El infierno en la Tierra

— VI —

A la entrañable Josefina Oliva,
la maestra Oliva,
formadora e informadora

Los españoles intentaron terminar aquí, en el siglo XVI, con todo rastro de la cultura indígena (aunque a menudo eso significara terminar con los propios indígenas) y en buena medida lo lograron. No es fácil entender, y aún menos explicar, su encarnizamiento.

Es lógico que, como todos los colonizadores, pretendieran apoderarse de cualquier forma de riqueza que los países sometidos pudieran proporcionarles: metales preciosos, tierras y esclavos para trabajarlas. Ese es de hecho el móvil mismo de la conquista, de todas las conquistas.

También es comprensible —lo que no quiere decir excusable— que los misioneros de una religión proselitista e intransigente se dedicaran a convertir, por las buenas o por las malas, a sangre y fuego, a esa apetitosa masa de herejes que se les ofrecía (el dominico Bartolomé de las Casas o el franciscano Junípero Serra denunciaron y se opusieron a la barbarie de los militares, pero no por eso renunciaron a su tarea, a su misión de imponer un dios ajeno. El que la conversión masiva de un credo a otro hubiera sido posible sin esa violencia se antoja ingenuo, pero eso es motivo de otra reflexión).

Lo ya no tan explicable, desde ninguna perspectiva, es hasta qué punto fueron llevadas una y otra cosas. En el primero de estos dos aspectos, en la guerra de sometimiento y explotación posterior, el exterminio de los naturales fue tal que algunos encomenderos se quedaron prácticamente sin esclavos. En un momento dado y en algún lugar, incluso, surgió la iniciativa de traerlos de África. Ya mencioné, en el primero de los artículos de esta serie, las cifras escalofriantes, y que hablarían por sí solas si lo que tuvieran que decir fuera menos terrible: al desembarcar los primeros conquistadores habría en el territorio del actual México unos treinta millones de habitantes. Medio siglo después, hostigados, asesinados, diezmados por las enfermedades y la hambruna, imposibilitados de reproducirse (o decididos a no hacerlo), su número se había reducido a tres millones.

Y en cuanto a la “conquista espiritual”, las cosas no fueron menos cruentas. Cuán a menudo, para salvar a las almas, se sacrificaron los cuerpos. Cuenta Sahagún —creo— cómo en la toma por las tropas españoles de una localidad mexicana murieron todo sus habitantes excepto un bebé malherido que pudo ser bautizado in artículo mortis, y cómo se congratulaba el conquistador de que semejante sacrificio no había sido en vano, pues había permitido ganar un cristiano.

Fray Bartolomé de las Casas relata en su Brevísima relación de la destrucción de las Indias cómo al jefe indígena Hatuey, momentos antes de ser quemado vivo, un misionero le pide que se convierta al cristianismo, para así poder ir al cielo. Hatuey le inquiere entonces adónde van al morir los conquistadores cristianos y cuando aquel le contesta que, si son buenos van al cielo, el feje replica que, en ese caso, él prefiere, si puede escoger, ir al infierno.

La magnitud del drama sólo puede explicarla el desprecio. “Ancha es Castilla y desprecia cuanto ignora” y el desprecio de los conquistadores por todo cuanto concierne a sus nuevos súbditos y su cultura es ejemplar. Ejemplo no sé de qué exactamente, pero ejemplar sin duda. Un indicador de tal actitud —anecdótico, si quiere usted, pero significativo— lo constituye el hecho de que en los museos de las principales ciudades europeas: París, Londres, Viena, se exhiben numerosas y valiosísimas piezas arqueológicas provenientes de las culturas americanas prehispánicas, producto de quinientos años de saqueo. Pues bien, la excepción más notable, la ausencia más flagrante de esa lista, ya lo debe usted adivinar, es Madrid. Justamente quienes con más facilidad hubieran podido adueñarse de cuanto objeto artístico o ritual hubieran querido, práctica y simplemente (en los dos sentidos del término) los desdeñaron; y no fue precisamente por respeto, puede usted jurarlo. Sólo se llevaron joyas —y no pocas—, pero fue para destruirlas, quitándoles las piedras preciosas y fundiendo el oro y la plata.

Esa saña con la que los invasores se dedicaron en cuerpo y alma a derruir las ciudades americanas es estremecedora y no conoce equivalente en las guerras de conquista europeas o asiáticas. Es cierto que allá, cuando una ciudad sitiada finalmente se rendía, era frecuente que los vencedores entraran a saco, violando, saqueando y quemando, pero nunca al grado, con el sadismo y el paroxismo destructor con los que se borraron del mapa las grandes y pequeñas poblaciones indígenas. Literalmente no dejaron piedra sobre piedra. Únicamente se salvaron —es un decir— las inconmovibles pirámides y los grandes monolitos, ya lo sabe usted.

Pero tal vez el agravante mayor consiste en que, en general, las víctimas de su ira delirante no eran urbes conquistadas por las armas, en buena —o no tan buena— lid, sino lugares en los que eran recibidos, si no cordialmente, sí en son de paz, y en contra de cuyos habitantes arremetían de improviso, con la peor de las alevosías, aprovechando la buena fe de los forzados anfitriones. Así actuaron los felones intrusos en las tres tes (t de traición): Tlaxcala, Tlatelolco, Tenochtitlan. Bien podemos decir que el tercer elemento que, junto a la pólvora y a los caballos permitió el triunfo de los españoles, fue la perfidia.

Quiero terminar la entrega de hoy con el relato de uno de estos vergonzosos episodios, tal vez menos conocidos porque tuvo lugar en Xeragua, Quisquey, llamada La Española por los conquistadores y hoy dividida entre Haití y la República Dominicana. Me baso en el estremecedor libro de Josefina Oliva de Coll La resistencia indígena ante la conquista, publicado por Siglo XXI, y quien a su vez lo toma de Las Casas.

A principios del siglo XVI, la cacica indígena de la isla era la legendaria Anacaona, impresionante, bella, “valerosa y de grande ánimo e ingenio”. Cuando el gobernador español, Nicolás de Ovando, llegó a la isla, Anacaona lo recibió con una gran fiesta, atendida por trescientas doncellas vírgenes, “porque no quiso que hombre o mujer casada o que hubieran conocido varón entrase en danza o areito”. Cuando el magnífico ágape tocaba a su fin, Ovando invitó a Anacaona y su corte a continuar la celebración en su carey, especie de choza grande. La cacica aceptó gustosa y junto con los ochenta nobles de su corte penetró en la vivienda del gobernador. A una señal de este, el carey fue súbitamente rodeado por la caballería: soldados ocultos cayeron sobre los desprevenidos invitados y los maniataron. Acto seguido los españoles salieron de la vivienda llevando a Anacaona con ellos. Los demás fueron dejados, inmovilizados, en el interior y “… pegan fuego, arde la casa, quémanse los señores y reyes en sus tierras, desdichados, hasta quedar todos, con la paja y la madera, hechos brasa”. La reina Anacaona fue obligada a presenciar la bárbara traición. Después de tres meses de cautiverio, Anacaona la maravillosa, “por hacer honra”, fue ahorcada.

Fray Bartolomé dirá: “Atrocidades extrañas a toda naturaleza humana vieron mis ojos, y ahora temo decillas, no creyéndome a mí mismo, si quizá no las haya soñado”.

En el artículo de la semana pasada contaba yo cómo Cristóbal Colón dijo creer que estas tierras eran el paraíso terrenal. Tal vez era sincero y tal vez no. De lo que no cabe ninguna duda es que unos años después los conquistadores europeos las convirtieron en el infierno.