. La lengua es la cultura. Todas las otras formas culturales no hacen sino desarrollarse en torno suyo, como el musgo sobre un tronco. En todo el mundo y a lo largo de la historia no existe una sola lengua que haya nacido como “fusión” de otras dos (existen, eso sí, ciertas “hablas” locales de transición, argóticas, o dialectales, que parecen ser una amalgama, como el papiamento de las Antillas menores, pero son excepcionales y de extensión espacial y temporal limitada). Siempre, hasta ahora, el encuentro de dos lenguas se ha resuelto, tras un periodo más o menos largo de bilingüismo, con la imposición de una de ellas y la supresión de la otra.
Existe, es cierto, una determinada influencia de la lengua sacrificada sobre la vencedora, pero limitada casi exclusivamente a la fonética y a sectores del vocabulario, y que de ninguna manera afecta el cuerpo y la integridad de esta última. Prueba de esto (si prueba hiciera falta) es que el español que hablamos en las distintas regiones de México o, aún más, el que se habla en Cuba o en Perú (como tan orgullosamente no cesan de no olvidarlo, estos días, los hispanófilos de pro), es prácticamente el mismo, a pesar de que las lenguas autóctonas existentes desde antes de la conquista y hasta nuestros días son completamente distintas.
Y las diferencias que existen en la manera de hablar el español se deben sobre todo a la distinta evolución que sufre en cada caso y no tanto al influjo de los idiomas indígenas preexistentes.
Pues de la misma manera que no hay lenguas sincréticas tampoco existen culturas sincréticas. No hay “mestizajes lingüísticos”. La herencia cultural no se mezcla como la genética. En el caso de un fenómeno de invasión masiva, militar, social y cultural, como el que se produjo aquí a partir del siglo XVI, se puede producir, en un momento dado, un cierto equilibrio entre las formas de la cultura sojuzgada, defensiva, y las de la intrusa, agresora. Pero ese equilibrio es sólo aparente, inestable en el mejor de los casos, y rápidamente se decanta en favor de una u otra. No siempre en favor de la invasora, hay que decirlo. Grecia capta victoriam cepti: Grecia cautiva conquistó la victoria. Son varios los ejemplos que da la historia de cómo los pueblos sometidos imponen sus valores y costumbres a quienes los conquistan
No es ciertamente nuestro caso. Los elementos de la cultura indígena que perviven en la del mexicano urbano son contados, de influencia decreciente y limitados a áreas restringidas, como los hábitos alimenticios; y aun ahí habría que ver con cuidado qué tanto. Es posible que varios de los rasgos que conforman nuestra idiosincrasia gastronómica actual, y que a menudo se consideran de origen propio, provengan de la cultura árabe y hayan sido también traídos por los españoles inmigrados, la mayoría provenientes del sur de la península, donde la influencia de aquella era más importante (siempre me ha sorprendido, por ejemplo, que la tortilla, verdadero blasón de la comida mexicana, tenga un nombre aparentemente español). Aparte de ese, son muy escasos los rastros de las culturas indígenas que podemos detectar en la urbana de hoy: según algunos, ciertas celebraciones rituales, como la fiesta de muertos, la costumbre de poner apodos y poca cosa más. Bastante discutible, aparte.
Si encontramos algunos elementos sincréticos no son los presentes en la cultura europea hegemónica sino, al contrario, en las culturas indígenas sobrevivientes.
En 1810, los indígenas representaban, lo recordaba en el artículo de la semana pasada, aproximadamente la mitad de la población de la Colonia. Hoy, después de 280 años de vida independiente, representan menos de 10%. Y cuando hablo de indígenas me refiero, por supuesto, no a las características físicas o genéticas de los individuos, sino a su filiación cultural, nacional en el sentido estricto.
Hoy que tanta preocupación manifiestan unos y otros por la suerte de distintas especies animales, desde los delfines hasta las mariposas, resultaría curiosa, si no fuera dramática, la indiferencia, y a veces complacencia, con la que se contempla, si no es que se propicia, la extinción de culturas enteras. De esta imprescindible, inaplazable, ecología humana, hablaré la semana que viene.