Entre Dios y el César

— V —

Para la Iglesia Católica del siglo XVI, en plena crisis frente a la reforma luterana, el que no era católico era hereje (cabría preguntarse hasta qué punto las cosas hoy son distintas). Ni sombra de una mínima tolerancia, aunque fuera indiferencia, hacia lo ajeno, y no digamos ya un atisbo de pensamiento ecuménico. Y contra los herejes todo se vale. Si a los musulmanes se les cristianiza a base de cruzadas, para los protestantes habrá que remozar y revitalizar un instrumento más adecuado: la Inquisición.

El que no es católico es hereje, entendido, pero, además, ser católico es, hasta bien entrado el Renacimiento, no sólo una “religión” en el sentido moderno del término, es decir, poseer un Dios y un rito propios, una convicción y un punto de vista sobre los grandes y trascendentes problemas del ser y el no ser, de la vida y de la muerte. No, ser católico tendrá que ver también con los pequeños y cotidianos haceres terrenales, con la forma de hablar, de vestir, de comer, de hacer el amor o de curarse las enfermedades.

“Dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César”, pero en esa turbulenta salida del túnel de la Edad Media, los dominios de Dios y del César están más confundidos que nunca. El poder del papado es inmenso. Los pontífices declaran la guerra y la paz, nombran monarcas y los hacen abdicar. Se ha convertido en una especie de “metaestado”, de “sobrepoder” mediante el cual deben pasar las decisiones importantes… pero todo parece importante para los pastores de la Iglesia romana. Cuando se alza el báculo de León X, tiemblan los tronos.

No es difícil entender, en esas condiciones, cómo reaccionó y cómo obró la alta curia ante el desembarco en lo que hoy llamamos América, frente a la presencia de millones de herejes a quienes salvar. Herejes y exóticos a más no poder (ríase de los protestantes teutones y de los moros infieles). Y para más inri, politeístas (siempre he pensado, sin embargo, que el catolicismo, mediante el culto a la multitud de vírgenes y santos, algo tiene de politeísta).

Déjeme darle un ejemplo, no por anecdótico menos ilustrativo, del poder de las jerarquías eclesiásticas sobre los asuntos terrenales (esta vez en por lo menos tres sentidos de la palabra). Este ejemplo concierne, precisamente, al nombre del continente en el cual decimos que vivimos.

Cristóbal Colón intentaba, en efecto, llegar a la India navegando hacia poniente, utilizando el hecho ya establecido entonces (contra lo que a menudo se afirma) de que la Tierra es esférica. Es con esa propuesta que busca y encuentra como patrocinador a los llamados Reyes Católicos de Aragón y Castilla, más particularmente a Isabel de Castilla. Al encontrar las primeras islas de las Bahamas y del Caribe central, Colón cree estar al sur de los mares de China y busca el paso del Quersoneso de Oro, del que habla Marco Polo, y que debe permitirle navegar hasta la India.

No será sino en su tercer viaje cuando Colón empiece a sospechar que se encuentra ante una entidad geográfica imprevista entre Europa y Asia. En efecto, al desembarcar en la costa norte de lo que hoy llamamos América del Sur, junto a la desembocadura del Orinoco, el almirante se dará cuenta de que semejante caudal de agua dulce, que se adentra muchas leguas en mar abierto, no puede provenir de una más de las pequeñas islas que ha ido encontrando. Se trata, eso Colón ya lo debe saber, de lo que algunos años más tarde, y en una de esas bromas pesadas de la historia (eso todavía no lo sabe), se llamará América.

Sin embargo, Colón navega por cuenta de la reina de Castilla, más papista que el Papa, sostenedora de los más retrógrados puntos de vista, una “ultramocha” de la época (que ya es decir), y tendrá buena cuenta de no enfrentarse a los cartógrafos eclesiásticos. Es peligroso tener razón cuando el poder se equivoca, dirá Voltaire muchos años más tarde, y Colón sabe bien que contradecir lo establecido le costaría el futuro de la expedición y, con un poco de mala suerte, la piel. La cartografía oficial, basada en el Esras y en los doctrinarios medievales, establece que no puede existir sobre la Tierra más de un continente (Eurasiáfrica, en este caso), a excepción de algunas islas satélites.

Así que cuando el ilustre explorador se convence de que no se encuentra en los suburbios del Asia oriental, e imposibilitado de dar a conocer la única conclusión en congruencia con sus resultados, la de haber descubierto un nuevo continente, no halla otra solución sino la de afirmar que ha dado con el “paraíso terrenal”; un concepto esotérico que se acostumbraba dibujar sobre los mapas de la época y representaba una especie de tierra de promisión, virgen e impoluta, ubicada en algún misterioso e inaccesible lugar del mundo. Así Colón escribirá (más o menos): “Y debí concluir que la Tierra no es redonda como dicen, sino que tiene forma de pera, como una teta de mujer, y que ahí donde llegué es el pezón, y que es sin duda el paraíso terrenal, al que sólo se puede tener el privilegio de llegar por voluntad divina”.

Años después, el explorador Américo Vespucio navegó a su vez hacia oriente, bajo los auspicios del rey de Portugal, mucho más abierto e independiente del papado que sus vecinos, y pudo decir lo que su antecesor debió callar. Estaba frente a otro continente. Lo llamó América.

Amargado pero tal vez confortado con la ilusión de haber dado, efectivamente, con ese “paraíso terrenal”, Cristóbal Colón había muerto años antes. Esperemos que en ese su último viaje haya encontrado vientos favorables hacia el otro paraíso.