— VII —
La ocupación española de México duró tres siglos. Trescientos años que es mucho tiempo. Tal vez es más fácil intuir qué tanto es, si en lugar de mirar hacia atrás, miramos hacia adelante: trescientos años contados a partir de hoy nos llevan —no es necesario que se lo diga, pero igual lo digo— al año 2292. ¿Qué habrá sucedido entonces? No es prudente hacerle al pitoniso, pero le puedo asegurar (si todavía sobrevive la cultura humana sobre la Tierra) que ninguno de los actuales Estados existirá. Muy probablemente la misma noción de estado o país habrá desaparecido. ¿Cuáles de las actuales lenguas estarán aún en uso? (El poeta Salvador Espriu preveía melancólico que a mediano plazo solamente sobrevivirán el inglés y el chino. “Claro —añadía socarrón— a la larga el chino que hablarán los australianos se irá diferenciando del chino que hablarán los indios”).
¿Cómo serán los hombres y las mujeres de entonces? ¿Cómo será su vida cotidiana? ¿Qué los hará reír y qué los hará llorar, si es que aún ríen y lloran? Mucho me temo que todas las previsiones literarias, desde el Mundo feliz de Huxley o el 1984 de Orwell hasta el Volver al futuro de Spielbeg se habrán quedado irremisiblemente cortas.
Trescientos años es muchísimo tiempo. Casi el doble del que tiene México como Estado libre y soberano. De hecho, más que sorprendente es por completo milagroso el que haya habido núcleos abundantes de las naciones americanas que hayan sobrevivido al genocidio. Ya mencioné en artículo anterior cómo se había reducido (por usar un eufemismo) la población de los territorios que actualmente ocupa nuestro país, de 30 millones en 1510 a tres millones en 1560 y a millón y medio a principios del siglo XVII. Curiosamente, doscientos años después, cuando se desencadena la Guerra de Independencia, después de innumerables avatares y de fenómenos de autorregulación, el número de indígenas es aproximadamente el mismo. Sólo que en ese momento los españoles peninsulares, los criollos y los mestizos ya son otro tanto. Los indígenas representan la mitad de los tres millones de habitantes con los que cuenta el virreinato de la Nueva España.
Hostigados, pauperizados, humillados, desmoralizados, acomplejados, los dueños de esta tierra tuvieron que huir de las ciudades y abandonar los terrenos fértiles para refugiarse en las zonas cada vez más recónditas e inhóspitas de la sierra. Quienes prefieren participar de la nueva sociedad fundada por los invasores, o los que, para sobrevivir, no tuvieron otro remedio, tendrán que pagar el precio: desnacionalizarse, renunciar en buena medida a su lengua y costumbres y someterse a las reglas del invasor, esclavizados a trabajar como peones en haciendas, ingenios, minas y beneficios de los vencedores. A pesar de todo eso, y quién sabe por qué ni cómo, en una demostración emocionante y al linde de lo inverosímil de entereza y de voluntad de ser, la cultura indígena, en 1810, está viva.
Después de lo que habían hecho los conquistadores, no resulta en absoluto sorprendente el que las autoridades virreinales y eclesiásticas no movieran un dedo en defensa de los valores culturales (nacionales, en el sentido estricto de la palabra) de los indígenas. Lo que ya podría parecer más extraño es que los independentistas y los gobiernos surgidos después de la victoria de los insurgentes no manifestaran mucho mayor interés que el de sus predecesores coloniales por la suerte de la civilización autóctona. Contra lo que hubiera podido esperarse, la Independencia no conllevó el menor resurgimiento de las culturas sometidas por el yugo español. La lengua de los pueblos americanos, sus costumbres y tradiciones, continuaron relegados y en buena medida combatidos. El flamante poder independiente mexicano cultivó con tanto o más ahínco que el colonial los valores y los modelos europeos.
En el párrafo anterior ya tuve buen cuidado en decir sólo que tal situación “podría parecer” extraña; de hecho, hay varias y poderosas razones para que las cosas se produjeran así. Por un lado, esto nos habla de la dimensión de la derrota de las naciones indígenas frente a las europeas; derrota que al prolongarse pasa, como siempre, de militar a cultural. Los pueblos americanos, después de estar trescientos años oprimidos, aunque representan la mitad de la población, ya no son capaces de un gesto redentor. En 1800, la “pacificación” y la cristianización han sido consumadas, y como ya comenté unos artículos atrás, todo parece indicar que tener la religión de los europeos, el catolicismo en este caso, implica vestir, comer y hablar como ellos.
Pero este elemento sólo pudo ser decisivo gracias a la presencia de otro: la guerra y la posterior consumación de independencia fueron no culturales sino estrictamente políticas. De hecho, el que la liberación de todas las colonias americanas de España, del Cabo de Hornos al Gran Cañón, se haya producido prácticamente al mismo tiempo, habla de que fue algo relativo a la metrópolis y no a cada una de ellas lo que la desencadenó.
Los criollos y la burguesía local, que ya soportaban cada vez con más dificultad los privilegios y las prebendas de los burócratas peninsulares (todos los puestos importantes de la administración colonial, del virrey para abajo, en el gobierno, la curia y el ejército, estaban en manos de españoles inmigrantes), no comulgaron con la entrega del trono de España que Fernando VII hizo a Napoleón. En 1810 reinaba allá José Bonaparte, hermano del emperador, y los franceses se habían adueñado del país.
Y no es un secreto para nadie que fueron precisamente esos criollos, de Hidalgo a Allende, de origen, cultura y proyección europeos, quienes encabezaron la rebelión. Los indígenas estuvieron ausentes, antes, durante y después, de la dirección del movimiento insurgente. Cuando Hidalgo lanzó su “¡Vamos a matar gachupines!”, se trataba casi de un grito suicida; afortunadamente para él, la palabra “gachupín” debía aplicarse sólo a aquellos españoles recién llegados y ligados a la corona, ahora bonapartistas.
En todo caso, la guerra de Independencia no se propuso nunca la defensa de la cultura indígena; en extremo, si alguna cultura defendió, fue precisamente la española, frente a la intervención de los franceses en la península.